INTRODUCCIÓN
Desde hace algunos años, existe un aumento creciente del consumo de psicofármacos en la población mundial (European Centre for Disease Prevention and Control, 2020). Muchas veces, el uso de los mismos se hace vía automedicación, dando lugar a un problema global y transcultural definido por la OMS como la selección y uso de medicamentos para tratar enfermedades o síntomas auto reconocidos, utilizando medicamentos sin participación del médico. En ese sentido, la automedicación se incluye como parte del modelo de “autocuidados responsables” dentro del eje de promoción de la salud (OMS, 2002).
En Estados Unidos se estima que 52 millones de personas han consumido medicamentos de prescripción por razones no médicas, al menos una vez en su vida (NIDA, 2012). Más de la mitad de los fármacos se prescriben, dispensan o venden de forma inapropiada (PGEU, 2018). Siguiendo lo anterior, el uso no médico de fármacos se perfila como un problema de salud global, a la vez que nos advierte de los posibles riesgos asociados a la automedicación, particularmente con psicofármacos.
El consumo de psicofármacos sin receta -tales como estimulantes, tranquilizantes o relajantes- alguna vez en la vida, se sitúa en torno al 10%, siendo mayor en mujeres (12,8%) que en hombres (7,7%) (Smith & Farah, 2014). Los psicofármacos han demostrado una creciente e importante expansión global, su masiva circulación en las sociedades actuales ha tenido diversos impactos: sociales, culturales y subjetivos, observables en una diversidad de contextos, no solo el médico, (Rose 2020). También están presentes en el mundo laboral y académico, lugares en donde el sujeto antes de paciente, es usuario, consumidor y muchas veces también, “prescriptor” informal (Singh et al. 2014).
ANTECEDENTES
En Latinoamérica, particularmente, es observable un aumento del consumo de drogas ilícitas, entre ellas, psicofármacos vía automedicación (Escobar-Salinas & Rios-González, 2017). Esta expansión parece mantener correspondencia con que el uso de psicofármacos es una respuesta tecnológica a un fenómeno socio-cultural, relacionado con el aumento de diagnósticos psiquiátricos y la prescripción de psicofármacos a nivel mundial, (Moncrieff, 2020). Aparentemente, existe una preponderancia del tratamiento farmacológico por sobre otro tipo de abordajes, quedando la salud mental, de algún modo, articulada al consumo de psicofármacos. Esto se relacionaría con la preponderancia del discurso biomédico en tanto marco explicativo del malestar psíquico, que sitúa a los problemas de salud mental desde un desequilibrio químico, localizado en el cerebro (Vidal & Ortega, 2021).
Existen algunos estudios que sugieren que el consumo de psicofármacos podría estar asociado a distintos usos sociales y subjetivos (gestión del malestar, recreativo o experimental, potenciar el rendimiento, etc.) (Vargo & Petróczi, 2016). Diversos estudios muestran que, muchas veces, lo que se busca a través del fármaco es mejorar el funcionamiento mental, acrecentar la capacidad de memoria y la atención y percepción (Forlini et al 2014; Rose 2020; Singh & Keller, 2010). Particularmente, los usos de fármacos psicoestimulantes para mejorar el rendimiento cognitivo, como veremos, problematizan las concepciones clásicas sobre la automedicación.
En Chile la bibliografía sobre automedicación, específicamente, sobre automedicación con fármacos psicoestimulantes, es escasa. Los estudios epidemiológicos que existen abordan temas como el consumo excesivo de psicofármacos en población general (Fritsch et al. 2005); las dinámicas de dependencia a los ansiolíticos en contextos de atención primaria (Boric 2020); los factores socioculturales asociados al consumo de psicoestimulantes en niños y niñas (Rojas & Vrecko 2017); y los factores sociodemográficos asociados al consumo sin receta (Droguett et al., 2019). Nos encontramos, de este modo, con una escasez de estudios específicos sobre automedicación con psicoestimulantes. Los estudios existentes en esta línea apuntan, principalmente, a conocer la prevalencia de este tipo de consumo en muestras muy acotadas (Romero et al. 2009, Barrera-Herrera & San Martin, 2021), y sin explorar las significaciones y representaciones en torno a esta práctica.
En línea con lo anterior, este trabajo se propone como un posible insumo que -desde una reflexión teórica y a partir del caso de la “neuromejora” como ejemplo- pueda perfilarse como un aporte a la investigación empírica sobre la temática. A partir de la lectura bibliografía especializada, se propone analizar y poner en discusión diversas categorías y conceptos que tienen por objeto el problema de la automedicación -particularmente la automedicación con psicoestimulantes- desde diversas perspectivas desde las ciencias sociales.
a) Medicalización y vida contemporánea
Es posible observar en las sociedades actuales el uso masivo y normalizado de psicofármacos, que han pasado a ser parte de la vida cotidiana; esto tiene relación con que el paradigma biomédico se perfila, actualmente, como una base desde la cual el sentido común entiende, comprende y gestiona el malestar contemporáneo, lo que de algún modo habría sido promovido por el fenómeno de la “medicalización”. Entendemos por esta, a la codificación que hace el sentido común sobre diversos problemas en términos médicos; en otras palabras, la medicalización ocurre cuando fenómenos de la vida cotidiana son descritos en lenguaje médico y tratados con tecnologías que se desprenden de aquel marco, sin necesariamente tener una causa médica, como, por ejemplo, ciertos comportamientos y afectos que parecen alejarse de la norma ideal en una sociedad determinada (Conrad, 2013). En términos más precisos, la medicalización sería:
(…) el proceso a través del cual se construyen, condiciona y definen las condiciones humanas y los problemas o aspectos de la existencia que antes estaban fuera del ámbito de la medicina (…) los mismos, quedan bajo la autoridad de los médicos y profesionales de la salud que los diagnostican y tratan. La medicalización designa así la extensión de la jurisdicción médica a la vida social de los individuos (…) (Fainzag, 2013, p. 123).
Diversos estudios han advertido de las posibles consecuencias sociales de la creciente comprensión de la vida cotidiana en términos biomédicos, tanto en lo individual como colectivo, lo que traería como consecuencia la emergencia de nuevos problemas, efectos de la recomprensión de la vida cotidiana en estos términos (Rojas, S. 2019). En este contexto, cabría preguntarse si la automedicación es efecto directo de esta medicalización de la vida cotidiana y, si esto es así, de qué modo ocurriría.
b) Medicalización, biopolítica e industria farmacéutica.
Existen algunos enfoques críticos para comprender el fenómeno de la medicalización, que muestran preocupación por el marcado interés y forma de funcionar de la medicina actual, en particular de la psiquiatría, que aborda la enfermedad mental y el padecimiento subjetivo desde un enfoque predominantemente psicofarmacológico (Bianchi, 2018).
Se ha acuñado el término nexo-farma-psi para referirse al fenómeno de la propagación social y global de los psicofármacos; es decir, la prescripción, comercialización y uso de inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, de psicoestimulantes tales como el metilfenidato y otras sustancias con fines recreativos y de aumento de rendimiento (Vidal & Ortega, 2021). La psiquiatría de origen biológico, las neurociencias y sus tecnologías habrían logrado prefigurar la forma de entender el mundo y de resolver las problemáticas propias de la experiencia cotidiana de vivir (Rose 2020). Así, esta lógica medicalizante promovería una suerte de imperativo de autocuidado, una ética somática, con el fin de gobernar la propia voluntad (Rose & Abi-Rached, 2013). Este modo imperativo adquiere particular interés, para problematizar el consumo de potenciadores del rendimiento cognitivo y el uso de sustancias con el fin de mejorar la capacidad cerebral en general.
Desde estas perspectivas, la medicalización de la vida cotidiana constituye un fenómeno que contribuye al control social de los individuos, a la vez que oculta y deja en segundo lugar, a las condiciones sociales de la enfermedad mental (Illich, 1975; Fainzag, 2011). En este sentido, son propiamente las lógicas de mercado las que modelan la relación que tienen los sujetos con los medicamentos (Petryna et al., 2006), y desde el discurso médico y sus tecnologías se disciplina y gobierna la vida. De este modo, la medicalización perseguiría intereses político-económicos y gubernamentales, reduciendo el rol de la institución médica a tecnologías de seguridad y control sobre la población (Foucault, 2006).
Si bien el autor de este trabajo, comparte lo descrito anteriormente, considera que los procesos de medicalización se presentan como una problemática compleja, la cual, reclama niveles de análisis que tengan en cuenta lo singular y situado del fenómeno. En este sentido, existen estudios que muestran cómo el proceso de medicalización se amolda y adopta los rasgos propios de una cultura en el cual se implanta, por lo que se vuelve un proceso heterogéneo (Béhague, 2013: Kitanaka, 2011). También trabajos que muestran que el uso del mismo psicofármaco adquiere diversos significados de acuerdo con el contexto social y familiar en el cual ocurre (Reyes et al, 2019; Singh, et al. 2010). Finalmente, es el propio sujeto el que puede ser agente de este proceso, poniendo en juego su elección y capacidad de autodeterminación.
c) De la medicalización a la automedicalización
En línea con lo anterior, existen ciertas situaciones en las que es el propio sujeto el que explora sus signos corporales y malestares, otorgándoles el estatus de síntomas. En ese sentido, medicalizar un signo corporal mantendría una relación con la automedicación. Esta última entendida, aquí, como la búsqueda propia del recurso al medicamento sin prescripción médica -o contando con la prescripción, pero utilizada de acuerdo a intereses personales los que rebasan la indicación médica- (Fainzag, 2013).
Ahora bien, la aparición de un malestar no siempre se convierte a lenguaje biomédico y no necesariamente significa la búsqueda de un profesional. En este sentido, es interesante la pregunta sobre cuáles son las condiciones en las que los sujetos deciden automedicarse, o bajo qué referencias semiológicas y contextuales un signo corporal, un afecto, una situación, se convierten en un síntoma, es decir, en algo medicalizable y tratable con la automedicación.
En la automedicalización es el propio sujeto quien, bajo ciertas coordenadas, realiza una traducción semiológica y encuentra útil como recurso al psicofármaco. La decisión personal de recurrir al fármaco sin mediación médica -es decir, la producción de una conexión entre la percepción e identificación de un síntoma y el recurso de la automedicación- se da en un marco determinado (Fainzag, 2011), en un marco semiológico dentro del cual, previo a la automedicación, estaría la automedicalización: “ mediante el proceso de autoexamen clínico y autodiagnóstico que realiza el sujeto, el signo (como signo corporal) se convierte en síntoma, pero el síntoma se convierte en signo de algo patológico y de la necesidad de medicalizarlo” (Fainzag, 2013, p. 44).
En síntesis, al parecer es necesaria la automedicalización para recurrir a la automedicación, es decir, para que esta ocurra se requiere el marco interpretativo de traducción de convertir un signo o un malestar en síntoma y luego recurrir por cuenta propia al psicofármaco: “La automedicalización es, por tanto, consustancial a la automedicación, y esta última es la actuación de la primera” (Fainzag, 2013, p. 124). El proceso de construcción e identificación del síntoma, moviliza un sistema de normas y creencias sociales que el sujeto reitera al automedicarse, y que constituyen el discurso biomédico y sus tecnologías. Ahora bien, en este contexto, encontramos pertinente la pregunta sobre si necesariamente, todo acto de automedicación requerirá este paso previo -de la medicalización a la automedicalización- es decir, si medicalización y automedicación se co-dependen.
Podemos pensar que el proceso que va de la automedicalización a la automedicación tiene un carácter performático (Fainzag, 2012), es decir, es una construcción en donde no existe una a priori o una esencia que anude el malestar a la medicalización ni la medicalización al recurso al fármaco. Si esto es así, es decir, si no hay consustancialidad entre automedicalización y automedicación, también podría ocurrir que determinado fenómeno no necesariamente tenga que ser patologizado para ser medicado.
El uso de psicoestimulantes para potenciar el rendimiento cognitivo es un ejemplo interesante que permite profundizar en estos interrogantes, ya que lo que se intenta tramitar vía el fármaco allí no es, necesariamente, un signo corporal o un malestar tan claramente ubicable en el sujeto o perceptible en el cuerpo, ni puesto dentro de un discurso mórbido. Su dimensión es más compleja, porque en la misma intervienen otros elementos, tales como problemáticas sociales, demandas institucionales e ideales frente a los cuales hay que responder dejando en un segundo plano, de algún modo, el aspecto mórbido y patológico que conlleva la automedicación.
d) El caso de la Neuromejora
Se entiende por neuromejora o mejoramiento cognitivo, al uso de neurotecnologías con el fin de potenciar el funcionamiento cognitivo, afectivo o conductual (Singh & Kelleher, 2010). Un punto relevante en esta práctica y que marca debate es que, en la misma, se usan los psicofármacos para fines no precisamente médicos (Singh & Keller, 2010). Algunos estudios buscan comprender este fenómeno desde ciertos interrogantes que se encuentran dentro del campo de la neuroética. Allí, interesa la pregunta por la ética y la convivencia social en torno a la neuromejora, desde las opiniones y juicios de valor de quienes han incurrido en esta práctica (Bard et al, 2018). Este tipo de estudios muestran cierta ambivalencia valórica en relación con la práctica de la neuromejora farmacológica; en ellos se describe la existencia de cierto cuestionamiento que existe de estas tecnologías y uso para fines no clínicos, una lectura negativa de esta práctica, pero en la que, a la vez, también se aprecia una actitud positiva.
A pesar de la disyuntiva señalada, pareciera ser que, en el potenciamiento cognitivo, es la eficacia el elemento importante a la hora de evaluar este recurso. Eso quiere decir que los beneficios esperados superan los riesgos y dilemas percibidos, lo que demuestra la predominancia de las evaluaciones (Barros y Ortega 2011), prácticas y contextuales por sobre los juicios de valor en la decisión (Bard et al, 2018). Sin embargo, pese a los reparos y cuestionamientos, su uso se vuelve aceptable de un modo contingente; por ejemplo, frente a la amenaza de un fracaso académico o una situación concreta que demanda solución, aspectos que muestran una mayor propensión a aceptar los posibles riesgos del uso de psicoestimulantes y superar los dilemas morales. Una oscilación situada entre la preocupación y la promesa de mejora -en otras palabras, entre el riesgo y el cuidado- construcciones que no son necesariamente excluyentes.
En relación con el acceso de estas “drogas inteligentes” (Modafinilo, Metilfenidato y Adderall, entre otras), cabe señalar que estas se consiguen, principalmente, en circuitos íntimos, constituidos por amigos o familiares; también se obtienen mediante compras por internet y en el mercado informal, así como de manos del propio profesional (Fainzag, 2013). En el caso de la mejora cognitiva, es el sujeto quién demanda al médico lo que él mismo cree que necesita, por lo que es pertinente interrogarse sobre si es posible o no una automedicación que incluya-de un modo singular- al profesional de la salud (Singh, et al. 2014).
En la medida en que los psicofármacos, y particularmente las “drogas inteligentes”, pretenden ayudar a las personas en su funcionamiento social, estos objetos contienen ideales y valores culturales que no pueden reducirse al “proceso de medicalización” o a sus particularidades químicas. En línea con lo anterior, el uso masificado de este tipo de sustancias se inscribe dentro de una forma de existencia propia de nuestras sociedades democrático-liberales, que se encuentran organizadas en torno a un sistema de ideales, valores y normas en torno a la autonomía y responsabilidad individual (Ehrenberg, 2020). Esta perspectiva subraya el rol del discurso liberal que responsabiliza a lo individual (especialmente, en el mundo laboral y académico), donde cada persona tendría que asumir la gestión de su cuerpo, de su interioridad y de su futuro.
Bajo estas coordenadas, se puede comprender la utilización del fármaco vía automedicación como tratamiento para fines no médicos como es, en este caso, la satisfacción de ciertos ideales sociales. Finalmente, es pertinente preguntarse si el uso de drogas inteligentes por elección propia es solidario con el concepto de automedicación o corresponde a una categoría diferente. Esta práctica no solo cuestiona el hecho que de algo tenga que ser medicalizable -en términos mórbidos- para ser intervenido desde la tecnología del fármaco -en donde el objeto fármaco toma otro valor- sino que también vincula a la automedicación con otra coordenada; una automedicación mediatizada, pero de otro modo, por el saber médico.
DISCUSIÓN
Las prácticas de automedicación develan diversos usos del psicofármaco por cuenta propia, desde la autorregulación y el gobierno del sí mismo, pasando por usos experimentales y recreativos, o la potencialización de los estados mentales (neuromejora). En este sentido, se trata de un tipo de práctica que parece prescindir del discurso médico que la posibilitó, a la vez que el mismo constituye su condición de posibilidad. Esta problemática pone de manifiesto un entramado entre discursos, prácticas y agencias; se muestra como un proceso heterogéneo que requiere de diversas perspectivas y modos de análisis.
En relación con lo anterior, el análisis biopolítico y la teoría de la medicalización corre el riesgo de dejar en un segundo lugar los significados, los usos sociales, contextos y discursos particulares entorno a la automedicación. Hay algo que falta en esos enfoques, mostrar el cómo las formas del discurso se vuelven parte de la vida cotidiana (Hacking, 2004). Si bien, las teorías sobre la medicalización, la biopolítica y el control social aciertan en el diagnostico, son insuficientes para abarcar la complejidad de esta problemática que se presenta como una práctica social transcultural y global, en donde las formas de producción, adquisición y gestión, muestran diferencias aportadas por los contextos nacionales, locales e institucionales.
El recurso al fármaco por cuenta propia muestra ciertas contradicciones, por un lado, una adherencia social al discurso farmacológico (Collin & Otero, 2006); y, por otro lado, parece dar cuenta de un rechazo a este discurso. Es por eso que podemos hablar de la paradoja de la automedicación, en donde el recurso al psicofármaco vía automedicación, parece prescindir de la coordenada médica que lo fundó, es decir, de ese lugar donde el diagnóstico, el tratamiento y la prescripción formal tienen lugar.
En este contexto, nos preguntamos si la automedicación se perfila como un rechazo, una puesta en cuestión al discurso “neurocentrista” del paradigma biomédico, o más bien, en qué medida lo mantiene. En definitiva, cabe preguntarnos si el uso de la tecnología del psicofármaco de manera automedicada no es una forma radicalizada de subjetivación, que devela, a la vez que sostiene al cerebro como recurso biopolítico, o, más bien, lo que muestra es autonomía y responsabilidad individual, puesto que la decisión personal tiene un lugar de importancia.
Siguiendo con lo anterior, la automedicación parece envolver autonomía, pero también dependencia, de todos modos, pareciera ser una elección personal, aun estando condicionada y construida socialmente. El acto de automedicarse se compone de varios pasos previos: autoexploración, autodiagnóstico, autonosografía, autoexamen (Fainzag, 2013), y el momento de la decisión está marcado por un pragmatismo (Bard et al, 2018). Ahora bien, pareciera ser que no es condición necesaria patologizar un fenómeno de la vida (en términos biomédicos), una sensación o un malestar, para ser algo a tratar mediante un fármaco.
Esto es lo que, de alguna manera pone en discusión el uso de psicoestimulantes para la mejora cognitiva; la con-naturalidad entre medicalización y el uso de esta tecnología. Pareciera ser que es posible pensar que, bajo estas coordenadas, el acto de automedicación puede realizarse sin pasar previamente por la automedicalización, hacer uso del psicofármaco sin medicalizar, lo que nos lleva a problematizar, por otro lado, si existe un “afuera” posible de la medicalización (Foucault, 2010).
La automedicalización muestra cómo diferentes agentes, discursos, prácticas y objetos aparecen ensamblados de una manera particular, emergiendo de una intra-acción antes que de una interacción entre elementos resultado de una “constitución mutua de agencias enredadas” (Barad, 1996, p.139). Este carácter hibrido permite tematizar y problematizar los análisis que, de un modo apresurado, ponen en relación causal la medicalización y la práctica de automedicación al igual que al fármaco como solidario del tratamiento de lo mórbido; permitiendo ampliar y complejizar la comprensión de esta práctica que, en algunos casos -como vimos anteriormente- puede develar diversas contradicciones o una “inclusión-excluyente” del discurso médico.
Este trabajo se propone como un marco conceptual que busca aportar a la comprensión e investigación de la problemática de la automedicación con psicofármacos, particularmente, el caso de la neuromejora. Como vimos, dicho fenómeno envuelve diversos problemas, categorías y aristas que impiden reducirlo a algún análisis en particular. El análisis desde la medicalización y control social es un aporte, pero se vuelve insuficiente para comprender la heterogeneidad de este fenómeno, las perspectivas que trabajan los distintos usos y los significados de esta práctica, que son de importancia, dejan por fuera el aspecto macrosocial de la misma.
Los análisis desde la discusión moral sobre el uso no médico de tecnologías médicas, al igual que, desde la perspectiva del riesgo, eluden el carácter de contingente del uso de psicofármacos por cuenta propia. La práctica de automedicación encierra contradicciones, dilemas éticos, al igual que envuelve distintas prácticas y usos, frente a los cuáles se hace necesario tensionar ciertos binomios para su comprensión (salud-enfermedad, médico-no-medico, autonomía- dependencia, cuidado-riesgo, individual-colectivo, entre otros). Estos pares de categorías presentadas como opuestas, han sido de utilidad al momento de reflexionar sobre temas referidos a la psicología de la salud, pero que en la actualidad -como develan diversos estudios- se muestran insuficientes para poder abordar e intervenir diversas problemáticas emergentes. En este sentido, los diversos enfoques y modelos de análisis, al igual que la incorporación de perspectivas epistemologías que deconstruyen estos dualismos en ciencias sociales, son de relevancia para el análisis, la reflexión e intervención, sobre problemas propios de las sociedades actuales, tales como el fenómeno de la automedicación con psicofármacos.
Particularmente, en relación con la automedicación con psicoestimulantes, el motivo principal para el uso de potenciadores cognitivos, pese a los reparos, es su eficacia. Lo que predomina al momento de elegir este tipo de automedicación es un enfoque pragmático, relacionado con la vida universitaria/laboral y sus ideales de autonomía y responsabilidad (Singh, et al. 2010). Los argumentos anteriores demuestran que el carácter moral de los psicofármacos (Jenkins 2011) -particularmente en esta práctica específica- es superado o al menos puesto en cuestión por los aspectos cotidianos que envuelven la acción (Lemieux, 2018). Por lo tanto, sería necesario un marco teórico e interpretativo que, desde las ciencias sociales, tenga en cuenta el carácter pragmático de la automedicación con fármacos psicoestimulantes al momento de emprender una investigación.