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Revista Aportes de la Comunicación y la Cultura

versión impresa ISSN 2306-8671

Rev. aportes de la comunicación  n.30 Santa Cruz de la Sierra jun. 2021

 

ENSAYO

 

Una Revisión del Derecho de Resistencia

 

A Review of the Right of Resistence

 

 

Matías Monasterio Mercado
Boliviano. Licenciaturas en Derecho y en Filosofía, en la Universidad de Navarra. España. matiasmonas@hotmail.com
Fecha de recepción: 20 de noviembre 2020
Fecha de aceptación: 17 de febrero 2021

 

 


Resumen

El presente ensayo de filosofía política procura exponer la idea del derecho de resistencia en sus distintas variantes, así como indagar en los presupuestos que lo justifican. Por este motivo, procede a desarrollar una revisión histórica de los principales exponentes del derecho de resistencia a lo largo de la historia de la filosofía. En él se desarrollan temas como el tiranicidio, la desobediencia civil, la objeción de conciencia y la revolución de Estados Unidos.

Palabras clave: Desobediencia civil, ley, objeción de conciencia, resistencia, tiranía.


Abstract

The present essay of political philosophy intends to explain the idea of the right of resistence in its various forms, and to look into the assumptions that justify it. For this reason, it proceeds to expound on the main exponents of the right of resistence throughout the history of philosophy. In it, the author sets forth themes like tyrannicide, civil disobedience, conscientious objection and the revolution of the United States.

Keywords: Civil disobedience, law, conscientious objection, resistance, tyranny.


 

 

El presente trabajo pretende hacer una revisión de la idea del derecho a la resistencia, de la evolución del concepto y de los presupuestos que lo justifican. Si bien el trabajo realiza una revisión de algunos pensadores que han tratado el tema, la intención es principalmente sistematizadora, procurando unificar los elementos presentes en las distintas teorías de la revolución para llegar a una cierta universalización de los presupuestos del derecho de resistencia.

Como primera aproximación al derecho de resistencia es preciso decir que se mueve en terreno fronterizo, entre lo político y lo que sale de sus dominios. Para Arendt, la guerra y la revolución, en la medida que son fenómenos definidos por la violencia, se desarrollan al margen de la política (Arendt, 2017). Podríamos decir que constituyen el límite de lo político, algo que podríamos denominar como “las fronteras de la polis”. Así, mientras la política es el espacio del diálogo y la persuasión (Arendt, 2017, p. 15), fuera de sus fronteras impera el dominio del más fuerte. Es dentro de la polis donde debe justificarse la violencia, fuera de ella no es necesaria dicha justificación. Por ello, para los griegos la guerra con otras polis no requería mayor justificación, al igual que para los romanos la necesidad de expansión o el mantenimiento de un status quo eran causa suficiente para hacer la guerra (Arendt, 2017).

Para concluir esta breve introducción, podemos decir que este trabajo consiste, en último término, en un modesto intento de unificar la doctrina del derecho de resistencia, indagando en la justificación política de la resistencia, pacífica o violenta, al poder político. En definitiva, si en relación a la revolución Arendt hizo referencia a las fronteras de lo político, podríamos decir que este breve ensayo pretende hacer un boceto de los muros de la polis.

El tiranicidio

La primera distinción a realizar consiste en que la insurrección armada y el tiranicidio son las manifestaciones más graves de lo que podemos llamar el derecho de resistencia activa, en contraposición al derecho de resistencia pasiva, que se manifiesta a través de actos omisivos, como la objeción de conciencia, frente a una norma u orden emitida por la autoridad (Centenera, 2009, p. 159).

Por otro lado, aunque un primer acercamiento a la cuestión del tiranicidio nos indica que nos referimos a la acción de dar muerte al tirano, me parece adecuado hacer una breve mención a la concepción de Oszkár Jászi del tiranicidio, por la referencia que hace a la necesidad de cumplir una serie de requisitos para hablar propiamente de tiranicidio. Así, el tiranicidio requiere de dos factores, la existencia de un poder tiránico ejercido por un hombre o un grupo de hombres que “aplaste todas las libertades personales e impida la desaparición de males insufribles”, y la presencia de un individuo o un grupo de individuos que lleven a cabo “la aniquilación del órgano central de la tiranía bajo su propia responsabilidad” movidos por el interés general de la comunidad política, con razones suficientes para creer que su acto conseguirá la restauración de instituciones libres y con “la voz de la conciencia como guía principal” (Centenera, 2009, p. 161).

Hechas ambas precisiones, procederemos a realizar un breve repaso histórico de las principales figuras que han tratado la cuestión, haciendo especial énfasis en la figura de Juan de Mariana, para luego terminar sintetizando los principales elementos de las distintas posturas. En primer lugar, se debe tener en cuenta que en la Antigüedad, la figura del tirano hacía referencia a una forma de gobierno instaurada por usurpadores (Centenera, 2009, p. 168). El rasgo que definía la tiranía en el mundo antiguo era la consecución del poder político a través de la fuerza y su conservación de modo ilegítimo. Se concebía la tiranía únicamente en relación a la usurpación del poder, a diferencia de la Edad Media y la Edad Moderna, donde aparece también la noción del tirano de ejercicio, entendido como aquel gobernante que ostentaba legítimamente el poder, pero cuyo gobierno degenera en tiranía debido al modo en que lo ejerce.

A partir de esta condición constitutiva de la tiranía, se presentan ciertos rasgos que caracterizan la actuación de los tiranos tal como recogen autores como Platón, Aristóteles, Isócrates o Jenofonte, entre otros (Centenera, 2009). En este sentido, Platón acentúa cómo el tirano se encarga de eliminar a aquellos hombres valientes que se atreven a censurar su actuación y resalta el hecho de que su impopularidad lo obliga a buscarse una escolta de su entera confianza, por lo que se rodea de extranjeros y mercenarios a medida que su gobierno va perdiendo legitimidad (Platón, 1988). También Aristóteles hace referencia a ciertas características del tirano, como el truncar a los hombres que sobresalen, prohibir las asociaciones, impedir la educación, vigilar a los súbditos y sembrar rencillas y desconfianza entre ellos, así como imponer tributos empobreciendo al pueblo y hacer la guerra para mantenerlos ocupados y necesitados de un líder (Aristóteles, 1988). Destaca igualmente la desconfianza del tirano en las personas de su entorno, por lo que suele rodearse de extranjeros (Aristóteles, 1988). En definitiva, el tirano procura que los súbditos piensen poco, que se hagan desconfiados y que carezcan de la fuerza necesaria para rebelarse (Aristóteles, 1988).

Aunque en la Antigüedad no se elaboró una doctrina sistemática del tiranicidio, lo cierto es que se pueden encontrar figuras notables que alabaron la acción de dar muerte al tirano. Por ejemplo, en el mundo griego destaca el filósofo Zenón de Elea, que exhorta a los nobles de Agrigento a sublevarse contra el tirano Falaris (Centenera, 2009). Asimismo, encontramos entre los romanos ilustres ejemplos como el de Cicerón, que en el “Tratado de los Deberes” hace referencia al tiranicidio como la más bella acción necesaria para preservar la salud del cuerpo social, o el de Séneca, que en su obra “Hércules delirante” afirma que “un rey inicuo es la víctima más esplendida que puede ser inmolada a Júpiter” (Centenera, 2009, p. 178). Tiene su interés insistir en esta última frase, porque al hacer referencia al carácter sagrado de la acción del tiranicida muestra como ella logra restaurar un orden divino que fue dañado por la tiranía. Con el tiranicidio se estaría restaurando la voluntad de los dioses. Esta es una idea que estará presente en autores posteriores.

En la Edad Media destaca la obra “Policraticus” de Juan de Salisbury (Centenera, 2009) [1] , donde el comportamiento del monarca respecto a la ley es clave en la distinción entre el rey y el tirano. Así, mientras que el primero la obedece y gobierna conforme a ella, el segundo la anula y reduce al pueblo a la esclavitud (Centenera, 2009). Respecto al tiranicidio afirma, basándose en citas bíblicas, no sólo que es lícito, sino que aquel que no buscase vengarse del enemigo público estaría cometiendo un delito contra la comunidad política (Centenera, 2009). Aunque con estas palabras se refiere al tirano usurpador, existen razones para pensar que también apoyaba la acción de dar muerte al tirano de ejercicio (Centenera, 2009, p. 184 - 185).

Por otra parte, es preciso detenerse en la postura que mantiene Tomás de Aquino acerca del tiranicidio, debido a la enorme influencia que ejercerá sobre los autores posteriores. Para él, la tiranía consiste en el peor de los regímenes injustos, donde un solo gobernante busca su bien particular por encima del bien común y se caracteriza por robar los bienes de sus súbditos, matar a cualquiera por capricho, impedir los bienes espirituales como “la virtud o la amistad, prohibir las reuniones o juntas, sembrar discordias y divisiones”, entre otros males que inflige a sus súbditos al dejarse arrastrar por sus pasiones (Aquino, 1975, p. 261). Sin embargo, Tomás de Aquino se muestra bastante cauto acerca de la resistencia frente al tirano, aconsejando, de manera preventiva, “trabajar diligentemente para que el pueblo controle de tal manera al rey, que éste no llegue a convertirse en tirano” (Aquino, 1975, p. 265). Afirma que, la tiranía, en caso de no ser excesiva, es mejor tolerarla a fin de no incurrir en males aún mayores, como sería el caso de que el tirano se endurezca aún más o de que, en caso de conseguir derrocarlo, el pueblo se divida en torno al nuevo régimen o le suceda otro tirano peor. En cambio, en caso de tiranía intolerable, Santo Tomás sostiene que sólo se puede proceder por autoridad pública, y no por presunción privada. Al respecto afirma que, si por derecho corresponde al pueblo elegir a su rey, puede destituirlo por haber abusado del poder conferido, pues habría incumplido “el pacto por el cual ha sido hecho rey” (Aquino, 1975, p. 266).

Se puede percibir el eco de estas ideas en los autores de la Edad Moderna, como es el caso de los escolásticos de Salamanca (Centenera, 2009). Salvando las diferencias, sostienen que cualquier ciudadano privado puede dar muerte al usurpador, puesto que se encuentra en estado de guerra contra la república. En cambio, no le es lícito a cualquier particular dar muerte al tirano de ejercicio, salvo en caso de legítima defensa, sino que sólo la república por medio de sus autoridades puede resistirse al tirano. Una postura parecida es la que sostiene Altusio en el entorno de los Países Bajos, según la cual cualquier particular puede resistirse al usurpador, pero al tirano legítimo sólo se le pueden resistir los éforos, que son los encargados de revisar su actuación (Centenera, 2009). Para Altusio, los optimates [2]  están obligados a resistirse al tirano y los súbditos deben unírseles, pues son los únicos con la potestad para comprobar si el magistrado cumple el pacto realizado con el pueblo.

Una obra que merece destacarse de la Modernidad es la “Vindiciae contra tyrannos”, por la cristalización de la idea del pacto entre el rey y el pueblo. En ella se hace referencia a un doble pacto, el primero entre Dios y el pueblo, por el cual éste se constituye en pueblo de Dios y se obliga a seguir su Ley, y el segundo entre el pueblo y el rey, por el cual éste se instala como gobernante y el pueblo le debe obediencia mientras gobierne justamente (Centenera, 2009, p. 240). Pero si el rey se vuelve un tirano, corresponde a los oficiales del reino juzgarlo según las leyes y resistirse. Una idea parecida podemos encontrar en Francisco Suárez, para quien el poder político viene de Dios, pero le es entregado al rey por el Estado (Centenera, 2009, p. 274). De esta manera, el pueblo cede su libertad en favor del monarca, y sólo puede recuperar el poder en caso de tiranía, declarándole la guerra justa. Asimismo, George Buchanan sostiene que el pacto por el cual el pueblo se obliga a obedecer al rey es mutuo, ya que el rey también se obliga a “mantener la ley en justicia y bondad”, de modo que, si el monarca incumple la obligación regia, el poder político retorna al pueblo (Centenera, 2009, p. 277).

Antes de exponer la postura de Juan de Mariana sobre el tiranicidio, parece oportuno presentar las notas que según el escolástico caracterizan al tirano. En este punto, el jesuita sigue la definición tomista del tirano como la antítesis del rey, en cuanto que busca su bien particular a costa del bien común. La principal característica del tirano consiste en su actitud hostil hacia la ley, como antes habían sostenido Juan de Salisbury y Beza en “Du droit” (Centenera, 2009, p. 229) [3] . Es por la falta de respeto a las leyes, las cuales cambia a su antojo, y el menosprecio a las instituciones y costumbres de la patria que la monarquía degenera en tiranía (Centenera, 2009). En este punto es necesario hacer una precisión acerca de la sujeción del príncipe a las leyes. Mariana distingue las leyes sancionadas por la república – como las que rigen en materia de sucesión real, imposición de tributos o religión–, a las cuales se encuentra sometido el monarca, debiendo obedecerlas y no pudiendo cambiarlas sin el consentimiento de las Cortes; de las leyes dadas por el príncipe, las cuales ha de cumplir por propia voluntad, pero sin la amenaza del castigo por incumplimiento (Centenera, 2009, p. 320). De este modo, el jesuita matiza el contenido de su máxima “princeps non est solutus legibus”, de manera que, si bien el príncipe está obligado al cumplimiento de todas las leyes por la fuerza preceptiva de las mismas, sólo puede ser juzgado y condenado por las leyes fundamentales de la república.

Otra característica que el escolástico destaca del tirano es su comportamiento arbitrario en materia tributaria, caracterizado por la imposición continua de nuevos tributos y el despojo a los súbditos de sus bienes (Centenera, 2009). El motivo por el que estas conductas son reprochables es que el rey no tiene derecho sobre los bienes de sus súbditos, de modo que no puede exigir nuevos tributos sin contar previamente con el consentimiento formal del pueblo (Centenera, 2009). Es interesante notar que esta exigencia del consentimiento ya era una realidad desde la Edad Media, de tal modo que se precisaba la autorización de las cortes al monarca para la exacción de nuevos tributos (Simón Acosta, 2018). Asimismo, sostiene que el monarca tampoco puede adulterar la moneda sin el consentimiento del pueblo, puesto que la inflación equivale a una especie de tributo. Un antecedente de esta postura la podemos encontrar en Tomás de Aquino, quien afirma que el rey tiene derecho a regular y cambiar la moneda, aunque ha de ser moderado en disminuir el peso y los metales, puesto que con ello puede hacer un grave daño al pueblo (Aquino, 1975). Además de estas notas, Mariana retoma otras tantas características del tirano señaladas por autores precedentes, como el desprecio por la religión nacional, la utilización del poder para los propios fines, el derribo de los ciudadanos más sobresalientes, la prohibición de las asociaciones, la privación de armas a los súbditos o la guardia extranjera de la que se rodea (Centenera, 2009, p. 328).

Respecto al tiranicidio, Juan de Mariana desarrolla la cuestión en el tratado “De Rege et Regis Institutione”. Luego de exponer las posturas tanto a favor como en contra del tiranicidio, Mariana presenta su parecer particular. Respecto al tirano usurpador, sostiene que se le puede derrocar por cualquier medio. Lo que caracteriza su situación es la falta de título, ya que se ha apoderado del gobierno a través de las armas, “sin ningún derecho y sin el consentimiento del pueblo” (Centenera, 2009, p. 403). Por este motivo y porque “aporta todo género de maldades a la patria”, el usurpador no es otra cosa que un enemigo público, que se encuentra en estado de guerra contra el pueblo, de manera que cualquier ciudadano puede derrocarlo e, incluso, quitarle la vida.

En cambio, el modo de proceder ante el tirano de ejercicio requiere de mayores precisiones. Por un lado, y siguiendo la doctrina establecida por Tomás de Aquino, afirma que debe soportarse la tiranía moderada, a fin de no causar mayores males y disturbios (Centenera, 2009). Por otro lado, cuando la tiranía se vuelve insoportable y trastorna la comunidad, tomando las riquezas del pueblo y menospreciando las leyes y la religión de la patria, se debe buscar el modo de derrocar al tirano (Centenera, 2009). El modo de proceder al derrocamiento del monarca variará en función de si las reuniones públicas todavía pueden tener lugar o no. En el primer caso, luego de haber considerado la cuestión en conjunto, se debe “proceder a amonestar al príncipe para que se avenga a Derecho” (Centenera, 2009, p. 409). Sólo en caso de que rechace la amonestación y no de razones para esperar que se enmiende, debe manifestarse públicamente que ya no se le reconoce como rey. Si el tirano se opusiere a dicha sentencia pública, se estará en estado de guerra, de manera que el pueblo deberá prepararse para hacer frente al tirano. Por último, si no hubiera otra manera de salvar la patria, el jesuita reconoce la facultad de “matar al príncipe como enemigo público” a cualquier particular (Centenera, 2009, p. 410). Por otro lado, si la tiranía llega al extremo de prohibir las reuniones públicas, Mariana sostiene que quien atenta contra la vida del príncipe, secundando los deseos públicos, no hace mal (Centenera, 2009).

A modo de sistematizar los planteamientos expuestos hasta ahora, podemos concluir que una doctrina del tiranicidio consta de dos partes: primero, la presencia de determinadas características en el gobernante que permitan calificarlo como tirano, y, en segundo lugar, un modo de proceder para deponer al régimen tiránico. En cuanto a las características del tirano, me parece especialmente destacable su conducta ante la ley. Es el incumplimiento de la misma lo que deslegitima, en último término, al monarca. La violación de la ley –en especial, de aquellas leyes fundamentales para la comunidad, como en materia de sucesión real o de religión–  por parte del monarca rescinde el pacto por el cual ha sido constituido en gobernante. Otra nota reseñable es la prohibición de las asociaciones, lo que actualmente podríamos llamar el derecho de reunión. Con esta prohibición el tirano manifiesta su desconfianza hacia los ciudadanos, de quienes sospecha que conspiran para derrocarlo. Implícitamente, al decretar esta prohibición el tirano está reconociendo que hay motivos para esperar una insurrección. Tal prohibición sería sintomática de un gobierno deslegitimado y temeroso de una revuelta que le despoje del poder. Además de estas dos características, se encuentran otros rasgos del tirano como su hostilidad a la religión nacional, una política tributaria confiscatoria, la constante vigilancia a los súbditos, la persecución de los opositores políticos [4] (Centenera, 2009), la arbitrariedad con la que atenta contra la vida y las propiedades de sus súbditos, entre otros males. Ahora bien, en este punto es necesario precisar quién es el encargado de la calificación del gobernante como tirano. En este sentido, Santo Tomás se declara a favor de la actuación “por autoridad pública, más bien que por presunción privada de algunos” (Aquino, 1975, p. 266). Asimismo, Mariana sostiene que la calificación de tirano debe proceder “de la fama pública y de los hombres sabios y prudentes”, entre quienes se encuentran la nobleza y el Clero (Centenera, 2009, p. 417). De este modo, en caso de que las reuniones todavía sean posibles, la declaración del tirano debe hacerse mediante sentencia pública por las Cortes, mientras que en el caso de que las reuniones públicas no se pueden realizar, serán los “representantes ideales” de la Cámara quienes deben declararlo tirano mediante dictamen privado.

Respecto al procedimiento que se ha de seguir para destronar al tirano, los distintos autores coinciden en que se ha de proceder del modo menos gravoso posible. Por un lado, debe cuidarse de no causar mayores males que los propios de la tiranía que se pretende derrocar. En este punto destaca la exhortación a la prudencia de Tomás de Aquino. El santo dominico advierte de los peligros que pueden sobrevenir a una revuelta, como que el tirano endurezca aún más su posición, en caso de que la insurrección sea infructuosa, o que sobrevenga la anarquía luego del derrocamiento del régimen o se instaure una tiranía aún peor que la anterior. Por otro lado, la deposición del tirano debe seguir un procedimiento a fin de no incurrir en otra injusticia. En este sentido, Juan de Mariana afirma que, en un primer momento, se debe amonestar al monarca a fin de que rectifique su conducta y, sólo en caso de que se niegue a hacerlo, proclamar públicamente que no se le reconoce como rey. Es destacable como procura en todo momento que la actuación con la cual se derroca al régimen sea institucional y ordenada, llevándose a cabo con autoridad pública. Además, sólo admite la actuación tiranicida del particular en casos extremos, como cuando no hay otra opción para la salvación del pueblo o cuando no es posible actuar con autoridad pública por ser imposibles las reuniones, y en el caso del usurpador, cuya situación se caracteriza justamente por ostentar el gobierno sin título alguno que lo justifique.

En definitiva, el derecho de resistencia activa, manifestado en la rebelión armada y el tiranicidio, consiste en la recuperación violenta del poder político por parte del pueblo. A este respecto me parece destacable la doctrina del origen del poder establecida en la obra “Vindiciae contra tyrannos”. En ella se afirma que el poder proviene de Dios y le es otorgado al pueblo a través de un pacto, donde el pueblo se obliga a seguir su ley. Posteriormente, el pueblo cede su libertad al monarca, siempre que éste se comprometa a gobernarlos justamente. Sin embargo, al apartarse de la ley, el tirano viola ambos pactos, de manera que surge en el pueblo el derecho y la obligación de recuperar el poder de manos del tirano. De este modo, es el tirano quien, a través de su conducta despótica, rescinde el pacto por el cual fue instituido como gobernante, perdiendo así el título jurídico por el cual ostentaba el gobierno de la comunidad política, de tal manera que ésta se halla legitimada para recuperarlo por la fuerza. Al mismo tiempo, debido al origen divino de la ley, como bien han insistido Juan de Salisbury y Juan de Mariana, el quebrantamiento de la misma por parte del tirano lo convierte en sacrílego, de donde se explica el carácter sagrado del tiranicidio al que han hecho alusión autores clásicos como Cicerón y Séneca (Centenera, 2009), debido a que restaura el orden natural que fue perturbado por el tirano.

La Revolución de Las Trece Colonias

Debido a su importancia dentro de la tradición revolucionaria, nos remitimos a la lucha por la independencia de Estados Unidos. Dentro del pensamiento revolucionario estadounidense es posible rastrear referencias a autores clásicos del mundo antiguo griego y romano (Aparisi, 1995) con la clara intención de apoyar la pretensión revolucionaria en reconocidas autoridades del pensamiento occidental. No era extraño remitirse a tales autoridades con la evidente voluntad política de justificar su rebelión frente al poder establecido.

Esto indica que los revolucionarios no tenían la intención de destruir la herencia recibida, sino de rescatar la tradición heredada frente a un poder arbitrario y abusivo que ha devenido ilegítimo. La revolución norteamericana tuvo como motor, en gran medida, salvaguardar los derechos heredados de la Inglaterra madre frente a la perversión del poder político. Resulta oportuno recordar que en la tradición jurídica anglosajona no faltan los límites al poder de la corona desde la Carta Magna de 1215. De este modo, se va consolidando en Inglaterra, y que luego pasará a sus colonias, la idea de un Derecho previo y superior al poder político, que en el caso anglosajón se concreta en la noción de “Common Law”, como el Derecho formado a partir de la costumbre y la jurisprudencia (Aparisi, 1995, p. 23); así como la idea de la superioridad del poder parlamentario sobre la Corona, ratificando su supremacía y asegurando una serie de derechos para los súbditos ingleses, como la propiedad, la libertad de expresión, la libertad de culto, el juicio por jurado o la inamovilidad de los jueces, entre otros (Aparisi, 1995).

La influencia del puritanismo

En la Edad Media se planteaba la autoridad política como fruto de un pacto entre vasallos y señores, así como entre éstos y los reyes, a la vez que regía entre estos últimos y Dios, Rey de reyes (Aparisi, 1995). Se consideraba al Papa como intermediario entre la voluntad de Dios y la de los reyes, el cual dictaminaba si éstos habían infringido el pacto con Dios. Posteriormente se van introduciendo doctrinas, como la de Thomas Hobbes, donde sólo el rey podía interpretar la voluntad de Dios, concentrándose todo el poder en el monarca. Ante esta posición, Calvino plantea que el hombre es capaz de relacionarse directamente con Dios, sin necesidad de la mediación de reyes o papas, de donde deriva que las órdenes de un tirano no vinculan cuando son contrarias a las órdenes de Dios, sino que deben ser desobedecidas. Igualmente, llega a legitimar la resistencia frente a la dominación injusta, aunque limitada a unos elegidos por Dios para levantarse contra el tirano (Aparisi, 1995). Asimismo, uno de los discípulos de Calvino, Théodore de Bèze, desarrolla la teoría de que el poder político tiene su origen en un doble pacto, dando el primero origen a la sociedad y el segundo al gobierno (Aparisi, 1995). Este segundo pacto sería rescindible para el caso de que gobernante incumpla el contrato, dando a entender que la soberanía seguiría perteneciendo al pueblo en todo momento. Ahora bien, Bèze mantiene la tesis de que no son los individuos quienes poseen esta facultad de rescisión del pacto, sino que pertenece a instituciones como el Parlamento, manteniendo la idea calvinista de que la legitimidad para resistirse estaría reservada a unos elegidos.

También en la “Vindiciae contra Tyranos” se repite la idea del doble pacto, donde los reyes contraen la obligación de gobernar con justicia y los súbditos de obedecer, pero con la facultad de juzgar si los soberanos cumplen con su obligación (Aparisi, 1995). De cierta manera, mantiene la tesis de que la soberanía reside en el pueblo por concesión por parte de Dios. Sin embargo, esta tesis del doble pacto no era una mera teoría para el Nuevo Mundo, sino que tenía una concreción real en las colonias de Nueva Inglaterra, donde los colonos celebraban un pacto con Dios, mediante el cual otorgaba su consentimiento para que el pueblo elija a sus gobernantes (Aparisi, 1995). Nuevamente nos hallamos ante la idea, luego presente con ciertos matices en la Declaración de Independencia de 1776, de que la soberanía pertenece al pueblo por mandato divino, como resultado de un contrato social.

La influencia de la Ilustración

Es notorio al leer la Declaración de Independencia como subyacen ciertas nociones propiamente ilustradas, tales como la igualdad y los derechos inalienables de todos los hombres o la evidencia racional de tales verdades. Se puede rastrear esa influencia ilustrada de autores como Bolingbroke, quien sostenía la existencia de leyes naturales dictadas por la razón como evidentes en sí mismas (Aparisi, 1995).

Sin embargo, el filósofo que más hondamente ha influido en la filosofía revolucionaria americana es el inglés John Locke, como se puede comprobar en la “Declaration of Natural Rights of the Colonist Men” aprobada por la Asamblea de Boston en 1772 a propuesta de Samuel Adams, donde se hacía referencia a los derechos naturales a la vida, a la libertad y a la propiedad (Aparisi, 1995, p. 127). Tales derechos serían transcritos casi sin alteración alguna a la Declaración de Independencia de 1776.

Además de una versión de los derechos humanos, los rebeldes heredan de Locke la teoría del contrato social, por contraposición a la doctrina del derecho divino sostenida por Filmer (Aparisi, 1995). En sus dos tratados sobre el gobierno civil, Locke afirma que los individuos, que vivían en el estado de naturaleza y sometidos únicamente a la ley natural, establecen un pacto para brindarse protección mutuamente y así garantizar sus derechos naturales. Se establece la seguridad como el fin que justifica la constitución de la comunidad política y del gobierno que la dirige. Asimismo, afirma Locke que, al ser presupuesto de la autoridad el consenso social, la ausencia de éste implica el regreso del poder a los individuos. Locke propondrá cuatro ocasiones donde estará justificada la rebelión y el retorno al estado de naturaleza: el supuesto de conquista, por faltar el consenso social; el de usurpación del poder por otro ciudadano, por faltar el mismo presupuesto de la autoridad política; el de la tiranía, donde el tirano ejerce el poder en beneficio propio y en detrimento del pueblo; y el de la disolución del gobierno, ocasión en la que los miembros de la sociedad pueden establecer un nuevo gobierno (Aparisi, 1995). Este último supuesto se encuentra explícitamente recogido en la Declaración de Independencia.

La Declaración de Independencia

Un aspecto a destacar en la revolución americana, era su finalidad de preservar sus derechos y su tradición frente a lo que consideraban como la corrupción inglesa, a diferencia de otras revoluciones como la francesa donde subyacía una voluntad más rupturista. Además, en la revolución americana la cuestión social no era un elemento determinante, como sí lo fue para la revolución francesa. En este sentido afirma Habermas en “Derecho natural y revolución” que los americanos estaban acostumbrados a la igualdad, ya que la suya era una sociedad de propietarios, a diferencia de las sociedades europeas donde las clases sociales estaban claramente delimitadas (Aparisi, 1995, p. 279). En las colonias americanas no existía la diferencia estamental propia del Ancien Régime europeo, de modo que su revolución no se caracterizó por ser una revolución social. Hay que tener en cuenta que se trataba de la sociedad más democrática de la época (Aparisi, 1995), donde el contrato social y los derechos que consideraban naturales no eran únicamente una teoría como se planteaba en Europa, sino una realidad viva consagrada en sus instituciones y costumbres. Por eso podríamos decir que se trataba de una “revolución conservadora”, cuya motivación más profunda era la de preservar el orden social en que vivían frente a la amenaza de un régimen despótico e ilegítimo.

Se pueden distinguir claramente dos fuentes de fundamentación de aquellos derechos que los americanos querían rescatar. Una de corte histórico con representantes como Patrick Henry, que abogaba por la defensa de los tradicionales derechos ingleses como exigencia del common law, frente a otra postura iusnaturalista moderna, a cuya cabeza encontramos a Jefferson, que fundamentaban su derecho a la resistencia en virtud de unos derechos previos al contrato social (Aparisi, 1995, p. 362). A pesar de las diferencias ideológicas, ambas posturas coincidían en el intento de legitimar la rebelión contra la corona inglesa.

Finalmente, la corriente doctrinal que terminaría primando en la fundamentación de la revolución americana sería el iusnaturalismo racionalista. La influencia de esta corriente filosófica se manifiesta con suma claridad en la Declaración de Independencia, donde resaltan particularmente dos ideas, la de derechos naturales otorgados a los hombres por Dios y la del pacto social que se erige para salvaguardar tales derechos (Aparisi, 1995). De la conjunción de ambas ideas se deriva tanto el principio de legitimidad del gobierno, instituido para asegurar tales derechos, como la legitimidad de la rebelión contra el tirano en cuanto atente contra los mismos.

A continuación, la Declaración pasará a afirmar que las colonias americanas se encontraban sufriendo bajo una tiranía, de la cual procede a ejemplificar una larga lista de abusos por parte de la corona inglesa, que pasan desde la obstrucción al proceso legislativo en las colonias, la disolución de sus asambleas legislativas, la interferencia en la administración de justicia, el acuartelamiento de ejércitos permanentes en las colonias sin el consentimiento de sus asambleas, hasta la obstrucción de su comercio con el resto del mundo y el establecimiento de impuestos sin su consentimiento. Se trata de un listado de violaciones a sus derechos tradicionales que recuerda a los más antiguos “Petition of Rights” de 1628 y el “Bill of Rights” de 1689. En el fondo subyace una motivación conservadora, la intención de preservar los derechos que históricamente les correspondían, aunque apoyada en una fundamentación teórica moderna que se planteaba desde una filosofía racionalista (Aparisi, 1995, p. 408).

Como prueba de que la intención de la revolución era más conservadora que rupturista respecto a Inglaterra, se encuentran las palabras de Thomas Paine acerca de la pretendida reconciliación con la nación inglesa por parte de los americanos en 1774, apenas dos años antes de la Declaración de Independencia (Aparisi, 1995).

Origen histórico del conflicto

Si prestamos atención al origen del conflicto, hallaremos que se trata de una cuestión de carácter jurídico, que gira en torno a la competencia del Parlamento Británico para establecer determinados impuestos en las colonias. Así, mientras éste se consideraba competente, las asambleas coloniales hacían una distinción entre impuestos externos, que siempre fueron competencia del parlamento inglés, e impuestos internos, cuya competencia había pertenecido desde el comienzo a las Asambleas coloniales y que, con la “Stamp Act”, les estaba siendo arrebatada. Se violaba así el principio consagrado en el Bill of Rights según el cual no se podían establecer impuestos sin el consentimiento del pueblo a través de sus representantes (Aparisi, 1995, p. 399). Se trataba de un acto que claramente violaba los más sagrados principios de su tradición jurídica.

Las ideas de la revolución

Tal como hemos visto, la revolución bebía de dos fuentes que la legitimaban, la tradición histórica, por un lado, y el iusnaturalismo racionalista, por el otro. Si bien parece haber una contradicción insalvable entre estos discursos ideológicos, en el caso americano ambos confluyen armónicamente y se complementan dando mayor fuerza argumentativa al movimiento revolucionario. El modo de vida de las colonias y sus fundaciones facilita esta integración entre ambas versiones discursivas. Así, que el pacto social o “covenant” haya sido un hecho histórico y real en la constitución de tales colonias daba mayor fuerza a la teoría del contrato social tomado de autores como Locke. A su vez, los americanos ya tenían garantizados estos derechos, los que vendrían a ser considerados como naturales por el iusnaturalismo racionalista, dentro de la tradición jurídica inglesa, de modo que tales derechos no eran un mero programa o ideal político, ni mucho menos una mera elucubración intelectual, sino una realidad interiorizada socialmente y de la cual se sentían orgullosos.

Por otro lado, a pesar de la clara sintonía con las teorías de la resistencia tratadas en el capítulo anterior, se podría decir que el ideario revolucionario americano señala los límites del poder político con otro cariz. El distintivo de la Revolución Americana estriba en la referencia específica de la Declaración de Independencia a unos derechos inalienables del hombre que ha recibido de su Creador. De este modo, el orden natural consiste en unos derechos naturales específicos que el gobierno tiene el deber de asegurar. Al atentar contra esta finalidad, el gobernante pierde la legitimidad de su poder, el cual retorna al pueblo para que pueda instituir un nuevo gobierno que asegure los derechos naturales de los ciudadanos. Reitera la doctrina del doble pacto ya establecida en la “Vindiciae contra tyrannos” [5] , pero introduciendo el elemento de los derechos naturales, para cuya salvaguarda se instituye el gobierno. En este punto es clara la influencia de John Locke en el pensamiento revolucionario americano.

La desobediencia civil

Henry Thoreau, el creador del término de la desobediencia civil, se refiere a esta forma de resistencia como la respuesta individual del ciudadano que se niega a prestarle obediencia y reconocimiento a una autoridad manifiestamente injusta. Para Thoreau, la desobediencia se constituye en un deber ético-político (Mora, 2009) del ciudadano frente al gobierno “cuando su tiranía o su ineficacia sean desmesurados e insoportables” (Mora, 2009, p. 253). El maestro de Concord es coherente con la tradición del derecho de resistencia, concibiéndola como un derecho y un deber que surge frente a la tiranía del gobernante. En todo caso, se puede advertir que la diferencia con la tradición radica en el sujeto titular del ius resistendi, no siendo ya “el pueblo” en abstracto quien tiene el derecho de deponer al tirano, sino que es cada individuo quien tiene el deber de oponerse a las leyes y autoridades extremadamente injustas.

Asimismo, resalta implícitamente la función del gobierno de asegurar los derechos naturales a los que hacía referencia la Declaración de Independencia americana, cuando afirma que el gobierno americano había perdido su legitimidad al haber hecho “dejación de su deber de salvaguardar el buen trato y dignidad de los ciudadanos negros” (Mora, 2009, p. 254). En este punto, frente a la tendencia anarquizante de su pensamiento, Thoreau propone la desobediencia civil como una ocasión para ejercer un verdadero patriotismo que salve el espíritu y el verdadero carácter de la nación (Mora, 2009). Frente al falso patriotismo, que propugna la expansión imperialista a cualquier costo, Thoreau afirma que antes se deben obedecer los principios de humanidad (Mora, 2009), puesto que el dictamen de la conciencia recta siempre será acorde a las leyes de un gobierno justo (Mora, 2009).

Llama la atención el ataque que dirige contra la “intangibilidad” de la Constitución Americana (Mora, 2009, p. 201). La crítica se dirige, en el fondo, contra una interpretación puramente positivista del Derecho por parte de la Corte Suprema, que impida la integración de la norma fundamental con aquellos “principios de la humanidad”, propios del “espíritu de nuestras instituciones”. Thoreau advierte claramente el peligro que representa el positivismo ideológico, que, al identificar la validez formal de la norma con la justicia, niega la existencia de un Derecho injusto y plantea la obediencia como un deber absoluto (Aparisi, 2008). Frente a una concepción positivista del Derecho, Thoreau sostiene la existencia de un Derecho impreso por Dios, “y no Jefferson o Adams”, en el corazón del hombre (Mora, 2009, p. 215). En definitiva, su apelación a unas “higher laws” hace referencia a un Derecho Natural “superior a la Constitución y a la decisión de la mayoría” (Mora, 2009, p. 310), que implica un límite, no sólo al ejercicio del poder por el gobernante, sino también a la democracia como régimen político.

A diferencia de la tradición que sólo admitía la resistencia del particular de modo muy restrictivo, Thoreau justifica la actuación del particular frente a la ley injusta, dando primacía a la conciencia individual sobre las leyes humanas, que son producto de la convención entre los hombres (Mora, 2009). A pesar de ello, reconoce que hay un peligro en dejar la obediencia de las leyes al criterio de cada ciudadano individual, y, por ello, establece una distinción entre las clases de injusticia del gobierno. Por un lado, sostiene que hay injusticias que deben tolerarse a fin de no incurrir en un mal aún mayor, mientras que por otro afirma que, si la injusticia es de tal naturaleza que nos obliga a transformarnos en “agentes” de ella misma, entonces la única acción moralmente buena consiste en trasgredir la norma (Mora, 2009, p. 261).

La misma posición es la que defenderá el Papa Juan XXIII en su encíclica “Pacem in Terris” cuando afirma que “la autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios”, de modo que, si las leyes entran en contradicción contra dicho orden, no tienen la fuerza para obligar en conciencia, sino que la autoridad degenera en abuso y la “ley” inicua pierde su carácter de ley, siendo únicamente violencia (Aparisi, 2008, p. 362).

Thoreau deja entrever la radicalidad de su pensamiento político-moral al calificar como “otro tipo de esclavitud” aquella donde el hombre “permite que se lo convierta en una cosa o instrumento, y rinde los derechos inalienables de la razón y de la conciencia” (Mora, 2009, p. 206). De aquí que se plantee “¿Cuál es el valor de una libertad política sino hacer posible la libertad moral?” (Mora, 2009, p. 198). Por ello exhorta, frente a quienes aquietan su conciencia con el cumplimiento formal de las leyes civiles (Mora, 2009, p. 209), a llevar a cabo una revolución moral con la intención de producir un cambio social y político (Mora, 2009, p. 255) a través de lo que llamamos desobediencia civil. Precisamente dicha intención política distingue la desobediencia civil de la objeción de conciencia, de modo que esta última, al no pretender la modificación de ninguna norma, se caracteriza por la ausencia de una finalidad política (Aparisi, 2008, p. 392). La finalidad política que informa a la desobediencia civil la erige como substituto de la revolución violenta. La desobediencia no es otra cosa que “la respuesta de un miembro de una sociedad política a sus exigencias y actividades” (Mora, 2009, p. 255), y su método se caracterizará por ser, ante todo, pacífico. La desobediencia civil propuesta por Thoreau consiste en una serie de medidas concretas, que se refieren especialmente al impago de impuestos y la negativa a prestar apoyo moral o lealtad a la autoridad injusta. A través de estas conductas omisivas [6], el individuo se desvincula de la injusticia ejercida por la autoridad, a la vez que dificulta su realización por parte del Estado.

Por otro lado, se puede encontrar la influencia de Thoreau en el concepto de Satyagraha, que se traduce en algo como la “fuerza de la verdad”, elaborado por Gandhi, como una versión propia de la desobediencia civil (Mora, 2009, p. 288). Su peculiaridad reside en el concepto de ahimsa, la no-violencia como un elemento esencial en sus campañas de desobediencia civil, a tal punto que Gandhi decidió suspender estas campañas cuando comprobó que el pueblo indio no estaba preparado para evitar la violencia. El líder indio comprendió que el desarrollo pacífico del movimiento de resistencia no sólo contribuía al éxito de las campañas, sino que, además, consistía en una condición indispensable de la legitimidad moral del movimiento. Mientras lograra conservar el desarrollo pacífico del movimiento frente a la brutalidad de las fuerzas represoras, estaría probando que la racionalidad y la justicia asistían a su causa.

Los principios que informan el concepto gandhiano de desobediencia civil serían: que la Satyagraha es siempre superior a la resistencia armada, que nunca podría emplearse para una causa injusta, que consiste en un proceso formativo de la opinión pública, que no se debe tener odio por el oponente y que su raíz radica en la oración. En estas últimas dos características de la vertiente gandhiana de la desobediencia civil podemos reconocer el elemento espiritual que la especifica respecto al concepto de Thoreau. Al añadir el elemento de la oración a la fórmula de la resistencia [7], le confiere un cierto carácter espiritual al movimiento de la desobediencia.

Como ejemplos históricos donde Gandhi llevó a la práctica su concepto de desobediencia civil se encuentran la desobediencia a las Rowlatt Bills en 1919 y la violación de la ley del impuesto sobre la sal (Mora, 2009, p. 282). Ante las leyes de Rowlatt, que restringían las libertades civiles en las colonias, se llevaron a cabo medidas como la suspensión total de la actividad económica, acompañada de ayuno y oración. Asimismo, se vendían extractos de la obra “Civil Disobedience” de Thoreau en las calles de Bombay desafiando la censura impuesta por dichas leyes (Mora, 2009, p. 287). En cuanto al impuesto de la sal, Gandhi organizó una marcha de veinticuatro días a pie para recoger directamente sal del mar desafiando dicho impuesto. La marcha, aunque duramente reprimida, tuvo un efecto importante en la lucha por la independencia.

Otra figura histórica fuertemente influida por el pensamiento de Thoreau es el pastor Martin Luther King, Jr. Tal rastro se encuentra claramente cuando afirma que “Quien acepta pasivamente el mal es tan responsable como el que lo comete. Quien ve el mal y no protesta, ayuda a hacer el mal” (Mora, 2009, p. 301). Con ello alude al deber moral de no-cooperar con el mal, y que el mismo incluye estar dispuesto a sufrir la violencia sobre sí mismo por denunciar el mal. Luego de haber sido detenido después de una protesta, King sostiene en la “Carta desde la cárcel de Birmingham” que quien infringe una ley que su conciencia considera injusta y acepta la pena, hace gala de un respeto superior por el Derecho.

La objeción de conciencia

A diferencia de la desobediencia civil, que se dirige a la consecución de un cambio social y político, la objeción de conciencia sólo tiene como finalidad salvaguardar la integridad de la propia conciencia. Asimismo, ambas figuras se diferencian por su relación ante la ley. Mientras que la objeción de conciencia es reconocida por el Ordenamiento jurídico, la desobediencia civil implica el quebrantamiento del orden legalmente establecido. En cuanto a sus semejanzas, tanto la objeción de conciencia como la desobediencia civil se enmarcan en una situación de conflicto entre un deber moral y una “obligación” impuesta legalmente. A este respecto, utilizaremos la caracterización de la objeción de conciencia que realiza la profesora Ángela Aparisi Miralles (Aparisi, 2008, p. 387), donde destacan las siguientes notas:

-     Presupone una obligación legal de obrar en determinado sentido, ante la cual se plantea la objeción.

-     El comportamiento del objetor es de carácter omisivo.

-     Se apoya en motivos religiosos o morales.

-     No pretende modificar norma alguna.

-     Es un mecanismo de resolución, por la vía de excepción, de conflictos entre mayorías y minorías.

Si nos remontamos a la historia de esta institución, mucho antes de la instauración del paradigma liberal moderno, podemos encontrar en el cristianismo un claro antecedente, cuyos primeros practicantes se rehusaban a prestar el servicio militar y el culto al emperador. En ello vemos que el origen de la objeción de conciencia va unido al ámbito castrense y con motivos religiosos. A pesar de no haberse formalizado todavía la objeción de conciencia como institución jurídica, representa un claro avance en su desarrollo por la introducción de la noción de dignidad humana, además de la concepción de la voluntad divina y la ley natural como límite a la voluntad de los gobernantes. La postura cristiana frente a las leyes injustas se puede encontrar claramente expuesta en el Tratado de la Ley de Santo Tomás de Aquino [8].

Sobre el deber moral de objetar conciencia, se podría decir que surge, al igual que en el caso de la desobediencia civil, ante la obligación impuesta por una ley gravemente injusta (Juan Pablo II, “Evangelium Vitae”, p. 75). Ahora bien, cuando hablamos de una ley gravemente injusta no hablamos propiamente de ley, sino de una semejanza de ley. Esta es la postura que asumen autores como Tomás de Aquino [9] (Aquino, 1975) o Gustav Radbruch (Aparisi, 2008), quienes afirman que una ley que se aparta gravemente de la razón y la justicia sólo tiene carácter de violencia, no de deber jurídico. De fondo, ambos autores aluden al elemento principal de la ley, la razón, que es aquello que origina el deber (“obliga”) de actuar en determinado sentido [10]. El mismo criterio sigue la profesora Aparisi cuando afirma que “la obligatoriedad de las normas deriva de su justificación racional” (Aparisi, 2008, p. 366). De todas formas, no debe perderse de vista que en un Estado de Derecho debe presumirse que la mayoría de sus leyes y disposiciones están justificadas, en la medida que fueron decididas por una mayoría parlamentaria, luego de un debate donde los representantes del pueblo deliberan sobre ellas (Aparisi, 2008). Ahora bien, como afirma la profesora Aparisi, se trata de una presunción revocable a la luz un razonamiento práctico sobre la justicia de tales leyes.

Entendida como instituto jurídico, la objeción de conciencia consiste en “Una excepcional exención a un deber”, tal como la define el Tribunal Constitucional español en su Sentencia 15/1982, de 23 de abril. Exención que, en el caso de España (además de la específica objeción de conciencia del artículo 30.2), se basa en la libertad de conciencia, la cual consiste en una concreción de la libertad ideológica consagrada en el artículo 16 de la Constitución. Dicha sentencia afirma que “la objeción de conciencia constituye una especificación de la libertad de conciencia, la cual supone no sólo el derecho a formar libremente la propia conciencia sino también a obrar de modo conforme a los imperativos de la misma”.

Más allá de las cuestiones jurídicas más técnicas, lo profundo del significado de la objeción de conciencia está en su relación con el régimen democrático. A este respecto, podemos seguir el criterio de Rafael de Asís cuando afirma que una democracia madura se caracteriza por admitir “formas de disenso”, fundadas en el valor de la conciencia individual (Aparisi, 2008, p. 405). Asimismo, Passerín d´Entrevés afirma que una sociedad basada en el consenso y no en la fuerza, no teme al disenso, antes bien “admite e incluso promueve amplias zonas de independencia, múltiples zonas de autonomía en su seno, con la seguridad de poder contar con la lealtad de sus miembros en las cosas esenciales” (Aparisi, 2008, p. 405). De esta forma, afirma el pensador italiano que la resistencia admitida en el interior del Estado se convierte en signo de fuerza, no de debilidad. A través del reconocimiento de la objeción de conciencia, el Estado democrático articula los inevitables conflictos entre mayorías y minorías a modo de una válvula de escape que libera tensiones al eximir de un deber general a las minorías por motivos de conciencia. A la vez, el reconocimiento de la objeción de conciencia por parte del mismo Estado hace innecesario –y, por tanto, injustificado– recurrir al quebrantamiento de la ley que supone la desobediencia civil. En este sentido, me parece notorio como la aceptación del disenso –es decir, el reconocimiento del derecho de resistencia pasiva bajo la forma de objeción de conciencia– por parte del Estado logra fortalecer, no sólo su estabilidad, sino también su legitimidad político-moral.

Es comúnmente aceptado que el respeto a la libertad es una exigencia fundamental de la justicia, de manera que la sociedad será más justa en la medida que amplíe las posibilidades de ejercicio de dicha libertad (Aparisi, 2008, p. 408). Al respecto comenta el filósofo del derecho, Joseph Raz, que “un Estado es liberal únicamente si contiene leyes al efecto de que ningún hombre sea responsable de infringir un deber cuando la infracción es cometida porque piensa que es moralmente malo para él obedecer el Derecho sobre la base de que éste es moralmente malo, totalmente o en parte” (Raz, 2009, p. 276). De este modo, la objeción de conciencia consiste, en definitiva, en una institución propia de una sociedad abierta, en la que confluyen diversas visiones éticas, culturales y religiosas, en donde la tolerancia y el respeto a diferentes cosmovisiones son valores esenciales para una convivencia pacífica y armoniosa.

 

Conclusiones

Dentro de las inevitables limitaciones que se encuentran al aproximarse a un tema tan amplio y debatido a lo largo de la historia, este trabajo procura recoger sólo algunas luces en el pensamiento de las figuras históricas más relevantes en el desarrollo de una doctrina de la resistencia. En él se nos presenta el ius resistendi como un derecho que surge “fuera” del propio sistema jurídico, como una exigencia de Justicia frente a un orden político o legal. En el fondo, el derecho de resistencia sólo se comprende por remisión a la clásica distinción entre “lo justo natural” y “lo justo legal”. El contexto en el que nace el derecho de resistencia es siempre uno de colisión, de conflicto, en el que ambos órdenes, el de la justicia natural y el de la legalidad, no están debidamente ajustados.

Tales conflictos nos son de sobra conocidos. Sófocles logra representar a la perfección el conflicto en su tragedia “Antígona”, donde la protagonista decide seguir los dictados de su conciencia y atender a las leyes no escritas de los dioses, sufriendo por ello las consecuencias de desobedecer abiertamente la legalidad vigente. Se nos presenta un escenario donde la Diké se encuentra en clara oposición a las normas humanas. Sin embargo, hay ocasiones donde no resulta tan claro que violar leyes u órdenes injustas no atente igualmente contra la justicia. Platón, en su diálogo “Critón”, nos presenta un Sócrates que conversa con las Leyes, quienes le muestran la importancia de acatar los veredictos, aunque fueren injustos. Se trata de una frontera –la que divide el deber general de obedecer a las leyes y gobernantes, del deber de desobedecer aquellas normas y autoridades que, por ser gravemente injustas, deben ser desobedecidas– nada fácil de delimitar. Ha de ser la prudencia la que, en cada caso, dicte si debe obedecerse o desobedecerse a una norma u autoridad.

Acerca de la estructura del derecho de resistencia, me parece clave hacer una primera distinción entre sus manifestaciones pasiva –desobediencia civil y objeción de conciencia– y activa –insurrección armada y tiranicidio–. A la vez, se puede establecer una gradación entre dichas manifestaciones. En este trabajo se trataron dichas manifestaciones, no sólo en el orden cronológico en el que los autores han desarrollado sus teorías, sino también en el orden de mayor a menor intensidad en la que se manifiesta el derecho de resistencia. Dicha elección en el orden de exposición se debe a que se entiende mejor el derecho de resistencia en su manifestación más propia, en su faceta como rebelión violenta, puesto que es ahí donde se refleja con mayor claridad el principio de que el derecho de resistencia es, por esencia, externo al orden político y legal vigente.

En el capítulo referente al tiranicidio, Juan de Mariana distingue aquellas ocasiones donde todavía son posibles las reuniones de aquellas situaciones donde éstas ya ni siquiera pueden llevarse a cabo. En el primer caso, la actuación del pueblo es todavía institucional y se realiza al amparo de las competencias que corresponden a las Cortes “dentro” del sistema políticojurídico. La tiranía todavía no ha alcanzado el extremo de impedir toda asociación entre los ciudadanos, lo que permite actuar de manera ordenada y, por este motivo, obliga a actuar de la forma menos lesiva posible, primero amonestando al tirano y, sólo en último término, pudiendo quitarle la vida. En cambio, en aquellas situaciones donde la tiranía llega al extremo de no permitir la actuación de ningún otro organismo público, como era el caso de las Cortes y los nobles, Mariana sostiene que es legítima la actuación del particular que da muerte al tirano. Se trata de aquel punto donde ya no es posible detener la tiranía “desde dentro” del mismo sistema político o jurídico, siendo imposible revertir la situación o reformar el sistema, por lo que se hace necesaria una acción que podríamos llamar “extrajurídica”. Una actuación que viola la legalidad vigente, pero que goza de la legitimidad de un orden superior, el de lo justo natural. En tal actuación, legitimada por un orden “supra-legal”, se puede observar el carácter sagrado de la resistencia, tal como lo sostuvieron Séneca y Cicerón [11].

Con respecto a la distinción entre las manifestaciones pasivas y activas de la resistencia, se puede observar que las primeras se dirigen contra leyes, normas u órdenes, en definitiva, contra “actos” injustos; mientras que la resistencia activa se dirige contra el régimen o el gobernante o, más propiamente, el “tirano”, es decir, el “sujeto” que lleva a cabo la injusticia. La diferencia cobra importancia a la luz de la escala como se manifiesta el derecho de resistencia, ya que, por ejemplo, sería excesivo e injusto el tiranicidio como respuesta ante una ley injusta. Así, mientras que el presupuesto de la desobediencia civil y de la objeción de conciencia es una norma que exige realizar un comportamiento injusto, y, ante la cual, la resistencia se manifiesta como “desobediencia” (la omisión del comportamiento exigido); el presupuesto de la rebelión y el tiranicidio es la sujeción del pueblo a una tiranía insoportable, frente a la cual la resistencia se manifiesta como “violencia” (la “guerra justa” a la que hacen referencia los autores tratados).

En cuanto a la gradación, vemos que la objeción de conciencia, la manifestación menos intensa de la resistencia, tiene lugar dentro del orden legal, en tanto que es reconocida por el Estado. Por el mismo motivo, el Estado se asegura una mayor estabilidad al permitir el derecho al disenso, aplacando ánimos que podrían terminar en una revuelta. Por el contrario, donde no se admite el derecho a la objeción de conciencia se abre, indefectiblemente, un espacio para que se genere una posible desobediencia civil. Ésta última se desarrolla siempre de manera ilegal y alberga la finalidad política de provocar un cambio en el sistema político-legal, a modo de “substituto de la revolución violenta” (Mora, 2009, p. 256). A pesar de su posición intermedia, la desobediencia civil se distingue de la rebelión por su carácter intrínsecamente pacífico. Por último, cuando el régimen que gobierna alcanza una tiranía insoportable, el derecho de resistencia se hace presente de un modo mucho más radical, legitimando la actuación violenta contra el régimen, llegando incluso al extremo del tiranicidio.

 

Notas

[1] Secretario del arzobispo de Canterbury, Tomás Becket, quien mantuvo fuertes disputas con el rey de Inglaterra, Enrique II.

[2] Los optimates (del latín optimātes, 'los hombres excelentes') constituyeron la facción aristocrática de la República romana tardía

[3] “la tiranía es una autoridad ejercida contra las leyes”.

[4] Tal es el caso del rey francés Enrique III, que da muerte a los hermanos Guisa.

[5] Vid. página 9.

[6] Concepto de “no-cooperación activa”.

[7] “Frecuentemente acompañó sus campañas de desobediencia civil y sus protestas con ayuno –auténticas huelgas de hambre– y oración.” (Mora, 2009, p. 283

[8] Suma Teológica, cuestión 96, artículo 4.

[9] Suma Teológica, Cuestión 93 artículo 3, Cuestión 95 artículo 2.

[10] Sobre si la ley pertenece a la razón, Tomás de Aquino responde (cuestión 90, artículo 1):

“La ley es una cierta regla y medida de los actos en cuanto alguien se mueve por ella a actuar, o por ella se abstiene de una acción; pues la ley viene de “ligar”, porque obliga a actuar. Mas la regla y medida de los actos humanos es la razón, que es el primer principio de los actos humanos, como es evidente de lo antes dicho.” (Aquino, 1975, p. 3)

[11] Vid. página 6.

 

Referencias

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