1. Introducción
La violencia por razones de género tuvo un alto nivel de naturalización social a lo largo de la historia; ello permitió que este flagelo fuera negado y ocultado detrás de un manto de silencio, sobre todo si las víctimas pertenecían a grupos alterizados (Crenshaw, 1991; Segato, 2003). En el ámbito doméstico, el silenciamiento se apoyaba en el mito que lo consideraba como un asunto íntimo de la esfera familiar y conyugal (Grimson y Faur, 2016), totalmente ajeno e inalcanzable para las acciones del Estado.
El reconocimiento de la violencia de género como problema público fue un proceso complejo y dinámico, construido por actores que interactuaron en distintos escenarios, intercambiando y confrontando discursos sustentados en marcos representacionales e interpretativos variados (Araujo, Guzmán y Mauro, 2000). Esta mirada fue disputando los regímenes de (in) visibilidad hegemónicos (Reguillo, 2007) fuertemente atravesados por una mirada androcéntrica y patriarcal, mediante la constitución de las mujeres y el colectivo LGBTIQ+ como sujetos sociales activos en distintos contextos políticos, con la difusión de nuevos discursos y propuestas sobre las identidades y las relaciones de género (Araujo, Guzmán y Mauro, 2000).
Hacia fines del siglo XX, la violencia de género empezó paulatinamente a incorporarse a la agenda institucional de los poderes estatales -según las características y oportunidades ofrecidas por el sistema político-. Tal situación dio lugar a la creación de programas de prevención, servicios públicos de atención a las víctimas, registros de estadísticas oficiales y la promulgación leyes cada vez más específicas (Araujo, Guzmán y Mauro, 2000).
El presente artículo analiza los procesos de cambio en las representaciones de las legislaciones más destacables que se fueron llevando adelante para frenar la violencia de género en la provincia de Salta, Argentina. Se entiende que las legislaciones son paradigmas o esquemas dinámicos de percepción social e inteligibilidad que vehiculizan determinadas representaciones en contextos sociohistóricos específicos que se adaptan, disputan o transforman los marcos interpretativos hegemónicos existentes (Surel, 2008).
Este abordaje resulta un aporte significativo al campo de las Ciencias Sociales en general, y a la intersección de los estudios de las políticas públicas, de la comunicación social y los estudios de género, ya que brinda insumos para pensar la institucionalidad de género (1) (Guzmán y Montaño, 2012) en las provincias de los márgenes de Argentina, como lo es Salta.
2. Consideraciones teórico-metodológicas
El trabajo se desarrolla desde la lógica cualitativa de corte interpretativo o hermenéutica y se basa en el Estudio de Casos; estos centran su atención en la comprensión de las dinámicas que se presentan dentro de escenarios particulares, complejos y singulares (Eisenhardt, 1989). El caso seleccionado se ancla en la provincia de Salta e intenta trazar ciertos cambios o transformaciones representacionales en las legislaciones para el abordaje de la violencia de género. Este estudio se posiciona dentro del campo de la comunicación-cultura, privilegiando los aportes latinoamericanos (Martín-Barbero, 2002; Reguillo, 2007) desde donde dialoga con el campo de las ciencias políticas, particularmente con la línea del institucionalismo discursivo (Schmidt, 2008) en tanto insumo para pensar a las instituciones como marcos en el que los actores despliegan una interacción simbólica en la vida política reproduciendo principios, valores, creencias y paradigmas mediante el discurso. Asimismo, los estudios de género (Butler, 1990; Segato, 2003) resultan claves para formular una perspectiva de análisis más precisa atenta a las desigualdades y violencias que afectan a las identidades femeninas, diversidades y disidencias en tanto grupos subalternos (Lagarde, 1996). Desde este marco, se analizan tres leyes paradigmáticas de la Provincia de Salta: Ley Provincial de Violencia Intrafamiliar 7403 (sancionada en el año 2006), el Decreto/ley de Emergencia Pública por violencia de género en Salta 7857 (sancionado en el año 2014) y la adhesión provincial a la Ley Micaela 27.499 (en el año 2019).
Dicho análisis tiene como principal herramienta el análisis del discurso. La noción de discurso y, por consiguiente del análisis, consideran la generación de significados -la semiosis- de signos de diversa naturaleza, como factores que participan y tienen injerencia en la construcción de la realidad social. La valoración epistémica del lenguaje y la importancia teórico-metodológica que han adquirido los estudios del discurso, en el marco de lo que se conoce como el “giro lingüístico”, lo ha consolidado como una útil y recurrida herramienta de análisis en la investigación social.
Existen diversas corrientes de análisis de los discursos, abordadas desde diversas disciplinas. La metodología de este trabajo se centrará en el análisis desde una perspectiva socio-semiótica y lingüística (Verón, 1987; Charaudeau, 2003); consideramos que este modelo aporta herramientas conceptuales y analíticas aptas para operar en el plano de la enunciación, teniendo en cuenta necesariamente las condiciones de producción, circulación y reconocimiento de los discursos.
Asimismo, el análisis del discurso desde la socio-semiótica y lingüística es el más acorde para identificar, describir y comprender el funcionamiento de las “representaciones sociales”, entendidas como ciertas imágenes de mundo que remiten a sistemas de valores, a ciertos modelos de naturaleza ideológica y a una historicidad que persiste en la memoria de la cultura (Cebrelli y Arancibia, 2005). Las teorías del discurso posibilitan, además, analizar dichas representaciones en el marco del discurso jurídico (Ribeiro, 2013) y sus relaciones y tensiones con las que circulan en el discurso social de cada instancia de producción (Angenot, 2010). Es decir, permite abordar las estrategias argumentativas (Marafioti y Bonnin, 2018), considerando sus variables en las diferentes conyunturas presentes en el periodo de sanción de las leyes seleccionadas.
2.1 Características de Salta: la violencia como problemática urgente
La provincia de Salta está ubicada al extremo norte de la región histórico- geográfica del Noroeste de la República Argentina; tiene características de frontera geopolítica (al limitar con Chile, Bolivia y Paraguay) y geocultural donde co-habitan diversas identidades, nacionalidades y etnias (Álvarez Leguizamón, 2010).
Los atravesamientos o cruces de fronteras territoriales nacionales, bajo la forma de movimientos migratorios o de circulación cotidiana de personas, y las fronteras simbólicas-identitarias (de género, de clase, étnico/raciales, etc.) se caracterizan por la contingencia, porosidad y cruces de dinámicas interculturales que configuran un umbral tensivo y conflictivo (Cebrelli, 2017b) que estructuran diferencias y desigualdades que se traducen en hechos de violencia, particularmente contra las mujeres, diversidades y disidencias (Caggiano, 2007).
La organización de la sociedad, sostenida en el dominio terrateniente, construye un imaginario de “salteñidad” asociado a un tipo de masculinidad racista, misógina, heteronormativa y conservadora de corte “blanco y europeo” o “acriollado”(2), que coloca en situación de subalternidad a “lo femenino, disidente, de color y originario o afro” (Cebrelli, 2017bb: 4).
Esto se constata en el Informe del Sistema Nacional de Información Criminal del Ministerio de Seguridad de la Nación (2020); durante 2019, se registraron 446 casos de violaciones en dicha provincia superando ampliamente la media nacional, con una cifra en ascenso respecto a los años anteriores. Por su parte, en 2020, ocurrieron 295 femicidios en Argentina, según el Observatorio de Femicidios de la Defensoría del Pueblo de la Nación, advirtiendo un aumento de casos en relación a 2019. Un número considerable de estos casos ocurrió en la provincia de Salta, posicionándose a nivel nacional como una de las jurisdicciones con la mayor tasa de femicidios por cada 100 mil habitantes.
2.2 Una mirada comunicacional de las leyes
El análisis de las tres leyes seleccionadas, sancionadas en diferentes contextos sociohistóricos, implica comprender a las legislaciones desde diferentes perspectivas. Aquí se entiende como ley a una norma jurídica, elaborada y aprobada por el poder legislativo y ejecutivo del Estado, de carácter general e impersonal; se expone de forma abstracta y aplicable como un mandato para ser cumplido por la ciudadanía. Por su parte, el decreto y el reglamento descienden a expresar particularidades o detalles de la ley (Alcaraz y Hugues, 2002; Bottiglieri, 2020).
Dependiendo de la función comunicativa y las intenciones del emisor, la ley se considera, dentro de los géneros jurídicos, como parte del género legislativo, ya que tiene principalmente una función regulativa que impone obligaciones u otorga derechos. De acuerdo con la categorización de Tiersman (1999), que distingue a los géneros jurídicos entre operativos y expositivos, la ley se ubica entre los primeros, ya que se trata de documentos que crean o modifican relaciones jurídicas empleando un lenguaje formal y una estructura rígida (Bottiglieri, 2020).
Desde una mirada anclada en el campo de la comunicación, las leyes cuentan con la legitimidad jurídica, marcada por la obligatoriedad, para incidir en las representaciones que circulan en la sociedad acerca de determinados hechos. En cada momento sociohistórico, las leyes responden a los marcos interpretativos y representacionales que tiene el Estado respecto a una determinada problemática, los cuales condicionan los diferentes niveles de intervención pública que se establecen, ya sea nacional, provincial o municipal (Graglia, 2004; Oszlak y O’Donnell, 1995).
En este sentido, las legislaciones pueden pensarse como haceres comunicacionales necesariamente polémicos y conflictivos en las instancias de su formulación; están en constante disputa por las formas y las estrategias de representación, de construir sentidos y saberes (Cebrelli, 2017a). Este es un rasgo imprescindible a considerar, si se quiere entender las fuerzas transformadoras que se producen en las instituciones estatales y en los discursos sociales.
A raíz de la crítica a una visión universalista de ciertas problemáticas, a lo largo de los años, ha ido ganando espacios la institucionalidad de género (Guzmán y Montaño, 2012), como una herramienta fundamental para impulsar las transformaciones en las legislaciones y las políticas públicas hacia el reconocimiento y la garantía sustantiva de mayores derechos específicos para las mujeres, diversidades y disidencias.
Las leyes para el abordaje de la violencia de género se sustentan en la convicción del papel activo que debe desempeñar el Estado en la construcción de sociedades igualitarias (Benavente y Valdez, 2014) y en la garantía de una vida libre de violencias mediante la distinción y el abordaje de problemáticas que afectan de manera específica y de diferente manera a determinados grupos o identidades.
2.3 La articulación entre representaciones, género y Estado
El concepto de representaciones sociales es entendido, desde los textos de Alejandra Cebrelli y Víctor Arancibia (2005), como ciertas imágenes de mundo, es decir, mecanismos traductores que tienen la capacidad y facilidad para archivar y hacer circular con fluidez conceptos complejos, que remiten a sistemas de valores y a ciertos modelos de mundo de naturaleza ideológica. Las representaciones constituyen un complejo haz de elementos significantes organizados tanto en el eje sintagmático (de allí, su organización sintáctica) como paradigmático (de allí, su funcionamiento semántico) que propone un modo de ser referidos (una retórica) y posee varios efectos perlocutivos posibles que modelizan las prácticas al mismo tiempo que son modelizados por ellas (Cebrelli y Arancibia, 2005). Las mismas poseen necesariamente un espesor temporal que las fue configurando, es decir, una historicidad en la memoria de la cultura que resuenan en ellas y que persisten en cada imaginario local (Cebrelli y Arancibia, 2005).
El concepto “género” está estrechamente relacionado con el concepto de representaciones debido a que es entendido como una construcción social que produce sentidos sobre la sexualidad mediante la performatividad (Butler, 1990). Como toda representación, el sistema sexo-genérico conlleva una relación respecto al poder, ya que funciona como ordenador de las relaciones y jerarquías sociales entre las personas, delimitando las características que deben poseer las mujeres y varones mediante roles, creencias, valores, costumbres, normas, deberes y prohibiciones sociales para cada grupo, “que aseguran mayores posibilidades de desarrollo a algunos sujetos de género frente a otros” (Lagarde, 1996: 26).
El análisis de las representaciones de la violencia de género en las legislaciones de Salta resulta significativa porque el Estado cumple un rol fundamental “en la reproducción de la estructura del espacio social y de las relaciones sociales” (Bourdieu, 1996: 131) que incluyen o excluyen ciertas identidades del estatus de ciudadanía dentro de un modelo de democracia legal (Held, 1987) que considera a los individuos como libres e iguales pero reproduce altos grados de exclusión y brechas sociales, culturales y de género que impiden la garantía de una democracia sustantiva que provea mecanismos para la representación y el reconocimiento efectivo de las distintas voces y perspectivas de grupos subalternos (Mouffe, 1992).
3. Modernidad, agencia feminista e institucionalidad de género
Las relaciones de género, dentro de la estructura moderna, se organizaron mediante una distribución desigual del poder a partir de la jerarquización sexual binaria. La subordinación femenina y la violencia de género son aspectos que caracterizaron a la estructura social patriarcal y a los procesos modernizadores a lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX, abarcando varias dimensiones de la vida social: el orden normativo, los significados, los símbolos, el orden institucional, la identidad y la subjetividad (Wagner, 1997).
La separación de los espacios públicos y privados organizaron la división sexual del trabajo de manera tal que las mujeres fueron recluidas dentro del ámbito doméstico mediante la realización de las tareas reproductivas y de cuidado (Barrancos, 2014), obligadas, con el aval de las legislaciones de la época (3), a ser tuteladas por figuras masculinas. Esto estableció grandes limitaciones para ejercer sus derechos y libertades individuales. En efecto, sus experiencias y problemas no fueron considerados materia de decisiones colectivas (Araujo, Guzmán y Mauro, 2000) y los actos de violencia de género se convirtieron en hechos normalizados dentro del sistema social.
No obstante, la modernidad implicó la interacción cruzada de procesos de dominación y de resistencia proporcionando a las mujeres los ideales de la libertad y la igualdad como ideario de sus luchas (Barrancos, 2014). En Argentina y otras latitudes, las luchas feministas se hicieron notables en la esfera pública desde finales del siglo XIX, alcanzando gradualmente importantes transformaciones en materia de derechos ciudadanos y en el orden social (Guzmán y Bonan, 2006).
Hacia la segunda mitad del siglo XX, una vez finalizada la segunda guerra mundial y con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), se fue configurando la segunda ola feminista, caracterizada por una mayor fuerza, pluralidad, y por su lema “Lo personal es político” que condensó la interpelación y los cuestionamientos a las fronteras de la dicotomía público/privado.
Con la profundización de la globalización cultural e institucional, los movimientos feministas organizados desde entonces con nuevos discursos, en estrechas redes trasnacionales, coordinación y comunicación con otros actores (Fraser, 1999) aceleraron los procesos de institucionalización de la agenda de género dentro del Estado y a nivel global. En este sentido, la aprobación de marcos jurídicos internacionales sobre la igualdad de género, como la CEDAW, y la suscripción a las plataformas o programas de acción aprobados en las conferencias mundiales dotaron de legitimidad a sus planteos (Guzmán y Bonan, 2006).
En Argentina, este proceso se fue desarrollando con el regreso de la democracia (4) y con el inicio al primer Encuentro Nacional de Mujeres organizado en el año 1986 (Barrancos, 2014) que, desde entonces, se realizó año a año de manera consecutiva y con una creciente participación. De este modo, la capacidad de agencia de los movimientos feministas en la construcción de nuevos problemas públicos ha sido fundamental para la formulación de políticas públicas de género (Araujo, Guzmán y Mauro, 2000).
4. Primera ley provincial contra la violencia: protección de la familia tradicional
El inicio de la modernidad estableció la esfera privada como un espacio al margen de toda intrusión estatal. La agencia de los feminismos desafiaron los marcos hegemónicos sobre la organización social y productiva en torno a la división entre lo privado y lo público e instalaron un nuevo paradigma que evidenció las relaciones de dominación en dichos espacios hasta entonces naturalizadas; además, permitieron el ingreso de la “violencia doméstica” como problemática pública dentro de las agendas políticas, de las propuestas de gestión estatal y las legislaciones (Guzmán y Montaño, 2012).
En la provincia de Salta, este proceso se fue desarrollando gradualmente. La primera legislación local en fijar un procedimiento de actuación ante los casos de violencia fue la Ley 7.403 de Protección de Víctimas de Violencia Familiar, sancionada en el año 2006; surgió a partir del conmocionante femicidio de R.A. y el asesinato de sus dos hijos en el mismo suceso por parte del esposo/progenitor, el 28 de agosto de 2004 en la capital salteña. R.A., previamente a su muerte, había realizado al menos cinco denuncias policiales por golpes y amenazas de muerte, pero las mismas fueron archivadas. En consecuencia, no recibió ninguna medida de protección, resultando responsable el Estado provincial de la inacción y el abandono de las víctimas.
Las representaciones que circularon en torno a la violencia en dicha ley se construyeron en función de determinados procedimientos lingüísticos y discursivos que fueron poniendo de manifiesto los procesos de producción de sentido. Por ello, se analizaron los campos semánticos, es decir los lexemas y/o sintagmas (Courtes, 1980) cuyos significados presentan algún sema común, permitiendo dar cuenta de una cadena equivalencial de significación que fue configurando las representaciones en relación a sus condiciones de producción sociales e históricas (Verón, 1986).
Una de las operaciones discursivas más destacadas es el uso del sintagma “violencia familiar”, en torno a la que se identifican sujetos “víctimas” y sujetos “victimarios” mediante apelativos delocutivos, es decir, términos que “se utilizan para referirse al sujeto de quien se habla desde un rol o estatus social” (Marafioti, 1997: 138).
En la citada Ley 7406, las víctimas son entendidas como “toda persona que sufriere por acción, omisión o abuso, daño psíquico o físico, maltrato moral, financiero o económico notoriamente ilegítimo, sexual y/o en su libertad, aunque no configure delito (...) ya fueran menores de edad o incapaces, ancianos o discapacitados” (artículo1). Por su parte, para referirse a los sujetos victimarios, se emplea el lexema “agresor/a” en tanto puede ser “algún integrante del grupo familiar”. De este modo, se observa que los procesos de significación configuran una representación de la problemática de la violencia de manera general, sin distinguir un grupo específico de identidades que la ejercen ni que la padecen, ya sean mujeres, hombres, niños/as, adolescentes o ancianas/os. En consecuencia, la ley persigue la intervención estatal (en el sentido meramente punitivista) en el ámbito de las relaciones familiares desde un marco interpretativo universalista.
Las políticas públicas no son un mero acto administrativo que sucede al interior de un Estado, sino son portadoras de representaciones que se configuran como resultado de un proceso dinámico, de interrelación entre el Estado, la sociedad y l os procesos macrosociales (Guzmán, 2006). Por ello, cabe aclarar que las representaciones de la problemática que se construyó en la ley provincial tuvo correspondencia con la mirada de la Ley Nacional 24.417 de Protección contra la Violencia Familiar, vigente en el año 2006, pero promulgada mucho tiempo antes en el año 1994 en el contexto de un fortalecido orden jurídico de género a nivel global (5).
En ambas leyes, puede leerse una transición entre un marco de sentido y de representación de la violencia de género como conducta legitimada socialmente por la autoridad masculina, hacia otro paradigma que la considera un problema público en el contexto intrafamiliar, siendo la familia un bien a proteger. De tal modo, se aproximaron en algún punto a las concepciones de las demandas de los feminismos, representado a las mujeres (cisgéneros, heterosexuales) como grupos de extrema vulnerabilidad en la esfera doméstica que deben ser protegidas por el Estado. Sin embargo, este paradigma coexiste sin contradicciones ni cuestionamientos con ideales tradicionales de los roles de género sobre la base de la idea que esto afecta no solo a las mujeres, en tanto madres, sino también a sus hijos e hijas y otros miembros que se contemplan dentro del marco de la institución familiar tradicional.
5. Avances específicos hacia los derechos de las mujeres y políticas intersectoriales
La violencia de género, propiamente dicha, se construyó como una problemática en la agenda política de la Provincia de Salta, luego de ciertas transformaciones experimentadas por la sociedad y el Estado (Surel, 2008). En esta coyuntura, fueron emergiendo nuevos valores sociales, caracterizados por el sentido crítico de las fronteras que separan lo privado de lo público y de un gran potencial de cambio del orden social patriarcal, estrechamente imbricados con dinámicas culturales y políticas más amplias, como la difusión de ideas de igualdad de género a escala global y su propagación en los países de la región a través de los compromisos internacionales (Guzmán, 2006).
Luego de la Ley 7.403, se pudo observar que no era suficiente. En el año 2014, a través del Decreto/Ley 7857, se declaró la Emergencia Pública en Materia Social por Violencia de Género en todo el territorio de Salta. Esta medida fue una respuesta a los reclamos en las calles de agrupaciones sociales y feministas por el aumento de casos en la provincia, de los cuales el detonante fue el caso conmocionante de la maestra rural E.M., brutalmente asesinada de un disparo en la escuela albergue donde trabajaba, mientras intentaba resguardar a una joven que huía de un hombre que intentaba abusarla sexualmente.
A nivel discursivo, el Decreto/Ley 7857 define a la violencia de género como “agresiones, prácticas discriminatorias y delitos que no sólo producen daños, sufrimiento o muerte para cada mujer que la padece sino que, además, priva a la sociedad de la participación plena de las mujeres en todas las esferas de la vida social”. Aquí los sintagmas “violencia de género”, “situación crítica” y “flagelo social” se enuncian a modo de sinónimos en una cadena equivalencial de significación. En este sentido, podemos identificar la representación de la violencia de género como una problemática de urgencia, mucho más amplia y abarcativa, considerando diferentes tipos y modalidades (doméstica, institucional, laboral, contra la libertad reproductiva, obstétrica y mediática). Esta representación tiene su historicidad anclada en los marcos interpretativos de los feminismos desde fines del siglo XX y guardan correspondencia con los avances en los tratados internacionales.
Cabe destacar que la representación de la violencia de género como problemática amplia y abarcativa de diversos ámbitos de la vida social en dicho Decreto/Ley implicó la intención de transversalizar intersectorialmente dicha perspectiva entre el Ministerio de Derechos Humanos y Justicia, el Poder Judicial, el Ministerio Público, el Ministerio de Salud y el Ministerio de Educación (6), a los fines de no solo sancionar sino prevenir este flagelo. Por ello, a la par, se sancionó la Ley Provincial 7.888 (en 2015) de Protección contra la Violencia de Género, mediante la cual se establecieron los procedimientos de actuación judicial para la aplicación de la Ley Nacional 26.485 de Protección Integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia de género (7) (de 2009) (8).
De manera específica, aquí se entiende por “víctimas” como “mujeres”, ya que ambos lexemas se presentan en una cadena equivalencial de significación. Contrario a la ley de violencia familiar, se desmontan los conceptos de universalidad -que protegían a cualquier persona víctima de violencia dentro del espacio doméstico-, otorgando el reconocimiento de la singularidad que demanda el abordaje de la violencia sobre las mujeres como colectivo históricamente subalternizado. La ofensiva modernizadora desde abajo(9)(Wagner, 1997), que se gestó con el surgimiento masivo de las mujeres como sujetos políticos en el país y la región, resultó clave para los procesos de institucionalización de género en el Estado. En este sentido, las representaciones presentes en el Decreto/Ley responden al estado de ánimo colectivo, a las visiones y marcos interpretativos de la realidad social que hallaron el 3 de junio y el 25 de noviembre de 2015 el espacio para expresarse en las calles de más de veinte ciudades del país con la multitudinaria marcha bajo la consigna “Ni Una Menos”. Estas expresiones brotaron hacia el final de una década que se caracterizó por la conquista y reivindicación de numerosos derechos vinculados al género, diversidades y disidencias en Argentina(10).
6. Adhesión a la Ley Micaela: una apuesta de transformación desde el Estado
En Argentina, al hito que significó la irrupción de las masivas movilizaciones con la consigna “Ni Una Menos” hacia el año 2015 y 2016 (11) contra la violencia de género, le siguieron los Paros Internacionales de Mujeres cada 8 de marzo desde 2017 y la lucha por la aprobación del Proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en el Congreso Nacional en el año 2018 y 2020 (12). Asimismo, la intención de la transversalización de género fue acompañada con la creación del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidades a principios del año 2020.
Al calor de las luchas y la participación ciudadana, surgió la Ley Nacional 27.499 denominada “Ley Micaela de capacitación obligatoria en género para todas las personas que integran los tres poderes del Estado”, vigente desde enero de 2019. Se denomina de este modo en homenaje a Micaela G., una joven entrerriana de 21 años, militante del movimiento Ni Una Menos y del Movimiento Evita, violada y asesinada en abril de 2017. El feminicida estaba preso por dos ataques sexuales previos, pero el juez de Ejecución Penal decidió otorgarle la libertad condicional desoyendo los informes negativos del equipo técnico de profesionales del Servicio Penitenciario y revelando así el funcionamiento patriarcal del sistema judicial.
De este modo, la Ley Micaela se trata de una política afirmativa, que apuesta a la prevención y erradicación -para evitar la consecuente sanción y punición- de las desigualdades y violencias basadas en la distinción de género. A nivel discursivo, se lee el lexema “capacitación” en el sentido de que la formación y sensibilización periódica y obligatoria de todos/as los/as agentes de la vida pública es un paso para la transformación de representaciones naturalizadas, que aparecen dadas en el quehacer cotidiano, que reproducen y sostienen simbólicamente la violencia misógina y hetero-cis-sexista (13).
Esta ley fue formulada con los aportes de diversas organizaciones sociales que problematizaron el desconocimiento, la omisión o desprecio estatal, en todas sus dimensiones, a los aportes formulados por los estudios de género, los cuales brindan paradigmas teóricos para que las instituciones estatales se replanteen sus discursos y prácticas (Miguez, 2019) y desarrollen intervenciones más efectivas, rápidas, comprometidas y eficientes en favor de los derechos de las mujeres, diversidades y disidencias.
El lexema “obligatoria”, por ley, de la formación anual en perspectiva de género de funcionarios/as y empleados/as públicos, como estrategia para prevenir la violencia y transversalizar esta mirada, ha significado un hecho de importancia histórica al que han adherido todas las provincias del país. La provincia de Salta adhirió a la Ley Micaela el 24 de abril de 2019, luego de ser largamente debatida por diputados provinciales y pese al voto negativo de varios legisladores que se oponen a la llamada “ideología de género”; el organismo a cargo de su aplicación activa a nivel jurisdiccional es el Ministerio de Gobierno, Derechos Humanos y Justicia. La representación de la violencia de género se construye ya no, como un hecho específico de agresión contra las mujeres en ámbitos específicos de la vida social, sino como una problemática cultural e histórica, enraizada en el orden simbólico de toda la sociedad y sobre todo del Estado.
Resulta destacable aquí la visibilización del Estado como un aparato fundamental en la obstaculización del cumplimiento de la normativa de género previamente mencionada y la complicidad entre funcionarios con los agresores y con el sostenimiento de un orden de género patriarcal que sostiene y reproduce, a un nivel simbólico, los modelos culturales que perpetúan la violencia por razones de género dentro los marcos institucionales.
7. Reflexiones finales
El contexto social y político de la última década de América Latina estuvo atravesado por una dinámica compleja de avances y retrocesos vinculados a la igualdad de género. Los activísimos feministas -actualmente una de las zonas más dinámicas de interpelación ciudadana y promotoras de una transformación cultural en clave de derechos (Elizalde, 2018a)- fueron fundamentales para la construcción de áreas estatales más activas y con presupuestos públicos más holgados para desplegar una batería de leyes, políticas y programas orientados a garantizar los derechos de las mujeres, diversidades y disidencias (Elizalde, 2018b).
Las representaciones presentes en las tres citadas legislaciones de la provincia de Salta para abordar la violencia de género, en articulación con las distintas coyunturas, permitieron observar una relación circular que existe entre las configuraciones de poder y las configuraciones de sentido en el ámbito de las políticas públicas (Surel, 2008).
La ofensiva modernizadora impulsada desde abajo (Wagner, 1997), desde los movimientos feministas, fueron modificando gradualmente, tras siglos de lucha, los discursos hegemónicos y los paradigmas del orden social de género. Un aspecto fundamental para construir este flagelo en un problema público de Estado resultó la debilitación de la frontera entre el ámbito público y privado, que organizó las relaciones entre varones y mujeres, desde principios de la modernidad.
La Ley 7403 estuvo teñida de una representación universalista, que reprodujo los roles tradicionales de género mediante el modelo de familia tradicional. Sin embargo, fue destacable porque permitió que en el territorio se empiece a trabajar en la protección estatal de las mujeres vulneradas en el espacio privado del hogar por primera vez.
La segunda Ley Provincial 7.888 (2015) se presentó luego de la Declaración 7857 de Emergencia por violencia de género (2014). Aquí estableció una representación de la violencia como una consecuencia de la desigualdad histórica de las mujeres en tanto grupo subalternizado; su contenido discursivo abrió camino para la institucionalización de género y la intersectorialidad. En consecuencia, existió una transformación en los objetivos de las legislaciones que no solo buscaron el efecto jurídico punitivista, sino la prevención y erradicación de la violencia desde diversos sectores.
En este sentido, la adhesión a la Ley Micaela reforzó la necesidad de prevenir la violencia de género mediante capacitaciones dentro de los tres poderes estatales. Desde este marco, la problemática fue representada desde un nivel simbólico, histórico y cultural, aspirando a una transformación paulatina mediante un cambio de paradigmas desde el interior del Estado. La perspectiva de género, de este modo, se presenta como garantía capaz de hacer posible la búsqueda de la igualdad sustantiva, el reconocimiento de los derechos y la autonomía de las mujeres desde las acciones del Estado.