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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult vol.26 no.49 La Paz nov. 2022  Epub 30-Nov-2022

 

ARTÍCULOS Y ESTUDIOS

Violencia y deshumanización del cuerpo: una lectura del body horror en “Subasta” de María Fernanda Ampuero

Violence and body’s dehumanization: Reading the body horror in María Fernanda Ampuero’s “Subasta”

Metztli Donají Aguilar González* 
http://orcid.org/0000-0002-5582-9815

* Licenciada en Letras Latinoamericanas por la Universidad Autónoma del Estado de México. (UAEMéx). Estudiante de la Maestría en Humanidades: Estudios Literarios por la UAEMéx. Adscripción institucional: Estudiante de la UAEMéx. Contacto: donaji.aggo@gmail.com Toluca, Estado de México, México. ORCID: 0000-0002-5582-9815


Resumen

Debido a su escritura atroz y temas de lo perverso, María Fernanda Ampuero se ha convertido en una de las voces literarias más importantes de Ecuador y Latinoamérica. Su cuento “Subasta” contenido en Pelea de gallos (2018), sobresale de entre el resto porque en él se configura un universo de violencia masculina y traumas de la infancia que propician la intervención del cuerpo femenino hasta llevarlo al rango del body horror (horror corporal), un acto que trastoca los límites de lo monstruoso, lo repugnante y lo indeseable como última alterativa de emancipación en la esfera del abuso patriarcal.

Palabras clave: body horror; violencia; cuerpo; Ampuero; monstrua

Abstract

Because of her vicious writing and perverse themes, Maria Fernanda Ampuero has become one of the most important literary voices in Ecuador and Latin America. Her tale “Subasta” contained in Pelea de gallos (2018), stands out from among the rest because it sets up a universe of male violence and childhood trauma that enables the female body to intervine taking it to the status of body horror, an act that transcends the limits of the monstrous, repulsive, and undesirable as the ultimate emancipation modifier in the area of patriarchal abuse.

Key words: body horror; violence; body; Ampuero; monstrua

Porque el miedo es una emoción [...]

Y es la prueba de que lo primitivo nos habita.

Mónica Ojeda, Mandíbula

1. Introducción

La violencia, sin importar en qué geografía se ubique y qué forma adopte, se ha convertido en un referente universal para señalar la gran crisis humana que sacude a las sociedades del siglo XXI, más aun la que persigue los territorios de Latinoamérica, un lugar donde el activismo que se ejerce en la esfera pública ha encontrado camino en la literatura para hacer “aullar de dolor” a cualquiera que tenga acceso a sus textos. Para María Fernanda Ampuero, ecuatoriana nacida en Guayaquil -una de las ciudades más peligrosas del país latinoamericano-, este tópico se ha convertido en el corazón de sus creaciones terroríficas, pues a través de ellas le recuerda al lector que los monstruos están más cerca de lo cotidiano que de lo sobrenatural.

La literatura ampuereana persigue el camino de la escritura atroz donde las palabras, los actos y las atmósferas presentan lo terrible y lo perverso desde perspectivas femeninas que provienen de una lectura “de visceras, donde hay un montón de sangre negra, de venganza, de incomprensión, de deseos de ser amada, de bronca con la desigualdad social, de miedo literal, por mi vida, por ser mujer” (Ampuero, 2022). Ya sea en su obra primigenia, Pelea de gallos (2018), o en su compilación de cuentos más reciente, Sacrificios humanos (2022), Ampuero deja claro que hay dolores, pesares y violencias que son míticas, pero que se refiguran dentro de contextos actuales para hablar del mal que germina en las familias, en las relaciones interpersonales y en lo inmediato del entorno social, eso que se ha ignorado o todavía no se ha [querido] confesar.

Son espeluznantes las historias de esta autora porque acceden a un plano de la realidad que golpea brutalmente la integridad, humanidad y corporalidad de las víctimas. En estos universos ficcionales se logra subvertir el horror clásico para develar la atrocidad y el crimen que los perpetradores (padres, esposos, hermanos, vecinos, amigos, conocidos, desconocidos) son capaces de ejercer sobre el otro y, por otra parte, para denunciar las consecuencias que esos actos desencadenan en los personajes, ya que muchas veces el sobreponerse a lo atroz se paga con la dignidad y la humillación.

Dentro de esta línea, Pelea de gallos es por sí misma una antología que hilvana aquellos traumas, violencias, miedos y repulsiones que despiertan en el interior de la familia; es en esos silencios del hogar donde se aprende a sobrevivir a los monstruos, donde el abuso y la perversión trastocan la integridad del alma humana y donde se destruye la inocencia mediante el engaño y la crueldad:

Nos falta detonar esa idea de ‘La familia es algo sagrado, intocable, no se puede cuestionar’. De hecho, la gente que mata, que viola, que destruye niños, todos salieron de una casa, no salieron de una cosa espontánea, de una esquina. Yo quiero saber cómo son esas casas, cómo es el proceso de formación de un monstruo, yo quiero abrir todas las puertas y todas las ventanas y verlo (Ampuero, 2018).

Los trece relatos que contiene la compilación evocan el desfile de esos monstruos que le apasionan a la autora y en cada uno de los textos hay un mal que persigue, que desvirtúa, que corrompe interna y externamente. El daño que se ejerce queda reflejado no sólo en la configuración emocional de los personajes, sino también en una corporalidad que tiende a la putrefacción y a lo visceral; gracias al tono abyecto de las narraciones entra en juego el miedo a sufrir el mismo horror y, a la par, se incomoda al lector con temas que se han callado durante mucho tiempo, por ello la violación, las desapariciones y los asesinatos emergen como voces dolorosas que denuncian a quién hay que temerle realmente.

2. La violencia lo transforma todo

Uno de los cuentos más crudos que habita en las páginas de Pelea de gallos es “Subasta”, narración inaugural de la antología con la que Ampuero establece que la mujer -sea niña, joven o adulta- se encuentra inserta en una realidad social donde su existencia se ha reducido a un mero objeto al que se tiene permitido ultrajar de las formas más crueles, violentas e inhumanas si esto provee un beneficio para el otro.

Narrado en primera persona, “Subasta” cuenta la historia de una mujer que al salir de un bar ha sido secuestrada por el taxista que la conducía hasta su casa. Sin tener conocimiento de su entorno y sólo ser consciente de lo que ocurre a su alrededor por el ruido, las voces y los gritos que puede escuchar, la mujer se entera de que es una de las elegidas para las “subastas”, encuentros ilegales donde las víctimas (hombres y mujeres) son vendidas al mejor postor para fines muy particulares. Mientras el terror se hace perceptible, poco a poco se narra la forma en la que aquellas ventas humanas se llevan a cabo y cuál será el destino de cada uno de los subastados dependiendo su estrato social, su profesión y, en el caso de las mujeres, sus dotes fisiológicas.

La acción del secuestro y la venta de las ‘presas’ es el detonante que da paso a una configuración narrativa cargada de prolepsis mediante la cual se hace posible conocer la infancia de la protagonista, etapa donde se comienza a entretejer la relación tan particular que esta mujer tiene con los gallos -una cuestión simbólica que evoluciona con la narración- y su condición actual de víctima de la figura masculina.

Desde las primeras imágenes que presenta la narración queda claro que la violencia se manifiesta como un constructo social que proviene del universo masculino en el que se ha desarrollado este personaje desde muy joven y, por esta misma razón, su condición femenina la predetermina a aprender su valor sexual y a conocer la propensión que su propio cuerpo -a través del entorno en el que se halla- le otorga:

Papá era gallero y como no tenía con quién dejarme me llevaba a las peleas. Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado sobre la arena y él se reía y me decía mujercita. [...] Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas y visceras y la llevaba al contenedor de la basura. [.] De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volvería a llamarme mujercita (Ampuero, 2018, p. 11).

Con este tipo de escenarios abyectos, Ampuero crea un espacio terrorífico plagado de violencia física y sexual que determina el leiv motiv regente en todo el cuento; aunado a esto, desde la infancia comienza a entretejerse la importancia de saber identificar el olor y la apariencia de las galleras, espacios que se convierten en el referente inmediato de peligro y de presencia masculina a la que hay que temerle:

El olor dentro de una gallera es asqueroso. A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías, y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. [...] Sé que aquí, en algún lado, hay gallos, porque reconocería el olor a miles de kilómetros. El olor de mi vida, el olor de mi padre. Huele a sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial (Ampuero, 2018, p. 12).

La capacidad de la mujer para reconocer la gallera en la que se encuentra, igual de clandestina e inmunda que las que habitó en su infancia, le permite saber que la violencia la ha vuelto a encontrar y en condiciones igual de propensas que cuando era apenas una niña. Ante esta situación predecible, su imaginario la lleva a reconocer al tipo de hombre que una vez más promete ser su abusador: “Habla un hombre. Tendrá unos cuarenta. Lo imagino gordo, calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas, short y chancletas plásticas, le imagino las uñas del meñique y del pulgar largas” (Ampuero, 2018, p. 13).

Aquel gordo que la mantiene a raya junto a las demás víctimas no puede ser distinto de los galleros de su infancia y todos los sonidos, olores y sensaciones perceptibles a su alrededor remiten a ese universo masculino en el que habitan hombres a los cuales el cuerpo [su cuerpo] está obligado a complacer. ¿Por qué más si no estuviera a punto de ser subastada y adquirida por el mejor postor?

Con el discurso de la violencia sexual que se plantea con las “subastas”, Ampuero enmarca que la corporalidad de los personajes femeninos de la narración se convierte en el medio para lograr la legitimación de la violencia mediante la crueldad y humillación. Se da así una reducción de la significación del sujeto convirtiéndolo en sólo cuerpo, una categoría que permite la desestimación de lo que es ser humano y pone el cuerpo al servicio del otro.

La violencia ejercida sobre los cuerpos de las víctimas, por una violación o por cualquier acto de crueldad que busque el sometimiento y la deshumanización, se produce en una relación genérica de soberanía y dominación como acto fundante de la violencia ontológica y el simbolismo de la crueldad, en donde incluso matar ya no es suficiente, sino que exige una dislocación absoluta de la voluntad de vivir, la dignidad y la condición humana (Estrada, 2011, p.58).

El cuerpo femenino “provoca” la violencia por su cualidad de objeto sexual y también se vuelve receptor de la misma al ser ultrajado por el otro. La sexualidad se resignifica dentro de este ámbito, pues “un acto de manipulación forzada del cuerpo del otro [...] desencadena un sentimiento de terror y humillación” (Segato, 2010, p. 40) y así “la víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo” (Segato, 2013, p. 20).

En la narración, la violación se convierte en un espectáculo que pone a prueba el valor del cuerpo femenino. Es debido al uso perverso que se le da a lo corpóreo que se manifiesta un deseo animal en los espectadores -todos hombres- y es en el deleite del otro masculino donde la pulsión del deseo y la humillación se convierten en el “control de calidad” decisivo que permite ofertar el cuerpo a quien está observando la subasta:

A Nancy, una chica que habla con un hilito de voz, el gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, qué paraditas, qué pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar, quién. [...] A Nancy el gordo la desnuda. Escuchamos que abre su cinturón y que abre los botones y que le arranca la ropa interior, aunque ella dice por favor tantas veces y con tanto miedo que todos mojamos nuestros trapos inmundos con lágrimas. Miren este culito. Ay, qué cosita. El gordo sorbe a Nancy, el ano de Nancy. Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan, rugen, aplauden. Luego el embestir de carne contra carne. Y los aullidos. Los aullidos (Ampuero, 2018, p. 16).

El placer obligado a través de la violación enmarca que el cuerpo ya no es propio y que ahora cumple la función que le otorga quien lo domina con la violencia. Es aquí cuando comienza el camino hacia la pérdida de valor como ser humano y el ser sólo cuerpo concede al agresor su cualidad de soberano, de ser él quien determine qué sucede con la cosa a la que posee. En este juego de martirizar a la víctima para complacer a la manada1, la narración establece que la violencia en aquel lugar es una norma, un mandato que determina que el universo femenino solamente existe para complacer a los galleros de aquella cloaca inmunda.

El cuerpo es un discurso social y, junto con la mente y espíritu, un elemento constitutivo de lo humano, por lo que su desaparición, tortura, mutilación y desmembramiento, verifica la desarticulación psicológica y social de la condición humana convirtiendo el cuerpo [...] en un mensaje deshumanizante del horror social (Estrada, 2011, p. 54).

En este sentido, la deshumanización del cuerpo y su objetivación son remarcables ante el placer individual que otorga la violación; es así que el gordo, jactándose de su cometido, se complace en ofrecer el “mejor producto” ante los espectadores mientras, tras el espectáculo, los demás ponen precio al cuerpo de Nancy:

-Caballeros, esto no es por vicio. Es control de calidad. Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una delicia nuestra amiguita Nancy.

Debe ser hermosa porque ofrecen, de inmediato, dos mil, tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres quinientos. El sexo es más barato que la plata (Ampuero, 2018, p.17).

En torno a esto, Michael Wieviorka menciona:

¿Por qué tiene que conllevar la violencia, en tan numerosas experiencias, dimensiones más o menos importantes de aparente desmesura, de locura, de desbordamiento en la crueldad gratuita o en el sadismo? En algunos casos, la violencia parece totalmente determinada por la búsqueda del placer que aporta a quien la pone en acción; se convierte entonces en su propio fin, hasta el punto de que hay que hablar de la violencia por la violencia (2003, p. 155).

La perversión de los actos de aquel grupo es expuesta con un lenguaje crudo que denuncia los crímenes que se callan en el círculo de lo familiar, pues durante las rememoraciones que la protagonista tiene acerca de su niñez se puede percibir que dentro del ámbito de lo masculino el abuso se justifica porque la aprobación se obtiene entre iguales. Este hecho entonces permite que sea en las galleras, un espacio tan habitual para el padre, donde la violencia sexual que los amigos ejercen sobre la hija pase desapercibida.

Ante los referentes del pasado y su condición de subastada, a la mujer le es inevitable recordar lo que su padre le decía cuando era una niña, pues, pese a todo, su personaje parece determinado a volver a ser la presa de aquella masculinidad violenta con la que está tan familiarizada: “Yo me concentro en los gallos. Tal vez no hay ninguno. Pero yo los escucho. Dentro de mí. Gallos y hombres. Ya, no seas tan mujercita, son galleros, carajo” (Ampuero, 2018, p.15-16).

Y es precisamente en ese connotativo de no ser tan “mujercita” donde radica el principio de la subversión a la opresión del grupo dominante, ya que el término en sí es un sinónimo de “débil”, una condición que ella no puede permitirse dentro de aquel entorno machista en el que circunda como individuo. Si ser mujercita representa la sumisión, la fragilidad y la docilidad, entonces el camino que debe construir es el de la hija monstrua (Ampuero, 2018, p. 12) que surge del entorno nocivo y deja atrás la categoría de presa fácil.

Es así que en este cuento la violencia se percibe como un aprendizaje de infancia que lo transforma y lo determina todo. Parte de esta afirmación puede ser advertida mediante la constante reiteración de la existencia de los gallos, animales que no sólo representan a los hombres agresivos, salvajes, bestiales y decadentes del presente y del pasado de la protagonista, sino que figuran como un símbolo de salvación y de los límites corporales que ella misma puede trasgredir para sobrevivir tal y como lo hizo en su etapa pueril. Así, la violencia también se refleja en el acto performático de “destruir” el cuerpo deseado para convertirse en algo sucio y degradado que nadie quiere poseer.

3. Monstrua de cuerpo indeseable

Si bien en la primera parte del artículo el análisis del cuerpo se centró en cómo la violencia es ejercida sobre éste por parte de un tercero, en este segundo apartado se enfatiza la importancia de lo corpóreo como herramienta para la disociación de los estándares del “cuerpo deseable” y cómo esta degradación conlleva una condición de “monstrua” que permite la emancipación de la protagonista.

En este cuento la infancia del personaje principal es primordial para comprender cómo se construye la narrativa del body horror, pues durante ese periodo remoto de propensión y desamparo la niña-mujer aprende a intervenir su cuerpo para librarse de las agresiones sexuales de los galleros, conocimiento que jugará un papel decisivo en su adultez cuando tenga que enfrentarse a la subasta.

Es así que poco a poco la narración presenta episodios donde las vísceras y las cabezas de los gallos muertos se convierten en el elemento principal que adorna el cuerpo de la mujer y lo convierte en algo grotesco que «no gusta» al hombre. La alternativa inmediata para salvarse de la violencia que la persigue emerge entonces a través de la pérdida de los parámetros de la feminidad impuesta por lo masculino, un acontecimiento que anula por completo su cualidad de mujer a los ojos de los galleros:

Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro, les daba asco la caca y la sangre y las visceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.

Le decían a mi papá:

-Tu hija es una monstrua.

Y el respondía que más monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor.

-Más monstruo vos. Salud (Ampuero, 2018, p. 12).

El cuerpo abyecto disgusta porque en aquel universo masculino de violencia sexual y acoso sólo existe para complacer, no para subvertirse. Ser monstrua figura como una de las principales alusiones al body horror que deshumaniza el objeto de deseo y lo lleva hasta límites donde el individuo no merece un valor humano si no responde a los fines para los que aparentemente existe.

Si bien la noción de body horror -en español también llamado cuerpo terrorífico, horror corporal u horror biológico- proviene de un subgénero del terror cinematográfico, es indudable que ciertos fundamentos de esta categoría son funcionales para delimitar el discurso corporal y narrativo que Ampuero construye a través de la deshumanización del cuerpo que lleva a cabo la protagonista cuando está en peligro, un acto de defensa que se vuelve espectáculo y que acoge la repulsión y lo indeseable como fin absoluto.

En su artículo “Configuración semiótica del cuerpo terrorífico en el cine de horror”, José Reyes González Flores menciona que el cuerpo terrorífico:

[...] resulta de un ejercicio imaginativo-figurativo, ya sea por las excreciones corporales, los defectos físicos, las deformidades de los rostros o la psiquis moralmente contraria a las normas social. Sin lugar a dudas, el cuerpo horrísono incide en las isotopías semióticas de lo asocial, pues lo detestable y lo indeseable hacen del cuerpo [...] un cuerpo amorfo (2018, p. 485).

En el cuento, la lectura del cuerpo terrorífico proviene no solo de las excreciones corporales que emanan de la protagonista en su momento más vulnerable durante la subasta, sino también de la manera en la que ella misma construye un cuerpo monstruoso empleando las excreciones de los animales y mezclándolas con las propias. El cuerpo -que desde múltiples perspectivas es considerado el soporte de la existencia, la condensación de lo moral y el vehículo de la interacción con el mundo- se degrada para provocar el horror -una emoción que proviene de lo sensorial porque algo de lo que se percibe no debería estar ahí- y reconfigurarse hacia lo abyecto, pues “un cuerpo monstruoso o un cuerpo hipertrofiado rompe la lógica del orden social, por tanto, causa inquietud -horror-” (Reyes, 2018, p. 486).

Pero, ¿cuándo un cuerpo resulta horrendo? En esta pregunta versa el entendimiento de la lectura del body horror que aparece en “Subasta” ya que la significación del monstruo se construye ante lo que físicamente se torna contrahe- gemónico. Por ello, la respuesta a esta interrogante se podría delimitar en dos sentidos:

En primer lugar, la construcción de lo feo y lo grotesco del cuerpo físico. En segundo término, la caracterización de lo feo y lo grotesco en el cuerpo moral. La fealdad física como las deformaciones y la asimetría corporal activan el horror. [...] las excreciones, ya sea el babeo, la secreción purulenta o el vómito remiten a lo grotesco. Sin lugar a dudas, el cuerpo horrendo va de la fealdad a lo grotesco, por tanto, se opone a lo que la sociedad considera belleza. En cuanto a lo moral, es posible que el cuerpo sea bello, pero su moral se encuentra en los terrenos de la fealdad o de lo grotesco, como lo muestran los asesinos seriales o aquellas acciones que atentan contra lo socialmente establecido (Reyes, 2018, p. 486).

Dentro de este postulado se alude al entendimiento de los gallos como una acepción dual que remite al peligro y a la liberación, pues el horror que los cadáveres de estos animales producen, ya sea como parte o no del cuerpo de la mujer, es el referente más inmediato para hablar de monstruosidad, fealdad y la percepción de lo grotesco a partir de los ojos masculinos. A través del acto de hacer que los gallos se conviertan en un ítem personal que configure el cuerpo como algo detestable, y que estos mismos permitan simular que el cuerpo femenino es deshecho -tal y como lo son las cabezas y las visceras de las aves-, se traza el referente visual y sensorial para entender el funcionamiento del horror corporal que bosqueja la linea narrativa del texto:

La monstruosidad figurada rompe los limites históricos y culturales de los cuerpos que, al ser corrompidos, ya sea fisica o moralmente, son sede y vector del miedo al ser considerados horrísonos. Todo cuerpo considerado inmoral, en putrefacción, productor de excreciones, decadente o perverso, resulta terrorifico (Reyes, 2018, p. 492).

La protagonista es monstrua porque su corporalidad rehúye de los estándares que espera el universo masculino y, al mismo tiempo, porque el cuerpo que está lleno de suciedad e inmundicia no puede ser considerado moralmente correcto aun cuando éste se haya convertido en deshecho como parte de la búsqueda de liberación contra el agresor -ya sea gallero o subastador-. El cuerpo, que repulsivo o no es percibido como objeto por el sujeto masculino, se resignifica para recuperar la dignidad que los victimarios le han arrebatado mediante la violencia sexual a la que constantemente se le ha sometido.

Recuperar el control del cuerpo proviene del carácter infecto que éste le puede dar a la protagonista una vez que ha sido intervenido con el deshecho de los gallos:

A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. Por eso antes de quedarme dormida me metía la cabeza de un gallo en medio de las piernas. Una o muchas. Un cinturón de cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse cabecitas arrancadas tampoco gustaba a los machos (Ampuero, 2018, p. 12)

La imagen de las cabezas de los gallos muertos adornando la zona íntima de la protagonista no sólo contrarresta el deseo del otro, sino que también anula la existencia de la mujer dentro de aquel universo masculino donde está predeterminada a sufrir a manos de cualquier hombre, ya que su padre, tan macho como los otros galleros, también forma parte de aquel colectivo de monstruos del que debe huir. Así, con una inocencia perdida y un aprendizaje adquirido para el futuro, la monstrua ya no tiene nada que ofrecer a aquella masculinidad violenta. Llevar el cuerpo a un rango tan cercano a la animalidad adquiere un significante negativo y lo aleja totalmente de la noción “el cuerpo al servicio del otro”:

[...] las figuras discursivas del cuerpo terrorífico inciden en la dimensión de la persona, la cual se explora desde: (a) La forma personal, es decir la persona en relación con el ego-cuerpo; (b) mediante la forma interpersonal o de relación con el otro y (c) a través del uso colectivo de la persona o transpersonalidad. [...] En otras palabras, el lenguaje figurante de lo horrísono es captado por un cuerpo blanco o cuerpo receptor; en cambio, el cuerpo terrorífico -cuerpo fuente o cuerpo emisor- ha sido figurado como un cuerpo anormal, amorfo o amoral (Reyes, 2018, p. 489)

En este cuento, el horror corporal responde a la percepción de un espectador que, como se dijo en la primera parte de este análisis, concede el valor al cuerpo. Como un cuerpo emisor de monstruosidad, la animalidad que confiere la dupla mujer-gallo desvirtúa por completo los parámetros de lo tolerable y la relación que se establece con el otro accede a los límites de lo marginal que debe ser rechazado. El cuerpo, como discurso y como representación del individuo en relación con el mundo, se suscribe en un plano de deshumanización porque su destrucción es la destrucción de la realidad y su mutación a lo monstruoso, a lo terrible, a lo abyecto, revela la ruptura de un orden, aun cuando éste sea el de la violencia y la crueldad.

El mismo discurso de la degradación del cuerpo y el horror corporal ocurre en la adultez de la mujer al ratificar su cualidad de monstrua cuando está próxima a ser subastada. Después de ser testigo de lo que ha sucedido con Nancy, de saber que hay “ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores. Seguro que hay violadores. Y asesinos. Tal vez hay asesinos. O algo peor.” (Ampuero, 2018, p. 14) y de reconocer que los gallos están en todas partes, es momento de llevar a cabo lo aprendido en el pasado: es momento de volverse un deshecho.

Cuando me toca a mí, pienso en los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres.

Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de una muñeca destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las cosas que les decía a los gallos del cielo como maíz y gusanos infinitos (Ampuero, 2018, p. 17-18).

La mujer se convierte en caca, sangre y vísceras de gallo muerto. Una vez más su mecanismo de defensa es intervenir el cuerpo y provocar una violencia tan inhumana que animaliza su corporalidad a través del acto performativo. Se crea así un efecto inverso del espectáculo, pues con esa transformación a monstrua el deleite se convierte en inmundicia y el asco se convierte en amparo.

En este punto de la narración la degradación del cuerpo persigue una dimensión donde simular que se es un animal puede implicar un discurso doble: la condena o la redención. Sea una u otra alternativa, el hecho de que el cuerpo ya no sirve como objeto de compra-venta mantiene la condición de nulidad de sujeto e intensifica la intencionalidad de perturbar al otro para que aquella vulnerabilidad física tome un sentido contrario y la transformación en loca y en “pedazo de nada” cree el impacto que la protagonista espera. Asimismo, la culminación de la personificación del monstruo proviene de aquellos gritos iracundos y la risa histérica que se hace presente cuando la mujer se revela ante el gordo y todos los demás espectadores:

Sé que el gordo está a punto de dispararme.

En cambio, me revienta la boca de un manazo, me parto la lengua de un mordisco. La sangre empieza a caer por mi estómago, a mezclarse con la mierda y la orina. Empiezo a reír, a reír, a reír.

El gordo no sabe qué hacer.

-¿Cuánto dan por este monstruo?

Nadie quiere dar nada (Ampuero, 2018, p. 18).

¿Qué tanto puede un cuerpo que deviene abyecto y repugnante ser ignorado y normalizarse como parte de aquel esquema de realidad al que tienen acceso los delincuentes, violadores y hasta el hombre del anillo de oro y el crucifijo? (Ampuero, 2018, p. 9). El comportamiento que abraza la joven no pertenece a lo humano ni a lo natural, pero dentro de aquel contexto específico y bajo un fin concreto se logra configurar un discurso donde dicho actuar está justificado y es necesario para la supervivencia.

Las imágenes finales que se exponen en el cuento terminan por configurar la lectura del body horror aquí propuesta, pues el estado corporal al que se llega instantes antes de la subasta de la protagonista trastoca los límites de la narrativa del cuerpo en múltiples rangos de lo hórrido.

La figurativización del cuerpo terrorífico reside en la ruptura de los confines de lo normalizado, por tanto, la figuratividad del cuerpo terrorífico está relacionado con: (a) lo anormal; (b) lo detestable; (c) la decadencia corporal; (d) la supuración y putrefacción goteante; (e) la decrepitud; (f) la no pertenencia a este mundo -natural vs. antinatural-; (g) lo carcomido; (h) lo chorreante, (i) el vómito cárnico; (j) lo no viviente en movimiento, entre otros elementos que se refieren en las sintaxis figurativas expuestas. A fin de cuentas, todas inciden en la construcción de un cuerpo horrífico. La configuración del cuerpo horrendo se relaciona con aquello que hay que reprimir, pero también personifica lo no permisible ni aceptado socialmente (Reyes, 2018, p. 500).

Si ser cuerpo femenino representa deseo, placer, violencia y sometimiento en el universo masculino, volverse monstruo física y psíquicamente permite sobrevivir a esas galleras de las que se proviene y a las que, por el final que tiene la narración, parece que se volverá una y otra vez porque este tipo de personajes periféricos están determinados por aquellas heridas que se germinaron dentro de la familia y durante la infancia; por lo tanto, no es fortuito que al concluir el cuento la mujer-gallo-res termina convirtiéndose en la versión más monstruosa de lo que fue cuando era una niña.

Parece entonces que la estética de la degradación otorga un retorno del estado más primitivo del sujeto y con ello se provoca una anulación del individuo para bien del mismo; ser tratada como un objeto y luego transferir ese sentido a una entidad que representa «nada» para el otro, resignifica el cuerpo hacia la reivindicación del poder individual, del pertenecer a un cuerpo y que ese cuerpo, visto como discurso, represente un control absoluto de la vida y del lugar que se ocupa como individuo en el mundo.

Es por ello que cuando la mujer ha optado por vaciar el vientre para convertirse en algo tan parecido a uno de los gallos muertos de su infancia, su condición de monstrua y deshecho la vuelven invisible para los fines de la subasta porque ella en totalidad se opone a la norma del grupo dominante:

-¿Cuánto dan por este monstruo?

Nadie quiere dar nada.

El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Todo es barato, chino. Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.

-¿Quince, veinte?

Pero nada, nadie.

Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego me suben a un carro que me deja mojada, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral (Ampuero, 2018, p. 18).

Con un final tan crudo y desolador, el cuento reafirma que el valor de aquella niña, mujer y ahora monstrua continúa radicando en el cuerpo, sin embargo, existe un cambio en el sentido del discurso corporal, pues su reducción a «nada» ante los ojos masculino no tiene el mismo significado en el rango femenino. Pese a la propensión en la que se encuentra en medio de aquella vía desolada y el trauma de la subasta, su condición de monstruo provocado -porque ha sido el entorno y su carácter de marginada los que le han obligado a serlo- reitera que se ha cedido a la violencia y la crueldad para recuperarse de los mismos y sobrevivir [al menos por ahora] a lo impensable.

Esta monstrua de cuerpo indeseable es sólo una de las tantas representaciones a las que recurre Ampuero para denotar que existe un mundo donde habitan monstruos que nada tienen de sobrenaturales; mujeres a las que las persigue una maldad atávica instaurada por el patriarcado; y geografías que callan realidades que no se han querido ver.

4. Conclusiones

“Subasta” se consolida como el cuento obertura que establece la línea temática de todo Pelea de gallos, compilación de cuentos que con un lenguaje arrasador, crudo y violento demuestra que las monstruosidades actuales están determinadas por la normatividad establecida a partir del sistema patriarcal, una institución hegemónica que desde tiempos ancestrales ejerce violencia y opresión sobre el individuo femenino y lo aproxima a un límite donde el valor del sujeto radica en su cuerpo y todo lo que este pueda ofrecer.

En este plano de lo corpóreo y el abuso desmedido, la lectura del body horror en el cuerpo de la protagonista se vuelve importante para establecer hasta qué punto la violencia y los traumas de la infancia pueden transformar a un sujeto que, predeterminado por su marginalidad, se enfrenta a un mundo configurado para ratificar la crueldad y perpetrar la injusticia. Por otra parte, existe un sentido paralelo donde la visión subversiva del cuerpo inmundo y visceral que se reduce al mismo nivel que un gallo muerto recalca cómo en medio de espacios cargados de depravación y criminalidad convertirse en monstrua, en la otra rechazada, puede significar un camino hacia la resistencia y hacia la emancipación.

La condición de cuerpo terrorífico y antinatural se proclama como aprendizaje de infancia, como huida ante el miedo y la opresión, porque trabaja como un mecanismo primitivo que vuelve a la condición animal, a esa percepción de lo inhumano que no tiene cabida en un sistema donde los fines y las reglas están establecidas generacionalmente, donde el monstruo rompe la estabilidad del mundo y provoca que su nulificación ante lo aceptado se convierta en un poder silencioso para gritar «no más».

Proyectar el horror corporal como discurso resignifica el papel de lo femenino dentro de las sociedades patriarcales, pues al cruzar los límites de lo abyecto y lo grotesco se da paso a una proclamación de la no sumisión y a visibilizar a los monstruos reales que habitan espacios tan cotidianos como un taxi, una carretera, una bodega, una iglesia, las calles de un pueblo o la urbe misma. Asimismo, el asco que produce el cuerpo de la mujer ante la supuración de fluidos corporales se contrapone a la aberración que implican las subastas y las violaciones como objeto de espectáculo. Al final, la perversión de los subastadores y los compradores que disfrutan el show se convierte en algo más decadente, inhumano y antinatural que el cuerpo pútrido de la protagonista.

El cuento en sí mismo se presenta como un catálogo de la violencia que arrasa con la infancia, con la inocencia, con la libertad y con el valor de ser humano. Una vez más, esta autora ecuatoriana plasma las problemáticas sociales más silenciadas no sólo en Ecuador -de ahí su mención acerca de la Vía Perimetral, carretera reconocida en Guayaquil, una de las ciudades más peligrosas de ese país latinoamericano, como la vía donde se encuentran cadáveres con regularidad-, sino en todo el mundo. A través de la figura de esta mujer-gallo- res, Ampuero otorga voz a todas aquellas monstruas que han sido olvidadas, a aquellas que se han perdido en medio de subastas, de vías perimetrales, de galleras con olor a caca, a sudor agrio, a hombre.

Los textos de María Fernanda Ampuero persiguen una escritura de lo atroz que violenta y golpea al lector porque lo terrible se visibiliza; porque los tabús no se callan; porque los dolores, pesares y violencias míticas encuentran una refiguración ensordecedora que otorga un nivel de verdad única a los discursos femeninos que brotan en cada uno de los cuentos; porque el horror proviene de esas experiencias tan desgarradoras que no se necesitan vivir en carne propia para estremecer.

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Notas

1 En el universo que presenta el cuento los hombres actúan en masa y persiguen los mismos fines. El primer ejemplo fueron los galleros y ahora todos aquellos que se deleitan con la violación del personaje de Nancy.

Recibido: 01 de Septiembre de 2022; Aprobado: 30 de Septiembre de 2022

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