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Temas Sociales
versión impresa ISSN 0040-2915versión On-line ISSN 2413-5720
Temas Sociales no.19 La Paz 1997
ENSAYOS
LA NOCION DE "DERECHO" O LAS PARADOJAS DE LA MODERNIDAD POSTCOLONIAL: INDIGENAS Y MUJERES EN BOLIVIA
Por: Silvia Rivera Cusicanqui
Instituto de Investigaciones Sociológicas
UMSA
1. Introducción
Quisiera comenzar diciendo que este artículo intentará realizar una lectura de "género" de la historia de la juridicidad boliviana, para proponer algunos temas de debate que considero pertinentes a la hora de discutir los "derechos de los pueblos indígenas", y su estrecho vínculo, tal como yo los veo -con el tema de los "derechos de las mujeres" (indígenas, cholas, birlochas o refinadas). En un primer momento, me interesarán los aspectos masculinos y letrados de este proceso, que son los que han producido los documentos conocidos como leyes de la República. El derecho y la formación histórica moderna de lo que se conoce como "espacio público", tienen en Europa un anclaje renacentista e ilustrado a través del cual re-nace el ser humano como Sujeto Universal (y masculino) de la noción misma de "derecho". No otra cosa significa el de los "derechos humanos" de hoy, hayan sido llamados en el siglo XVIII, "derechos del hombre" (droits de /'homme). A esto se han referido autores como Derrida y Butler, que nos hablan de una versión "falogocéntrica" del Sujeto de la modernidad, el individuo ilustrado. Esta versión estaría inscrita en la historia de occidente y habría sido proyectada al mundo en los últimos siglos, a través de multiformes procesos de hegemonía política, militar y cultural.
He aquí un primer acto de colonización del género: la idea misma de estos derechos nació ya teñida de la subsunción (formal y real) de las mujeres en el hogar gobernado por el pater familia. Rossana Barragán nos ha ilustrado cómo, en la temprana República, los legisladores bolivianos copiaron y adaptaron este modelo "victoriano" de familia, sobre una matriz mucho más antigua de habitus y representaciones (Barragán 1996). La imagen implícita de las relaciones entre los géneros, incluye: a) varones ocupados exclusivamente de la representación pública de la "familia", en la que se subsume a la mujer y a los hijos. Esto se plasma en la noción de patria potestad; b) mujeres dedicadas exclusivamente a las labores reproductivas y decorativas, enajenadas de su voluntad sobre si mismas y de$provistas de voz pública propia. En el polo opuesto de esta imagen se situaría a las "mujeres públicas", como una cruel paradoja de sentido; y e) adolescentes y niños sometidos a la autoridad vertical de los adultos, principalmente del padre.
Las reformas liberales de fines del siglo XIX no hacen sino reforzar este imaginario patriarcal, reactualizándolo con nuevas leyes y códigos de comportamiento. Este proceso funda una noción de "derechos humanos", anclada en la subyugación de las mujeres, que se verifica a través de restricciones, obliteraciones o arcaísmos legales y multitud de prácticas cotidianas que terminan negando la propia noción de derechos humanos, en su aplicabilidad al sexo femenino. Así, la tipificación penal del delito de violencia doméstica en nuestras leyes, antes de la promulgación de una ley para prevenirla y penalizarla (1995), ¡resultaba castigando una golpiza conyugal tan sólo a partir del 30vo día de hospitalización o inhabilitación de la víctima! Un ejemplo histórico de esta subyugación, que afecta no sólo a las mujeres, ha sido la desigualdad institucionalizada de los derechos de propiedad y herencia (a través de prácticas como la primogenitura, la desigualdad entre hijos legítimos e ilegítimos y la herencia patrilineal), que impusieron los colonizadores y consolidaron los liberales a través de la legislación. Figuras jurídicas como la "patria potestad", por ejemplo, son la encarnación viva de elementos de un derecho aún más arcaico y patriarcal, implícito en los múltiples productos normativos del catolicismo colonial. Además, la estructura del habitus republicano, continuaba funcionando a través del eje invisible de las "dos repúblicas" (la una de los súbditos, la otra de los soberanos), que resultó encubierto y disfrazado por la retórica del reconocimiento jurídico de la igualdad del indio en 1874 (cf. Bourdieu 1993). En los hechos, indios y mujeres accedieron a una forma degradada y restringida de la ciudadanía, recién a partir de la revolución de 1952, con la declaratoria del voto universal.
2. Nexos históricos entre la opresión colonial y la opresión patriarcal en Bolivia
El último ejemplo que hemos analizado nos permite plantear un segundo eje temático de la discusión: cómo es que, históricamente, subyugación de las mujeres, opresión de los pueblos indígenas y discriminación a quienes exhibieran rasgos residuales de las culturas nativas, se engarzaron mutuamente en cada habitante de la nación boliviana. Cómo es que, en cada sujeto (colectivo o individual), de esta "comunidad imaginada" Bolivia (cf. Anderson 1983), se construyó en las últimas décadas al Sujeto de la modernidad basado en supresiones, omisiones y rechazos a la constitución y a la historia psíquica previa de las personas. Pongamos el ejemplo andino. Se ha documentado en los Andes un sistema de género en el que las mujeres tenían derechos públicos y familiares más equilibrados con sus pares varones, los que comienzan a ser trastrocados tan sólo en décadas recientes. Arnold y Yapita, por ejemplo, han mostrado cómo la "modernidad" (que llegó en los años 70 al ayllu Qaqachaka por la vía de los "clubes de madres"), contribuyó a crear una imagen maternalizada de las mujeres, en la que resultaban desvalorizados sus saberse como pastoras, tejedoras y ritualistas. Como resultado de ello, las nuevas generaciones Qaqa se casan mucho más temprano, y las mujeres se han dedicado a tener más hijos para obtener el apoyo y reconocimiento social que han perdido por la crisis del pastoreo, el deterioro de la actividad textil y la dispersión de las familias. Además, en vista del creciente impacto de la emigración, una estrategia "patriarcal" de los migrantes Qaqa a las ciudades o al Chapare consiste en dejar preñadas cada año a sus cónyuges para mantener el control sobre su fertilidad (Arnold y Yapita, 1996, Arnold 1994). Resulta claro a través de este ejemplo, que occidentalización y patriarcalización de los sistemas de género, pueden leerse en los Andes como dos procesos paralelos (Rivera [comp.] 1996)
Pero estas prácticas nos muestran también la lenta internalización del modelo hegemónico de familia en el tejido de las comunidades indígenas, y el rápido cambio de conductas -demográficas, sociales, culturales- que ellas han experimentado en el último medio siglo por su inserción trunca y falaz en la "modernidad" boliviana. El sistema de género en las sociedades andinas -al menos tal como se ha documentado y reconstruido en la experiencia etnográfica y etnohistórica-, exhibe un equilibrio dinámico y contencioso, orientado normativamente por la pareja andina. Esta relación entre los géneros se funda(ba) en un sistema de filiación y parentesco bilateral que esta(ba)n en la base de la polis indígena. Así, el esquema bilateral de transmisión de herencia permit(ía)e a las hijas heredar bienes y derechos por línea materna (esto incluye, aún hoy, la tierra) mientras que los hijos hereda(ba)n otro conjunto de bienes y derechos por línea paterna. Se considera(ba) socialmente persona a cualquier adulto/a en una unión conyugal, cuyo prestigio aumentaba con el ciclo de vida, la ayuda laboral de los hijos y el paso de una serie de cargos y responsabilidades rituales y productivas. El balance entre generaciones también era(es) distinto, debido a la preferencia del hijo/a menor para heredar la sayaña o predio familiar, incluyendo la vivienda, en compensación por haber tenido que soportar más años de atención a los padres ancianos, frustrando aspiraciones migratorias o educativas. Tanto mujeres como varones gozaban de derechos bilaterales en la realización de rituales, siguiendo un ordenamiento simbólico que proyectaba la dicotomía hombre/mujer a la naturaleza y al cosmos espacio-temporal. En el nivel más desagregado de las comunidades o ayllus, las mujeres participa(ba)n con voz propia en el diseño simbólico y en los esquemas de parentesco que moldea(ba)n internamente el sistema de autoridad en las comunidades, aunque desde la implantación de los "cabildos" coloniales, la representación de las familias en las reuniones fue usualmente atribuida a los hombres (práctica que se prolonga en los actuales sindicatos). Con todo, las mujeres conservaron un espacio de poder a través de su desempeño como agricul-toras, organizadoras del ciclo doméstico, tejedoras y ritualistas. Nunca fueron segregadas del todo de la producción normativa y de la formación de la "opinión pública" en el ayllu o en su forma fragmentada, la "comunidad indígena"1 La contradictoria y frustrante modernidad boliviana -incluida aquella que se plasma en leyes- ha puesto a todo este sistema en situación de acoso, y está consiguiendo quebrar sus más íntimos engranajes internos.
Con ello, se profundiza la patriarcalización de estas sociedades, que viven una creciente disyunción entre marcos legales y orientaciones normativas superpuestas. Esta situación degrada constantemente las condiciones económicas para la mayoría de la población (se habla, por ejemplo, de una creciente "feminización e "indianización" de la pobreza), lo que a su vez se traduce en la precarización de las condiciones de acceso de indígenas y mujeres a los derechos humanos reconocidos por las leyes. Este es el marco común que nos permite articular ambos elementos en el presente análisis.
En lo que sigue del trabajo, orientaré mi argumento a mostrar la pluralidad de "derechos" a los que alude la noción de derechos indígenas, intentando aticularlos con los derechos, también plurales, de las mujeres. El tercer y cuarto acápites desarrollarán el ángulo masculino de esta problemática, a través de la representación de procesos seculares de defensa territorial y cultural emprendidos por organizaciones étnicas de viejo y nuevo cuño. En el último acápite redondearé mis argumentos sobre la necesidad de un marco más amplio para la noción de "derechos indígenas", enfatizando aquellos cruces y disyunciones que convierten a determinados grupos, en el epítome de la opresión cultural y de género. El corolario de este argumento será el de abogar por una política antidiscriminatoria, que permita articular demandas étnicas y de género en una nueva interpelación al Estado y a la sociedad. Una propuesta de este tipo implicará no sólo la formulación de nuevas leyes, también la adopción de prácticas interpersonales que se orienten al reconocimiento pleno de las diferencias (étnicas y de género), en el marco de una igualdad jurídica y humana reconocida univer-salmente a todos/as. El mercado de trabajo podría ser el espacio de verificación más elocuente para observar si una tal noción de derechos indígenas -y derechos de las mujeres- como derechos humanos plenos se plasma o no en la democratización boliviana, en los albores del tercer milenio.
3. El mundo masculino y letrado: la lucha por la tierra y el territorio
En trabajos anteriores ya había señalado que el modelo ciudadano, afianzado en Bolivia desde la década de 1950, imponía un paquete cultural de comportamientos, donde el ciudadano resultaba invariablemente siendo varón, mestizo, hablante de castellano (o por lo menos, de castimillano), propietario privado, integrado en la economía mercantil e incluso, vestido con terno de sastre (o por lo menos, con terno de so/apero) (cf. Rivera 1993, Lehm y Rivera 1988, Rivera 1993). En su versión inicial inscrita en al tristemente célebre Ley de Exvinculación de 1874, dictada por el gobierno de Tomás Frías, el único "derecho" ciudadano reconocido a los varones adultos indígenas era el de enajenar las tierras comunales, que luego les eran arrebatadas compulsivamente por la acción combinada de latifundistas, ejército y cuadrillas de autoridades intermedias y fuerzas paramilitares reclutadas en los pueblos mistis. Más grave aún era el hecho de que la ley declaraba "extinguidas" las comunidades o ay/los (sic), prohibiendo su representación por caciques, kuraqas u otras formas de autoridad étnica, y creaba la figura del apoderado, como representante (letrado) del mundo indígena (iletrado). Traducción y traición se combinaron así arteramente para el despojo de casi dos terceras partes del territorio poseído por las comunidades originarias andinas como consecuencia de la Ley de Exvinculación. Sólo en la provincia Pacajes, más de 70 mil hectáreas fueron ilegalmente transferidas de los ayllus a las haciendas entre 1881 y 1920 (cf. Rivera 1978, Mamani 1991).
El estudio de las luchas reivindicativas indígenas del período liberal (cf. THOA 1988, Mamani 1991, Condori y Ticona 1992a) nos muestra asimismo la huella de sistemas más antiguos de derecho, que legitimaban a su vez a la dirigencia indígena en su tenaz cuestionamiento de las leyes liberales en el plano jurídico. Es preciso recprdar que la noción de derechos humanos se sobreimpuso a un horizonte colonial, e incluso a un orden ético prehispánico, donde se reconocía de diversa manera las autonomías y fueros independientes locales, que desde la colonia se aplicaron a los indios bajo la noción de las dos repúblicas (cf. Saloman 1987, Arias 1994). Desde el punto de vista de este marco jurídico, los indígenas eran una república aparte. Colectivamente hablando, eran los habitantes del espacio conquistado, súbditos de un Estado colonial que les privaba de derechos y los sobrecargaba de obligaciones. Sin embargo, la élite letrada de las comunidades y ayllus, también recuperó la noción de las dos repúblicas en un sentido liberador, reivindicando la autonomía organizativa de los ayllus, markas y comunidades indígenas, en base a los fueros y jurisdicciones reconocidos por la legislación colonial. Los términos (tributarios y laborales) del pacto toledano fueron sucesivamente resistidos y defendidos, sobre todo cuando las élites republicanas intentaron reformarlas relaciones ayllu-Estado, erosionando aún más los fueros y derechos indígenas.
En un contexto de tremenda desigualdad de fuerzas (la arremetida latifundista amparada en la Ley de Exvinculación), la organización liderizada por los caciques-apoderados Santos Marka T'ula, Feliciano Inka Marasa, Faustino Llanki, Mateo Alfara y muchos otros, elaboró un discurso jurídico destinado a demostrar a las élites pretendidamente modernas que se llenaban la boca representando discursos sobre la igualdad del indio, que Bolivia seguía siendo un país colonial. La organización de los caciques apoderados -que posteriormente se ramificó en el movimiento República del Kollasuyo y en el movimiento de los Alcaldes Mayores Particulares-, tenía una dimensión rural y una dimensión urbana. También tenía una dimensión política y una dimensión cultural. Y paradójicamente, aspiraba, tanto a la igualdad ciudadana real, como a la vigencia de un status que consagre la diferencia, el autogobierne y la autonomía de las comunidades indígenas (cf. Mamani 1991, Conde 1992, Rivera 1992a, Arias 1994). Por eso es que los caciques-apoderados emprendieron la lucha legal utilizando simultáneamente elementos de la legislación colonial de las dos repúblicas y de la nueva legislación liberal vigente. Y por eso es que su lucha, en general, tendió a eclipsar las más silenciosas y cotidianas prácticas de resistencia de las mujeres, poniendo en escena una noción del derecho que enfatiza la territorialidad (es decir, la versión masculina y letrada) del universo indígena (cf. Arnold 199, 1994).
El liderazgo del movimiento cacical tenía el desafío de intermediar entre dos sistemas jurídicos opuestos, al mismo tiempo "traduciendo" las demandas de las comunidades afectadas por la expansión latifundista, e interpretando para ellas los contenidos (e intencionalidades no escritas) de las nuevas leyes. Tenía además la misión de descubrir contradicciones en la legislación republicana, en las que pudieran anclar sus impugnaciones jurídicas a la usurpación fraudulenta de sus tierras. Eso fue, precisamente lo que sucedió en el año 1883, cuando los comunarios de Paria vieron por conveniente presentar sus "títulos de Composición y Venta", firmados desde el siglo XVI por Visitadores de la Corona de España, con el fin de sanear la propiedad "privada" de los ayllus de esta inhóspita región altiplánica, en términos de la nueva legislación liberal. En la medida en que muchos hacendados y parlamentarios ostentaban estos mismos títulos para avalar la legalidad de sus haciendas, el parlamento no tuvo a menos que aprobar una Ley, el 23 de noviembre de 1883, por la que se excluía de la revisita a aquellas comunidades originarias dotadas de tales títulos desde la época del coloniaje [Flores (comp.), 1953.]. Con esto, los caciques-apoderados se armaron de una estrategia legal inmejorable para impugnar la revisita de 1881-82, que fue realizada en forma coactiva y fraudulenta en todo el altiplano y muchas regiones de los valles interandinos. No sabemos cuánta tierra más habrían perdido las comunidades de no ser por el movimiento de caciques-apoderados, que llegó a formar una red en 6 departamentos de la República, agrupando a 400 "pueblos" (markas, cabildos, tentas) hablantes de varios idiomas nativos. No sabemos, tampoco, si la reforma agraria se habría producido como se produjo -como un amplio movimiento de recuperación de tierras y de inicaitiva política autónoma en comunidades indígenas y campesinas- de no ser por el movimiento de caciques-apoderados. Lo que sí sabemos, es que en la formación de los movimientos étnicos de nuevo cuño que han surgido en las década del 70 y 80, intervino sin duda la memoria de las estrategias cacicales frente a la frustrada conversión de los indios en ciudadanos, catalizada por un presente de discriminación y explotación, que experimentaban vívidamente las nuevas generaciones de las comunidades indígenas.
Pero el movimiento cacical forma parte también de la memoria jurídica aymara en las comunidades actuales. El peso de las demandas 1erritoriales, la importancia de los linderos, son todos temas que nacen en esa primera forma de interpelar al Estado desde la pluralidad; pero también muestran el verdadero perfil de esta curiosa ciudadanía que, lejos de cancelar diferencias, las reforzaba y multiplicaba. Un memorable documento de los "caciques apoderados" plantea esta paradoja en toda su desnudez, apenas tres años después de la gran subvlevación de 1920-1922 que sacudió a todo el Altiplano:
Hoy se ha inventado una nueva forma de castigarnos cuando gestionamos garantías; se nos acusa de sublevadores y sin más que una aserción de nuestros perseguidores ante los jueces, éstos ordenan nuestro apremio y por delitos que ni hemos pensado se nos encarcela y persigue sin tregua. Es decir que /a inflexibilidad de las leyes sólo existe cuando la solicitan nuestros enemigos. Esta desigualdad tiene origen en haberse legislado de idéntica manera para los blancos y para los indios. No sabemos leer ni conocemos la lengua en que está escrita la legislación patria, y sin embargo debemos sujetarnos a ella. Legalmente se considera abolidas nuestras costumbres, cacicazgos, etc., y sin embargo ellos se mantienen entre nosotros (ALP-EP 1923, cit en THOA 1988).
Los titul q'ipiris (cargadores de títulos), como los recuerdan los viejos de hoy, fueron defensores jurídicos muy eficaces. Contaban con tinterillos e indios letrados, que en el campo y en las ciudades les servían de intermediarios culturales, apoyaban su causa, diseñaban estrategias de lucha para recuperar las tierras usurpadas y hacer valer los derechos de las poblaciones indígenas. La lucha por la escuela, que emprendieron los caciques apoderados, es un ejemplo más de cómo demandas étnicas y demandas de igualdad ciudadana se conjugan en este movimiento. En las comunidades andinas contemporáneas, hay una tradición jurídica que no sólo alude al derecho consuetudinario indígena, sino también a la lectura y hermenéutica del derecho "ajeno", plasmada en los conocimientos y recuerdos de los qilqiris, escribanos e intérpretes del movimiento, sobre la legislación colonial y republicana (cf. Arnold 198, THOA 1988, Condori y Ticona 1996). Notoriamente, entre esta capa letrada y de mayor experiencia urbana, se encuentran casos como el de Eduardo L. Nina Qhispe, que se rebautizó de este modo después de figurar como Leandro Nina en la gran sublevación de Taraqu entre 1920-1922. La interpretación de los documentos a la luz de los intereses indígenas, la búsqueda de amparo y justicia, el diálogo interétnico en favor de una Bolivia "renovada", capaz de tolerar la pluralidad étnica en un plano de igualdad, ya fueron planteadas en la década del 30 por este pensador y luchador aymara, en una lectura que muchos podrían calificar de precursora de la actual tendencia mundial en materia de derechos culturales y étnicos. (cf. Mamani 1991).
La revolución del 52 instala un escenario completamente nuevo a la expresión de las luchas indígenas. El modelo construido por los movimientistas reforzaba los rasgos patriarcales y occidentales de la noción de ciudadanía, a través de un ejército político excesivamente restringido, y atado a un frondoso aparato clientelar que usaba, estrictamente, de peldaños a los "compañeros" indígenas (como también a las barza/as y otros grupos subalternos de mujeres). Los anarcosindicalistas de la primera COB nos han contado que Ñuflo Chávez hacía fumigar con DDT a los dirigentes "campesinos" venidos a los cónclaves sindicales, antes de sentarse con ellos a dialogar, en su calidad de máximo líder "campesino" del oriente2 En 1953 habían abuelos y padres que recordaban a los caciques-apoderados de los años 1910-1920. Incluso muchos de ellos estaban todavía vivos para testimoniar, como lo hiciera el tambor mayor Vargas en 1825, que ellos hicieron la revolución en el campo, fueron masivamente enviados a morir en la guerra y lucharon activamente para derrotar a la oligarquía en los siguientes quince años, tan sólo para que "otros recogieran los frutos del árbol de la libertad".
Recapitulemos con mayor detalle este proceso. Primero, se produce la derrota combinada del movimiento cacical en el campo y del movimiento anarquista en las ciudades durante la guerra del Chaco (1932-35}, cuando se libra una verdadera "guerra interna" contra la avanzada política de la indiada y el cholaje trabajador del altiplano y ciudades andinas (Arze 1987, Mamani 1991, Lehm y Rivera 1988). Este proceso de "ciudadanía forzada", que el Estado comienza a diseñar durante la Guerra, se manifiesta luego en su otra cara en el gobierno de Gualberto Villarroel (1943-1946), depuesto furiosamente por la oligarquía a través de un sangriento golpe insurrecciona!. Todo lo que Villarroel prefiguraba era ese modo degradado y clientelar de la ciudadanía, que los movimientistas instalarían desde 1952, para lo cual tuvieron que transar con la oligarquía de forma algo más duradera que Villarroel. Ya en la represión ejercida sobre el movimiento cacical en febrero de 1945, en preparación del "Primer Congreso lndigenal" auspiciado por su gobierno, se desplegó este estilo, a la vez autoritario y paternalista, de manejo de la "cuestión indígena". La represión les ayudó a liquidar el liderazgo de Francisco Chipana Ramos, Rufino Villca, Antonio Mamani Alvarez y muchos otros, que habían tenido activos vínculos con el movimiento cacical y con los gremios urbanos y mineros en los años 20-30. La demanda de resütución de las tierras usurpadas por los hacendados fue así escamoteada hasta la reforma agraria de 1953. Pero ni siquiera entonces se llegó a dar restitución alguna de los inmensos territorios arrebatados a los ayllus y comunidades, que los hacendados terminaron vendiendo, consolidando y trampeando (al Estado y a las comunidades), en juicios que se prolongarían por décadas.
Y esto no fue lo peor. Con la reforma agraria triunfó nuevamente la visión liberal, esta vez con el lema de "la tierra es de quien la trabaja", dotando tierras por igual al usurpador, al mayordomo, al sota o al caudillo, al pequeño gamonal o al miembro de la comunidad. Incluso, en muchas zonas, los luchadores indígenas de la pre-guerra del Chaco fueron excluidos cuidadosamente de las dotaciones, y muchos de ellos no retornaron jamás a las comunidades de donde fueron expulsados con la arremetida latifundista. En el plano político, también se exilió la temática indígena al nivel de los meros ornamentos museográficos y culturalistas del nuevo Estado. La palabra "indio" fue borrada del lenguaje público -aunque no del privado- y reemplazada por la más inocua "campesino". Con ello, lo único que se logró ese que este término resultase cargado de resonancias racistas encubiertas. La erosión de los sistemas agrícolas tradicionales, la crónica desigualdad de los precios y el desempleo urbano y rural se sumaron para otorgarles a estos ciudadanos el doble estigma de ser "campesinos" (o "residentes campesinos" en las ciudades), además de pobres. Entre los años 60 y los 80, la crisis económica azotó sus espaldas, y cada nueva generación indígena (o hablante de una lengua indígena) resultaba viendo crecientemente recortados sus derechos a la vida, al trabajo, a la salud y a la ciudadanía plena.
Pero veamos la otra cara del proceso. En la década del 70, las voces excluidas y soterradas de una nueva generación de jóvenes andinos, residentes en la ciudad o en el campo - como una década mas tarde lo harían las comunidades de la Amazonía y el Oriente-, protagonizan un proceso de reorganización gremial y étnica de nuevo cuño, que da un vuelco fundamental a la cuestión del "derecho" en nuestro país, introduciendo por primera vez la noción de "derechos de los pueblos indígenas" en la discusión y la normatividad públicas. Se trata -al igual que en el caso de los caciques-apoderados- de una simbiosis entre autoridades tradicionales y élites letradas, con un pie en el campo y otro en la ciudad. Una frustración tanto rural como urbana, política como cultural, alimenta estos movimientos y les da forma perdurable. A través de sus luchas logran interpelar al Estado en su condición tanto colonial como liberal, e incluso valerse de sus injertos "populistas" -como el sindicalismo para-estatal y la COB- para subvertirlo por dentro. La lucha de estas organizaciones, desde múltiples ángulos, logra reinsertar la discusión de los derechos indígenas en los más altos niveles del Estado. Se desatan importantes procesos de adaptación jurídica- como el reconocimiento de territorios indígenas en el Oriente y la ratificación del convenio 169 de la OIT -encaminados al reconocimiento de los derechos colectivos de estos pueblos. Después de una larga etapa oscurantista, la tradición indígena de derecho consuetudinario, así como su memoria histórica de interpelación al Estado colonial y liberal desde una noción alternativa de derecho, pareciera por fin tener un espacio en el cual expresarse y desarrollarse.
Sin embargo -como esperamos mostrarlo más adelante- el actual proceso de reformas estatales, en el que se injerta por primera vez el reconocimiento a la pluralidad étnica del país, puede acabar en retórica, si el Estado y la clase política se siguen mostrando tan incapaces de resolver las demandas antidiscriminatorias implícitas en los movimientos indígenas de nuevo cuño. Si bien el influjo de los organismos internacionales en la redefinición de las relaciones de los Estados del sur con sus propias poblaciones indígenas, sumado a la persistente presión interna, han logrado colocar el tema de los derechos de los pueblos indígenas en el tapete de la discusión normativa, este proceso aún no ha sacudido hasta el fondo los cimientos coloniales del Estado boliviano.
Como resultado de los frustrantes últimos años de la democracia, los movimientos de base étnica enfrentan una serie de disyunciones y desgarramientos internos, por su propio modo de inserción en la modernidad boliviana. Provienen de una tradición masculina y letrada del derecho, que aunque ha integrado una hermenéutica y una memoria indígena del derecho colonial y pre-colonial, ha excluido todavía a las fuentes últimas de ese derecho. Estas se plasman en un sistema económico, cultural y religioso en el que el hombre y la mujer se relacionan por reglas y sistemas de representación simbólica completamente distintos a los que impone la sociedad criolla dominante. En los movimientos étnicos de nuevo cuño, las mujeres generalmente brillan por su ausencia, o han tenido una presencia marginal y emblemática, en gran medida promovida por corrientes feministas fuera de las propias organizaciones tanto en el katarismo - indianismo de los años 70 - 80, como en las organizacines indígenas de las tierras bajas de los años 80-90, las mujeres han logrado una representación tardía y recortada por conflictos y contextos culturales que favorecen la hegemonía de la visión letrada y masculina de los derechos indígenas (Mejía de Morales et al. 1985). Aunque un discurso acerca del mayor equilibrio y complementariedad entre los géneros parece ser rasgo común a estas organizaciones, a veces refleja más los buenos deseos de los teóricos y financiadores de estos movimientos, que las realidades vividas por las mujeres indígenas en sus comunidades. Tal discurso, en efecto, se ha convertido en una retórica encubridora, que permite a las propias . autoridades estatales idealizar la "complementariedad" entr~ los géneros en las sociedades indígenas, para justificar la reproducción del dominio masculino, clientelar y patriarcal que se prolonga en los municipios, los sindicatos y las OTB's. Estas últimas se constituyen en nuevos espacios de oferta "democrática" del Estado hacia el mundo indígena, y cargan en su estructura el lastre de los sesgos masculinos y occidentales que acarrea históricamente el sistema político boliviano.
4. Indígenas en el actual diseño estatal boliviano: una mayoría con conciencia de minoría.
Según la argumentación precedente, la práctica del derecho liberal en Bolivia, aún en sus remozadas versiones actuales, ha conducido a procesos muy tenaces de exclusión, los cuales afectan con mayor intensidad a las poblaciones indígenas y a las mujeres. La exclusión comienza por hacer invisibles a indios y a mujeres en las estadísticas. Continúa cuando se marginaliza sus demandas a remotos "territorios" periféricos, a los que se trata de controlar y fragmentar, recortando sus implicaciones para la reforma municipal y en la descentralización administrativa del Estado. Culmina, en fin -como en 1952- en la esperanza mestizo-ilustrada, de que el componente indio de la población está, por fin, disminuyendo aceleradamente, condenado a la extinción por el mestizaje inevitable inscrito en la modernización y el progreso. Como a fines del siglo pasado ya lo hiciera Gabriel René Moreno, la élite ilustrada canta (pero esta vez a soto voce) elegías a esa "raza que se va", empujada a la inevitable disolución por el empuje del progreso encarnado en las poblaciones pioneras (Moreno [1988] 1973). Versiones más o menos crudas de estas ideas pueblan el imaginario de las élites y les impiden ver (como a Saavedra y los Republicanos) que Bolivia será un país colonial, mientras su clase dominante siga siendo colonizada, y mientras sus sectores mestizos ilustrados no asuman con orgullo su propia diferencia cultural y dialoguen de igual a igual con todos los pueblos y culturas que habitan el territorio nacional, abandonando los sueños de conquista y saqueo que los llevan a excluirlos y minimizarlos.
Vemos, por contraste, qué ha hecho la clase política mestiza ilustrada en la última década. Desde los censos de 1976 y 1992, así como en la elaboración del "Censo Indígena de Tierras Bajas" (1993-95) la etnicidad ha sido consistentemente restringida e invisibilizada. El desmantelamiento de las orientaciones gremiales kataristas en la CSUTCB a partir de 1988, así como la crisis interna que vivió este organismo por efecto de la política partidaria, convirtieron al Oriente en el espacio ideal para una "sanitización" de la etnicidad desde el Estado. En forma coincidente, organismos como el Banco Mundial, el BID y el PNUD contribuyeron al estereotipo -acorde con la situación indígena en la mayoría de países latinoamericanos- de que lo indígena era un fenómeno minoritario, de escasa relevancia demográfica y localizado en áreas rurales remotas e inaccesibles (los casos de México y Colombia son parte de este modelo).
El Estado engarzó perfectamente estas visiones con sus propios deseos de modernizar el país y acabar con los lastres incómodos de la etnicidad. Esto puede constatarse con un análisis somero de los citados Censos, que pretenden darnos una imagen de la evolución de la población indígena en Boliviaen décadas recientes. Según cifras analizadas por Albó, de 4.613.486 personas que habitaban el país en 1976, el36.3% eran monolingües castellanas. Para 1992, las monolingües castellanas declaradas habían ascendido al 41.7%. Las personas hablantes de idiomas nativos seguían siendo la mayoría, pero entre ellas, el monolingüismo había disminuido también: del 20.4°/o en 1976, al 11.5°/o en 1992. En cambio, las bilingües (castellano más uno o dos idiomas nativos) habían aumentado, de un 42.5°/o de la población en 1976, a 45.7% en 1992. Tanto el monolingüismo en idioma nativo como el bilingüismo, continúan siendo mucho más frecuentes en las mujeres, mostrando una clara diferenciación de género en el impacto de la escuela castellanizante y universal que se impuso tras la Reforma Educativa de 1955. Los datos también confirman la peculiar reproducción de la etnicidad urbana en las ciudades de Bolivia. Así, según el censo de 1992, el porcentaje de hablantes de una lengua indígena en las principales ciudades de la zona andina era el siguiente:40% hablantes en aymara en La Paz, 60% en El Alto, SOo/o hablantes de qhichwa en Cochabamba, 60o/o en Sucre y 69% en Potosí. En el caso de Oruro, entre hablantes de qhichwa (22%) y el aymara (40°/o) sumaban alrededor de 51 % de la población (menos el 11 % de bilingües; Albó 1995, vol 11:69).
Sin embargo, tanto en el área rural como en las ciudades, existieron importantes fuentes de error censal, que revelan el persistente intento estatal por invisibilizar a los indígenas. Los datos muestran que en el período intercensal 1976-1992, se produjo un decrecimiento neto de la población hablante de idiomas nativos y un incremento proporcional del monolingüismo castellano declarado. Sin embargo, los menores de 6 años fueron excluidos de las preguntas sobre la lengua en 1992, a pesar de opiniones autorizadas que recomiendan lo contrario. Pero además, en ninguno de los materiales difundidos por el Censo se analiza el dato (que sí es desmenuzado por Albó) del incremento neto de la población bilingüe, lo que implica tambi$n -vía migración y reproducción de la etnicidad urbana en las nuevas generaciones- el crecimiento del bilingüismo urbano. El hecho de que, en el mismo período, la población urbana pasara de ser minoritaria, a ocupar una clara mayoría del 58%, contribuyó también al imaginario progresista que insulflan las lecturas estatales de estos censos. Los cálculos y proyecciones que realizan los especialistas en base a los datos censales, tienden a subestimar a un porcentaje difícilmente calculable de la población rural, que tiene doble residencia, y vive "cabalgando entre dos mundos", oficiando de "campesinos" en las ciudades, y en el campo de enlaces culturales y económicos con el mundo mercantil y urbano. Subregistran también a quienes siguen siendo discriminados como "indios" en las ciudades, porque ostentan aún emblemas visibles de su identidad cultural, aunque nieguen ferozmente ser hablantes del aymara al responder un censo y declaren con igual testarudez ser mestizos en las encuestas de opinión pública. Un recálculo de la población que para fines funcionales debe sonsiderarse "indígena" en Bolivia, alcanzaría hasta el 74% de la población, en correlación admirable con la pobreza, a través de indicadores de empleo, ingresos, salud y otros de desarrollo humano (cf. UNFPA1996).
Un efecto similar de invisibilización puede constatarse en el Censo Indígena de Tierras Bajas, auspiciado por el PNUD, a través del Instituto Indigenista Boliviano y la SNAEGG. Bajo el influjo de la experiencia latinoamericana -en la mayoría de países, los indígenas son minorías efectivas- los autores del censo proyectaron una imagen muy peculiar de la población indígena de la Amazonía, el Oriente y el Chaco. La Confederación de Indígenas del Oriente Boliviano (CIDOB), surgida al calor de la Marcha Indígena de 1990, participó en su realización (aunque no en su diseño), con el fin de medir las fuerzas que podría tener una convocatoria gremial y política articulada en torno a la etnicidad, especialmente después de los iniciales éxitos que en el plano legislativo consiguiera la Marcha Indígena por el Territorio y la Dignidad (1990).
Los elaboradores del Censo descartaron el uso de los indicadores lingüísticos de los censos de 1976-1992 adoptando en cambio el criterio de autoreconocimiento (tomado seguramente de Barth 1976), que pretendía ser más fiel en regiones como la Amazonía, donde la pérdida lingüística era muy notoria, aunque las poblaciones seguían organizada en Cabildos y practicando de múltiples modos su etnicidad. Sin embargo, desconociendo el hecho de que casi toda la historia del poblamiento urbano de la Amazonía, el Oriente y el Chaco fue de origen misional y que incluso los asentamientos caucheros tenían una fuerte población categorizada como indígena, los elaboradores del censo excluyeron, inexplicablemente, a poblaciones de 2000 habitantes y más. Un error de tal magnitud, condujo a la fatal subenumeración de la población indígena de Tierras Bajas, situación que ha llevado a desestimar este instrumento como dato oficial, para fines del actual proceso municipal (República de Bolivia 1995). En un intento por subsanar este error, los elaboradores del censo recalcularon a la población indígena en las tres regiones, a base de indicadores lingüísticos. Habida cuenta de que en zonas como el Beni el grado de pérdida lingüística llega a más del 50°/o (este promedio seguramente sería más alto si se habría incluido el componente urbano), el nivel de subenumeración no pudo ser corregido3 Estos problemas metodológicos y de interpretación, llegan a tener profundas implicaciones para la definición de los "derechos de los pueblos indígenas". Por ejemplo, los resultados del Censo no son compatibles con el esquema territorial vigente, donde los municipios articulan un componente urbano y otro rural, y donde las poblaciones indígenas, sobre todo en el área misional, son parte integrante de la estructura urbana desde hace siglos. El censo tampoco permite calcular los impactos del proceso migratorio sobre las poblaciones indígenas rurales, que afectan en particular a las mujeres (migración de trabajadoras indígenas al servicio doméstico urbano, jefatura de hogar femenina en las áreas de mayor emigración laboral masculina, etc.) La problemática de las mujeres indígenas resulta también invisibilizada a través de definiciones sesgadas de jefatura de hogar, que desconocen su aporte en el grueso de actividades productivas y reproductivas de los hogares indígenas. Le queda quizás al Censo Indígena de Tierras Bajas el dudoso beneficio de habernos proporcionado un meticuloso inventario de los recursos madereros y forestales que explotan las comunidades de las áreas boscosas del país. Esperemos que no sean los aserraderos y empresas que pululan por esos bosques, los únicos en enterarse de sus resultados.
Estamos ahora en condiciones de redondear la idea que dio lugar a este acápite. Los dos principales instrumentos de política estatal en el área de población y desarrollo, como son los Censos de Población y Vivienda de 1976 y 1992, y el Censo Indígena de Tierras Bajas, tienen un sutil impacto en la for.mación de la opinión pública letrada en nuestro país, y en la propia definición de la naturaleza y alcances de la noción de "derechos indígenas". Así, a pesar del notorio incremento que muestran los censos en las poblaciones bilingües urbanas y rurales, la Reforma Educativa está pensada principalmente para comunidades mono-lingües, y recluida al ámbito rural. Por lo tanto, no toma en cuenta las demandas de recuperación lingüística presentes en las movilizaciones indígenas en pro de una educación intercultural y bilingüe. Del mismo modo, la Participación Popular desconoce los territorios indígenas consolidados a principios de los 90, e indirectamente excluye a las organizaciones étnicas de participar en los procesos municipales urbanos (monopolizados por las Juntas Vecinales). En las zonas tradicionales andinas, las demandas de federaciones de ayllus y otras formas gremializadas de la autoridad étnica, se ven bloqueadas por el forcejeo clientelar de los partidos y por la acción de desarrollo de las ONG's (Rivera y THOA1992). Finalmente, las mujeres indígenas resultan cada vez más ajenas a este espacio de mediaciones en el que la cultura letrada, las nociones occidentales de desarrollo y la política clientelar imponen una cultura política patriarcalizada, que sólo las usa como elementos de transacción simbólica en su estrategia de poder.
En conjunto, la representación estatal de lo indígena, montada sobre la información censal y sobre los deseos inconscientes de la minoría dominante, muestra a los indios disminuyendo, a las lenguas indígenas en franco y veloz deterioro y al mundo rural despoblándose persistentemente. Todos estos factores han contribuido a que la amplia mayoría demográfica y política consolidada por los kataristas e indianistas a principios de los años 80, adquiera, en los hechos, una conciencia de minoría. La representación disminuida del potencial demográfico y político autónomo de las poblaciones indígenas, se introyecta así en las nuevas generaciones, traduciéndose en pérdida de la memoria histórica, erosión de la autoestima cultural y una serie de rasgos de subalternidad que las condenan a un papel crecientemente subordinado en los espacios del hacer público, legislativo y político ofrecidos por el sistema democrático, perpetuando así su discriminación y exclusión.
5. Derechos de las mujeres (indígenas, cholas o birlochas) o los límites de la territorialidad
He hecho hasta ahora una lectura de género del mundo masculino ilustrado que se traduce en las leyes y prácticas estatales en Bolivia, así como un somero análisis de la producción normativa y el discurso político de los movimientos denominados "indígenas", tanto históricos como modernos. Me cabe finalizar este artículo con algunas ideas acerca de las implicaciones de todos estos procesos para las mujeres, sean estas indígenas, cholas o birlochas o pertenezcan incluso al mundo de las élites mestizas ilustradas.
El tema está enmarcado en una situación colonial más amplia y estructurante, donde la matriz cultural e ideológica de Occidente se instala en el Estado y desde allí nombra, enumera, oprime y jerarquiza a los diversos pueblos y culturas nativas de Bolivia, en base a su (relativa) condición humana. Estos "otros", semi-humanos, a los que marginaliza por sus diferencias, han sido en realidad, heredados como súbditos de una república nacida del derecho de conquista. La práctica de la opresión colonial se reproduce así, aún en los espacios más avanzados de la modernidad ilustrada y en los nuevos mecanismos de mediación populista injertados en el Estado en la década de 1950. En este casi medio siglo de homogeneización y renovado pacto ciudadano con el Estado, el panorama de la etnicidad en Bolivia nos muestra a poblaciones enteras, que a pesar de negar ferozmente su etnicidad, convierten a este mismo acto, paradójicamente, en una nueva marca de etnicidad. Es el caso del "cholaje" andino, que a pesar de haber adoptado el terno, la propiedad privada y muchos otros rasgos culturales de occidente, prolonga su status subalterno, precisamente a causa de estas conductas arribistas, de mímesis cultural, que lo llevan a representar en forma caricaturizada al mundo cultural dominante.
La lectura de la situación femenina salta aquí a la vista. Uno de los ejemplos más elocuentes de la estigmatización de las conductas de mímesis cultural, lo ofrece la evolución -desde el siglo XVIII- de la vestimenta de la chola paceña (cf. Barragán 1992). Ideada inicialmente como una estrategia que permitiría a las indígenas migrantes cambiar su status y acceder al mundo mercantil y social dominante, la pollera, mantón de Manila y sombrero Borsalino (adoptado en el siglo XIX) se han convertido emblema de una etnicidad discriminada y excluida, que niega y afirma ambigüamente las diferencias de gesto y de conducta, pero las enmascara también en aspiraciones y autopercepciones "mestizas" o de "clase media", que son proyectadas a la prole. He estudiado en otras partes estos procesos, en términos de una hipótesis que postula la construcción colonial de identidades, particularmente las identidades "cholas" y "mestizas" de la contemporaneidad boliviana (Rivera 1992b, 1996b, Rivera [comp.] 1996). Aquí me interesa el asunto desde el ángulo de los "derechos", por lo que he de preferir atenerme a algunos ejemplos históricos. El análisis que sigue se nutrirá de muchas ideas ya anteriormente expresadas en distinta forma.
La estructura del mercado laboral urbano nos ofrece una primera ejemplificación de esta situación, donde mujeres migrantes, "cholas" o birlochas configuran un espacio discriminado del "mestizaje", que a fuerza de buscar un espejo en occidente, terminó representando sus rasgos en forma arcaica y caricaturesca. No cabe duda que la segregación y exclusión impuestas a estos personajes intermedios, debió contribuir a fijar nuevamente las fronteras, cercando a las "cholas" en un estrato a medias en el camino de la occidentalización y la ciudadanía. Paradójicamente, la huella más visible de este proceso fue el intento de hacer invisible y clandestina la cultura propia, imponiendo a las nuevas generaciones la negación de su propio ancestro y el alejamiento definitivo de la cultura rural de origen (cf. Pereda 1992, Rivera 1993). El desarraigo étnico, el cambio de categoría tributaria, la hipergamia y muchas otras prácticas, han sido los mecanismos a través de los cuales se ha constituido históricamente ese espacio de "desprecios escalonados" (Saignes 1985), o "exclusiones eslabonadas" (Rivera [comp]1996) que se asocia con el "mestizaje". Sin embargo, ninguna noción de derechos indígenas interpela aún a los problemas específicos de discriminación laboral, falta de oportunidades educativas y frustraciones ciudadanas que experimentan los eslabones medios y bajos de esta cadena.
La experiencia de la etnicidad, tal como es vivida cotidianamente en el altiplano, valles y selvas (también en la selva urbana) tiene sin duda mucho que ver con estas realidades, en las que se plasma el trabajo, las estrategias matrimoniales y las percepciones culturales de cientos de miles de mujeres. En una investigación reciente sobre cuatro escenarios étnicos de Bolivia (tres rurales y uno urbano) (Rivera [comp.] 1996) se ha mostrado cómo es que el trabajo invisible de las mujeres contribuye a reproducir la etnicidad, aún en contextos urbanos y mercantiles, donde un amplio tejido social en cuyo centro están ellas, permite la sobrevivencia de los hogares y los negocios de las familias migrantes. Es esta su "tercera jornada" social -en la que cumple aynis, alimenta relaciones de parentesco y compadrazgo, organiza empresas o talleres en base a circuitos de reciprocidad- la que permite no sólo la sobrevivencia económica, también la reproducción cultural y aún la prosperidad empresarial de estos negocios y familias, a pesar de la barrera de discriminaciones que pesa contra sus miembros. En todos estos contextos, la labor productiva y empresarial femenina no suele ser reconocida, y se subsume a los avatares de la aventura migratoria del varón (cf. Albó et al. 1981). Como lo ha documentado muy bien Criales, la resistencia a este modelo patriarcal asume la forma del retorno al campo, donde la fiesta patronal de la marka de origen se convierte en escenario fugaz de un máximo de poder femenino, expresado en el derroche del propio dinero y la acumulación simbólica de prestigio. Estos actos legitiman y compensan las profundas desigualdades de la vida cotidiana, donde las penurias y sufrimientos de género se suman al desprecio cultural de la sociedad, por su condición de "cholas" (Criales 1994). Hasta ahora, ninguna organización indígena ha reclamado para sí estos escenarios, ni existe aún noción de derechos indígenas que se aplique a estas mujeres, que en el imaginario estatal ofician como "mestizas".
Otro ángulo del mismo fenómeno puede observarse revisando los procesos sindicales en los valles de Cochabamba, en las décadas posteriores a la revolución de 1952 y la reforma agraria de 1953 (Lagos 1988, Paulson 1992). El panorama confirma la exclusión sistemática de las mujeres de los nuevos espacios públicos construidos al calor de la sindicalización y la movilización política campesina. Tanto en Mizque como en Tiraque, el proceso político desatado por la movilización agraria, terminó cerrando el paso a la presencia de mujeres y convirtiendo a los sindicatos, comandos y otros organismos en espacios de prebendalismo estatal y la mediación clientelar masculina. Paradójicamente, fue la secular actividad mercantil y social de las mujeres cochabambinas -en tanto empresarias de la chicha y otras múltiples actividades- lo que permitió a los varones dedicar la mayoría de su tiempo al sindicalismo o a la política. La exaltación de la chichería y de las virtudes maternales de las mujeres cochabambinas (en toda la "gama" del continuum urbano-rural del mestizaje), tanto como la versión popular acerca del "matriarcado", vigente en los valles, nos muestran cuán perversa es la imagen ilustrada de la ciudadanía, en su consecuencia real para las mujeres, a tierno de explotar inmisericordemente a sus madres y abuelas, los sindicalista y trabajadores itinerantes de los valles, accedían a una forma degradable de ciudadanía, injertada en las redes clientelares masculinas de los partidos. La vergüenza y el autorechazo se transfirieron así a las mujeres, emblematizando en ellas el atraso rural, la economía premercantil y la barbarie familista del pasado (cf. Rivera [comp.] 1996, Paulson 1992).
Pero si aún cabe un ejemplo más vivo de etnicidad segregada y discriminada en la región andina de Bolivia -aunque también existe en otras regiones- este es el llamado "trabajo del hogar", o servicio doméstico remunerado, que caracteriza la estructura del empleo urbano en nuestro país. Según un estudio publicado por el CEDLA, esta población ha aumentado su contribución a la PEA urbana, del 5.0% en 1985 al 6.2% en 1991, alcanzando a 47.909 personas en este año. De ellas, 90% eran mujeres y 70% eran migrantes, es 9ecir, mujeres "indígenas", hablantes de un idioma nativo y nacidas en comunidades rurales. Uno de los pocos espacios de inserción laboral para las mujeres indígenas migrantes en las ciudades, es el trabajo doméstico, cuyo nivel salarial no alcanza ni al 50% del salario mínimo normativo (ILDIS-CEDLA 1994). Ciertamente, una situación como ésta afecta al balance de género de toda la sociedad, y alude a inequidades más profundas, que no han podido ser encaradas ni por las tendencias feministas más radicales. Una de ellas, a mi juicio central, es que la ca-responsabilidad paterna y doméstica de los varones se ve postergada indefinidamente por la existencia de estas otras mujeres en los hogares, que se hacen cargo de la "segunda" jornada femenina. Lo que queda fuera de discusión con esta transacción entre mujeres de distinto poder económico y origen cultural, es la imagen de las ocupaciones domésticas como si "naturalmente" correspondieran al sexo femenino. Esta naturalización es algo que la teoría feminista viene impugnando desde hace varias décadas, aunque en Bolivia resulta casi un tema tabú, debido a la labor invisible de las trabajadoras domésticas.
En el contexto del debate sobre derechos indígenas, los ejemplos planteados en los párrafos anteriores, aluden a situaciones en que aún los derechos humanos más elementales son negados a las personas, en virtud de su etnicidad o de los rastros de ella. Situaciones como los bajos niveles salariales del empleo doméstico, la duplicación de cargas laborales en mujeres jefas de hogares y la emigración selectiva, afectan a las comunidades indígenas de diversas regiones del país, tanto como a sus avanzadas migratorias en las ciudades, sin que hasta el momento estas poblaciones hallen espacio para sus demandas en las organizaciones étnicas. Estas se hallan confinadas a una definición de derechos colectivos sobre el territorio, que resulta, paradójicamente, poniendo límites a las demandas y derechos indígenas. Si bien en su momento, la lucha indígena por el territorio ha sido un elemento importante de interpelación al Estado boliviano, creemos que la lucha por la "dignidad" ese aún un terreno por desarrollar, y debe aplicarse a una pluralidad de contextos, urbanos y rurales, en los que la etnicidad implica para sus portadores/as el deterioro de sus derechos humanos. La territorialización de los derechos indígenas impide superar la camisa de fuerza que el derecho liberal ha puesto a la etnicidad, al confinarla a un espacio letrado y masculino que escamotea numerosas cuestiones de derechos humanos y ciudadanos, implícitas en la práctica de las movilizaciones indígenas.
Es por ello, mientras no se plasme en el accionar estatal, pero también en la práctica de las propias organizaciones indígenas, una "política de la etnicidad" capaz de presentar alternativas para las mujeres, quizás no bastarán los avances logrados con el reconocimiento al carácter multiétnico del país en la CPE y otras medidas conexas. Asimismo, mientras las organizaciones indígenas no perciban como a miembras de sus pueblos y comunidades a las migrantes que prestan servicios en condiciones degradantes en los hogares de las capas medias y altas urbanas, su propia noción de derechos quedará limitada y fragmentada. Mientras las organizaciones étnicas no sean capacez de encarar los fenómenos de opresión de género que desata la emigración de brazos masculinos a las ciudades y a la zafra y el problema cada vez más extendido de los hogares indígenas encabezados por mujeres, la noción de derechos humanos quedará en simple retórica. Si esto es así, habremos contribuido a prolongar la aspiración estatal, de cambiar la conciencia de mayoría que el movimiento indígena tuvo en Bolivia en la década de 1980, en una conciencia de minoría, que vive tan sólo de las migajas del "desarrollo" y de desiguales transacciones ecológicas y económicas con Occidente. El corolario implícito en toda esta argumentación alude a la necesidad de un esfuerzo simultáneo de descolonización cultural y de género, a través de una teoría y una práctica que engarcen las nociones alternativas y pluralistas de derecho ciudadano con el derecho consuetudinario, tanto en la legislación como en las prácticas más cotidianas y privadas de la gente.
NOTAS
1. Para ilustrar todos estos aspectos puede consultarse una abundante bibliografía. Menciono una selección de lo más relevante: Zuidema (1989), Harris (1980), lsbell (s.f.), Amold (1994), Spedding (s.f.), Silverblatt (1987).
2. Entrevista con Liber Forti, archivo oral del Taller de Historia Oral Andina, 1986.
3. Quizás los únicos valores de este instrumento censal sean: a) haber permitido a las organizaciones indígenas del Oriente calcular los efectivos que podría reclutar una convocatoria basada en lineamientos de adscripción étnica; b) haber balanceado los sesgos andinocéntridos de los anteriores instrumentos (censos de 1976 y 1992), que sólo incluían al Guaraní (recién en 1992) entre las "otras lenguas indígenas" indiferenciadas que subsumían la etnicidad oriental. Hoy en día, sabemos por ejemplo, que el guaraní, aunque es hablado en forma más compacta en la región chaqueña, es en realidad el tercer idioma indígena, después del Chiquitano y de todas las variantes dialectales del "Moxeño", que pueblan dispersas, no solamente las ciudades y pueblos del Beni, sino los territorios del Bosque de Chimanes y del Parque lsiboro-Sécure.
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