Introducción
El presente artículo pretende considerar las relaciones de tensión que se establecen entre los imaginarios y la discursividad centrada en la “nación” y las condiciones de diversidad y pluralidad que, al menos de modo ideal, deberían caracterizar a la esfera pública como escenario de debate ciudadano y convivencia democrática.
En orden de desarrollar estos análisis, la investigación acude a las ideas y conceptos de algunos de los pensadores clásicos en torno a estas cuestiones. Así, en la primera sección del texto se consideran las perspectivas acerca de la esfera pública desarrolladas por Hannah Arendt y Jürgen Habermas. Por otro lado, la segunda sección intenta tematizar el problema de la nación desde la lectura de autores como Benedict Anderson y Michael Billig. En la tercera sección, finalmente, se emplean especialmente algunas de las reflexiones de Craig Calhoun para retratar las tensiones posibles que se establecen entre un “ideal” nacional tendiente a la unidad y la homogeneidad y un horizonte de “debate público” que debe necesariamente nutrirse de la diferencia y la pluralidad de perspectivas.
La cuestión del surgimiento y la expansión de los medios masivos de comunicación en cuanto elemento formador central tanto del horizonte nacional como del espacio público es una consideración transversal a lo largo del trabajo que, sin embargo, está considerada de modo específico en la sección final dedicada a las reflexiones de conclusión. En cualquier caso, es importante mencionar que este trabajo constituye el primer paso (centrado en la consideración teórica general y el planteamiento de los problemas fundamentales) de una investigación mayor que continuará desarrollándose en los próximos años en sus aspectos específicos y sus ramificaciones concretas.
1. Esfera pública y convivencia democrática: las visiones de Arendt y Habermas
En La condición humana, su libro de 1958, la filósofa alemana Hannah Arendt se propondrá analizar tres “actividades humanas fundamentales” (labor, trabajo y acción) que, en su visión, caracterizarían la existencia “activa” del hombre. La autora entenderá que estas tres categorías son “primarias” por corresponder “a las condiciones básicas bajo las cuales la vida en la Tierra se le ha dado al hombre” (Arendt, 1998, p. 7). Arendt vinculará, sobre esta base de comprensión, la actividad de la labor (labor) a la condición de la “vida” (biológica) humana, la actividad del trabajo (work) a la condición de la “mundanidad” (worldliness) del hombre y la actividad de la acción (action) a la condición de la “pluralidad” existentes entre los hombres (1998, pp. 7 y ss.).
La labor, como actividad surgida desde y para la reproducción de la dimensión biológica del ser humano, es la que despliega lo que la autora denomina -en sintonía con Marx- “el metabolismo del hombre con la naturaleza” (1998, p. 98). Por otra parte, el trabajo sería “la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia humana, aquello que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie” (1998, p. 7). De tal forma, el trabajo es creador del mundo, entendido como el conjunto relacionado de objetos y productos humanos que se diferencian de (e imponen a) la naturaleza.
Finalmente, la acción (o actividad política) es la que se establecería entre los hombres en el marco de espacios instituidos en los que la pluralidad humana ofrece un escenario compartido para que los actos y palabras individuales sean conservados en el ámbito colectivo. La política brota, como posibilidad humana, únicamente debido al hecho de que los hombres son distintos entre sí y de que, a pesar de esto, pueden comprenderse mutuamente en el ámbito del significado compartido. Este doble carácter de cercanía y distancia simultánea es a lo que propiamente se referirá la pensadora alemana cuando emplee el concepto de “pluralidad”.
Para Arendt, estas tres actividades básicas habrían sido pensadas en sus realidades específicas en primer lugar por el mundo griego. En tal sentido, una de sus características -ya definida en aquel horizonte inicial de comprensión- era la pertenencia de ellas a uno u otro de los “espacios” propios de la vida colectiva. Debe recordarse que la mentalidad helénica antigua dividía el marco general de la polis ( a ciudad-Estado) en dos ámbitos: el “común” (to koinon) y el “privado” (to idion). A su vez, cada uno de estos conceptos se hallaba, por su carácter, ligado al espacio del “ágora” (la plaza pública) o del oikos (la casa privada). Será sobre el trasfondo de tal división (que define el inicio de la distinción entre “lo público” y “lo privado” en la tradición occidental) que las actividades fundamentales adquieran su “lugar” específico.
Según la autora, los ámbitos de tipo privado fueron el lugar de desarrollo de la labor mientras el espacio público se constituía en el escenario de la acción o de la actividad política. El trabajo (poiesis), por otro lado, sería una suerte de actividad intermedia, desarrollada en cierto aislamiento, pero condicionada y definida por el mundo público del que sus objetos pasarán a formar parte (Arendt, 1998, p. 38). Algo que debe entenderse es que, para la comprensión griega, la labor se hallaba vinculada con la condición animal del hombre y, en este sentido, con la necesidad biológica. Es por esta razón que dicha actividad permanece “escondida” en el espacio privado (Arendt, 1998, p. 72). Por otra parte, será en la acción (actividad política por excelencia) que los hombres afirmen su verdadera humanidad, consagrándose como seres libres que, más allá de la necesidad biológica, interactúen con otros en busca de acuerdos que construyan el mundo común (Arendt, 1998, p. 41). Es por tal razón que la actividad política recibe la “dignidad” de ser mostrada “en público”. Son tales experiencias griegas “clásicas” las que definirán el sentido básico con el que, en Occidente, se piense los conceptos de “publicidad” y “privacidad”.
Refiriéndose, en concreto, a la representación occidental de “lo público”, Arendt dirá que, en su acepción tradicional, esta idea está referida a dos características básicas. En primer lugar, al hecho de que “todo lo que aparece en público podía ser visto y oído por todos y tenía la más amplia publicidad posible” (Arendt, 1998, p. 50). De tal forma, “lo público” estaría vinculado al concepto de “visibilidad”. Por otra parte, la autora alemana notará que “la palabra ‘público’ también estaba referida al mundo mismo, en la medida en que es común a todos y distinto de nuestro lugar privadamente poseído en él” (Arendt, 1998, p. 52). En dicho sentido, también una vinculación con “lo colectivo” (como opuesto a “lo privado”) sería una nota esencial de aquello que puede definirse como “público”.
Será sobre esta doble condición de la dimensión pública de la vida social que se constituya, ya en el marco del pensamiento político antiguo, la idea de la “esfera pública” como un espacio en el que los individuos se ocupan, a través del debate, de los asuntos comunes a la luz de la mirada colectiva:
La esfera pública [...] estaba reservada para la individualidad; era el único lugar donde los hombres podían mostrar quiénes eran real e invariablemente. Era en virtud de esta oportunidad -y por amor al cuerpo político que les brindaba esta posibilidad- que cada uno de ellos estaba más o menos dispuesto a compartir la carga de la jurisdicción, defensa y administración de los asuntos públicos (Arendt, 1998, p. 41).
Después de Arendt, el filósofo alemán Jürgen Habermas trabajará la forma en que esta representación griega de lo público ha moldeado la comprensión política moderna en el mundo occidental: “Desde el Renacimiento, este modelo de la esfera pública helénica que nos ha sido legado en la forma estilizada de la auto-interpretación griega ha compartido junto con todo lo considerado ‘clásico’ un peculiar poder normativo” (1991, p. 4).
Habermas es, precisamente, uno de los autores cuya consideración analítica de la génesis y decurso de la esfera pública moderna ha resultado más influyente en el pensamiento político contemporáneo. En notable sintonía (pero también en desacuerdo) con algunos de los aspectos de la teoría arendtiana , el pensador alemán construirá su propia perspectiva histórica centrándola en lo que él llama la “esfera pública burguesa”. Así, en su importante libro de 1963 titulado La transformación de la esfera pública, Habermas considerará que el desarrollo de la “publicidad burguesa” en los siglos XVI y XVII (misma que constituye el modelo fundamental de la esfera pública moderna) está intrínsecamente relacionado tanto con “el temprano comercio capitalista a gran escala” como con “el intercambio [comercial] de noticias” (1991, pp. 15-16).
Considerando que estos procesos se articularon con el surgimiento de los Estados-nación modernos, es posible colegir que las nuevas condiciones mercantiles y el flujo de información impulsado por la naciente prensa habrían logrado consolidar un espacio semiótico que permitía a los individuos de un grupo nacional representarse su propia comunidad. Así, un conjunto de temas “públicos” transmitidos por la comunicación masiva habrían adquirido la “visibilidad” y el carácter “colectivo” que, tanto para Arendt como para otros teóricos más recientes como Jeff Weintraub (1997), caracterizarían toda idea de “lo público” en general.
Uno de los conceptos que será central en la tematización habermasiana de la esfera pública moderna es la noción del “uso público de la razón crítica”. Según el autor alemán, como resultado de una peculiar auto- representación de su propia subjetividad en tanto autónoma y libre , los individuos burgueses, reunidos como “público”, se veían impulsados a la práctica del debate racional sometiendo las diferentes políticas del gobierno a una inspección “crítica” (1991, pp. 104 y ss.). En este mismo sentido, por otra parte, podría pensarse también la idea moderna de la “opinión pública” (Habermas, 1991, pp. 30-31).
Un aspecto vital de esta “racionalidad crítica” es el hecho de que, en su ejercicio colectivo, tienden a suspenderse los “roles” sociales usualmente vigentes entre los individuos burgueses. Según Habermas, esta “voluntad mutua de aceptar los roles socialmente dados y, simultáneamente, suspender su realidad, estaba basada en la confianza justificable de que dentro del ‘público’ [del que se formaba parte] -presuponiendo el interés de clase compartido- las relaciones de amigo y enemigo no tenían sentido” (1991, p. 131). Así, la discusión públicamente orientada, al actualizar la distancia entre las perspectivas individuales al interior de un colectivo, tendría la potencialidad de relegar a un segundo plano el sentido de la identidad grupal para desplegar, más bien, una fuerza integradora diferente, centrada en la convergencia o divergencia de opiniones e ideas.
En otras palabras, ahí donde la racionalidad crítica que caracteriza idealmente el debate público ciudadano se efectúa, otros sentidos colectivos de comunidad que puedan fundarse en estructuras distintas de la coincidencia de opiniones quedan “puestos entre paréntesis”. Esto parecería justificar la aseveración arendtiana anteriormente citada de que “lo público” constituye, por excelencia, el escenario de la individualidad, es decir, el espacio en el cual cualquier sentido de “colectividad” precedente queda re-articulado a través de la fuerza (a la par integradora y disgregadora) del discurso-debate colectivo.
2. Esfera pública y “comunidad imaginada”: la nación y sus formas discursivas
Existe un autor que comparte, punto por punto, la lectura de Habermas acerca de la inter-relación de factores que constituirían la base de formación de la vida colectiva moderna: Benedict Anderson. Debe notarse, sin embargo, que este último pensador ha adquirido un enorme prestigio académico no por sus reflexiones acerca de la esfera pública burguesa, sino más bien por sus análisis en torno a la formación de las identidades nacionales contemporáneas. En 1983, en un texto que ha marcado un antes y un después en los estudios acerca del nacionalismo, Anderson propuso comprender las naciones como “comunidades imaginadas”, esto es, como sistemas culturales que definen el modo individual y colectivo de representación de la propia pertenencia e identidad colectiva (Cfr. Anderson, 1993, pp. 23 y ss.).
La forma nacional de imaginar la comunidad devendría, según el autor, de la “destilación espontánea” producida por un cruce complejo de fuerzas históricas de naturaleza económica y política, pero también comunicacional (p. 21). Anderson posicionará el concepto de “capitalismo impreso vernáculo” para definir esta conjunción de procesos distintos entre los que figuran el crecimiento de la economía de mercado, el derrumbe de la hegemonía lingüística del latín y el despliegue de la tecnología de la imprenta que impulsará el desarrollo de la prensa (p. 115).
Puede notarse inmediatamente, en la lectura de factores tales como la dinámica capitalista o la circulación de periódicos, una virtual sinonimia entre los análisis de Anderson y Habermas acerca de las condiciones básicas que dan pie al nuevo contexto moderno. Pero, además, el autor de Comunidades imaginadas propondrá (al igual que el filósofo alemán hiciera en torno a su consideración de la esfera pública burguesa) que, a través del consumo regular de noticias posibilitado por la prensa, los individuos pasan a formar parte de un espacio integrador constituido por temas y fenómenos comunes a todos:
Sabemos qué ediciones matutinas y nocturnas particulares [del periódico] serán masivamente consumidas entre esta y aquella hora, en este día y no en aquel [...]. El significado de esta ceremonia en masa [...] es paradójico. Es realizada en una intimidad silenciosa, en el cubil del cerebro. Y, sin embargo, cada comulgante está claramente consciente que la ceremonia que realiza está siendo replicada simultáneamente por miles (o millones) de otros de cuya existencia es confidente y, sin embargo, de cuya identidad no tiene la más mínima noción. Por otra parte, esta ceremonia es incesantemente repetida en intervalos diarios a lo largo del calendario ¿Qué figura más vívida de una comunidad imaginada secular e históricamente sincronizada puede ser pensada? (Anderson, 1993, pp. 60-61) .
Parecería ser, de tal forma, este espacio semiótico unificador forjado por la circulación comercial de noticias lo que configuraría, simultáneamente, tanto las dimensiones de la esfera pública (Habermas) como los límites de la comunidad imaginada nacional (Anderson).
En otras palabras, aquello que en la modernidad adquiere la visibilidad y el carácter colectivo de “lo público” lo hace dentro del horizonte simbólico y sentimental de “lo nacional”.
Por supuesto, está demás decir que, de las influyentes reflexiones de estos autores, se desprende algo más que la descripción histórica de un momento específico (los siglos XVI, XVII y XVIII europeos). De hecho, en ambos pensamientos se construyen dos de las perspectivas conceptuales más importantes de las últimas décadas. Es muy difícil, hoy en día, pensar en las nociones de “esfera pública” o “nación” (dos conceptos clave de la teórica política contemporánea) sin hacer referencia a los marcos teóricos emplazados en La transformación estructural de la esfera pública o Comunidades imaginadas.
En relación con el primero de estos conceptos, por ejemplo, Nancy Fraser ha escrito que “algo como la idea de la esfera pública de Habermas es indispensable para la teoría social crítica y para la práctica política democrática”, añadiendo además que “ningún intento de entender los límites de la democracia del capitalismo tardío puede tener éxito sin usar [dicha idea] de una u otra manera” (Fraser, 1992, p. 111). Esta valoración permite poner en perspectiva el hecho de que la noción del “espacio público” como un escenario de debate colectivo regido por el “uso crítico de la razón” resulta insustituible para la evaluación de las condiciones de la práctica ciudadana y de la funcionalidad de los sistemas democráticos. En la medida en que un ámbito de debate público permita la generación de acuerdos racionalmente orientados a partir de condiciones estructurales como el debate, la tolerancia y la participación colectiva, podrá hablarse de un horizonte democrático “saludable” en términos de su funcionamiento institucional.
Por otro lado, es cierto que uno podría interrogarse acerca de la fortuna que continúa teniendo un concepto como el de “nación” en una época marcada por los efectos de la globalización económica y de la mundialización mediática. Tal argumento hace parte de una línea de comprensión común que, de hecho, malinterpreta la novedad histórica de los procesos de interconexión global. Como Otto Bauer, uno de los pioneros en el estudio del fenómeno nacional, ha mostrado, el proceso real de integración económica y mediática mundial empezó siglos atrás y, de hecho, coincide tanto con los primeros momentos de influencia de la imprenta (siglos XVI y XVII) como con la formación elemental de las comunidades nacionales (2000, pp. 63 y ss.). En este sentido, la “mundialización” nunca ha sido una fuerza inversamente proporcional sino paralela a la vigencia de las identidades nacionales. Sobre este punto, por ejemplo, Craig Calhoun, estudioso del nacionalismo contemporáneo, ha escrito lo siguiente:
En el siglo XIX tardío, precisamente mientras la globalización de la organización política y económica y el flujo global de cultura estaban alcanzando un nivel sin precedentes, la necesidad de organizar la vida social en términos de fronteras rígidas e identidades nacionales igualmente alcanzó su pico [...] En esto podría hallarse una ección para la presente era, cuando la aceleración de los procesos globales de la acumulación del capital, la rápida transferencia global de la tecnología, el casi instantáneo esparcimiento de los productos culturales y las enormes olas de migración llevan a muchos a imaginar que el Estado-nación vaya a desvanecerse rápidamente en las sombras de la historia (1997, p. 20).
La permanencia de los fenómenos de la nación y el nacionalismo en el mundo contemporáneo ha dado lugar también a una renovación académica de los estudios sobre la cuestión nacional en las últimas décadas. De hecho, algunos de los autores más significativos en este ámbito reciente valoran y comparten varias de las perspectivas de investigación centrales de Comunidades imaginadas, que continúa siendo el texto más citado en estudios sobre el nacionalismo al día de hoy (Antonsich y Skey, 2017, p. 2). Entre estos pensadores, interesa resaltar aquí el trabajo de Michael Billig, quién, en 1995, publicó Nacionalismo banal, uno de los textos más influyentes de las últimas dos décadas en el marco de los estudios sobre la nación.
Billig, tomando importantes instrumentos conceptuales y metodológicos de la psicología social, se propuso pensar la “nacionalidad” (nationhood) como una “conciencia ideológica” que estaría a la base tanto de la discursividad política como de buena parte de la vida social contemporánea en general (1995, p. 4). Para este autor inglés, el horizonte ideológico- imaginario de la nación “abarca una compleja serie de cuestiones sobre ‘nosotros’, ‘nuestra patria’ (homeland), las ‘naciones’ (‘la nuestra’ y ‘las suyas’) o el ‘mundo’, así como la moralidad del deber y el honor nacional” (1995, p. 4).
Resulta claro que Billig, a partir de sus reflexiones, intenta problematizar un prejuicio común en las comprensiones tradicionales sobre el nacionalismo: la idea de que este último se expresaría principalmente a través de “peligrosas y poderosas pasiones”, caracterizando “una psicología de emociones extraordinarias” (Billig, 1995, p. 5). En contra de tal postura, el autor de Nacionalismo banal se propone demostrar que la gran importancia que se le asigna a la nación en épocas de crisis o de conflicto político no “brota” ex nihilo, sino que depende de una “maquinaria psicológica” que, en la forma de la “identidad nacional”, se reproduce cotidiana y naturalmente en la vida social (Billig, 1995, pp. 7-8).
Esta perspectiva de estudio ponderada por Billig tiene una aptitud especial para captar la forma en que un imaginario específico de comunidad puede asentarse y prolongarse en las sociedades modernas, centradas en una dinámica laboral cotidiana y carente de politizaciones explícitas: “Si la vida banal debe practicarse rutinariamente, entonces esta forma de rememoración [nacional] debe suscitarse sin una atención consciente: ocurre cuando uno está haciendo otras cosas, incluso olvidar” (Billig, 1995, p. 42).
Reforzando este análisis de la particular “rutinización” a la que se encuentra sujeto el horizonte de la nacionalidad, Billig expresará que el nacionalismo “ha moldeado el sentido común contemporáneo” (1995, p. 29). En razón de esto, las sociedades modernas tendrían una particular dificultad para tomar distancia crítica respecto del horizonte de comprensión nacional que se halla naturalizado en las dinámicas regulares de la vida colectiva. Esta es una idea que el autor inglés, por otro lado, pondrá en sintonía con las nociones centrales de Comunidades imaginadas para intentar ampliar el horizonte conceptual propuesto por Anderson: “La idea de Benedict Anderson de la nación como una comunidad imaginada es un punto de partida útil para examinar estos temas, siempre y cuando uno entienda que la comunidad imaginada no depende de continuos actos de imaginación para su existencia” (Billig,1995, p. 70).
Lo que Billig propone, con esta última idea, es la posibilidad de entender no solo la forma (imaginario-simbólica) de representación colectiva de lo nacional, sino también el modo en que dicha representación queda establecida como la base no siempre visible (esto es, inhabituada) de virtualmente toda la discursividad política de una sociedad. Este es un análisis que se desarrollará en el grueso de Nacionalismo banal a través de la revisión detallada de las formas discursivas que caracterizan un día regular en los periódicos ingleses. En este sentido, el autor encontrará que, en las formas rutinarias del lenguaje que definen el contenido de los diarios (y el del habla social en general) se repiten constantemente “recodatorios” sutiles de la identidad nacional en virtud de los cuales se asienta una comprensión del “nosotros” en oposición al “ellos”:
Hábitos de lenguaje rutinarios y familiares estarán continuamente actuado como recordatorios de la identidad nacional [...] El nacionalismo no está confinado al lenguaje florido de los mitos de sangre. El nacionalismo banal opera con palabras prosaicas y cotidianas que dan por supuestas a las naciones y que, al hacerlo, las habitan. Las pequeñas palabras, antes que las grandes frases memorables, ofrecen constantes pero apenas conscientes recuerdos de la nación, haciendo “nuestra” identidad nacional inolvidable (Billig, 1995, p. 93).
En líneas generales, la comunidad imaginada, entendida como una estructura de representación de la propia identidad colectiva (el propio espacio y la propia historia), se establece como una constante omnipresente de la discursividad social contemporánea y, de este modo, configura un patrón organizador de la conciencia individual y colectiva. No hay, en tal sentido, forma de prescindir de la nación en la experiencia o en el discurso socialmente orientado. El siguiente y último subtítulo de este trabajo intentará pensar los efectos que esta ubicuidad de “lo nacional” puede llegar a tener (o tiene ya) en la estructura y condiciones de la esfera pública que, al menos idealmente, debe constituir el marco de racionalización del discurso democrático colectivo.
3. Diversidad e identidad: entre la unidad nacional y la convivencia democrática
Craig Calhoun es uno de los teóricos sociales que, de modo más específico, ha considerado la relación entre la fuerza experiencial de la identidad nacional y las condiciones de la esfera pública. En líneas generales, la comprensión del autor acerca del nacionalismo presenta importantes proximidades con las visiones de Anderson o Billig. En su libro más importante sobre este tema, titulado precisamente Nacionalismo, Calhoun tratará de pensar estos fenómenos a partir del concepto foucaultiano de “formación discursiva”. De acuerdo con dicha noción, la identidad nacional se desplegaría como “una forma de hablar que da forma a nuestra conciencia” (Calhoun, 1997, p. 3). Se hace inmediatamente visible, con este énfasis puesto sobre la configuración de la conciencia y la estructuración del discurso, la cercanía con las ideas de Comunidades imaginadas y Nacionalismo banal.
Sin embargo, a diferencia de los dos autores anteriormente citados en torno al estudio del fenómeno nacional, Calhoun ha tratado de poner en evidencia, en algunos de sus artículos más notables, las relaciones de tensión que se establecen entre el imaginario nacionalista y las condiciones democráticas de la esfera pública. El pensador estadounidense parte, en primera instancia, de una constatación básica pero muy significativa cuando afirma que: “Tanto en el discurso público como en el de la ciencia social, nuestra comprensión más básica de lo que cuenta como ‘sociedades’ está moldeada más de lo que estamos dispuestos a admitir por la distintiva retórica de la era moderna sobre las naciones y la identidad nacional” (1999, p. 217). En este sentido, Calhoun comprende que la imagen de base que el pensamiento moderno tiene de “la sociedad” como una “totalidad integral y estrecha” con una “identidad”, una “cultura” y unas “instituciones distintivas”, se ha formado a través de una discursividad nacionalmente orientada (1999, p. 217) .
Así (y en línea con lo revisado en este trabajo), debe notarse que, si el campo unificador de sentido forjado a partir de la prensa instituye al inicio de la modernidad tanto la “comunidad imaginada” nacional como la “esfera pública” de discusión ciudadana, el sentido general de la idea de “convivencia democrática” queda entrelazado con el de la “comunidad identitaria”. Tal perspectiva queda adecuadamente tematizada por Calhoun cuando observa que el horizonte de la nacionalidad ha tenido una influencia notable sobre la noción de “ciudadanía”: “El nacionalismo, así, emergió paralelamente al Estado moderno como un discurso para entender cuestiones de legitimidad y, de modo más general, la relación entre la sociedad civil y el Estado” (1999, p. 218).
De acuerdo con el mismo autor, sin embargo, la confusión entre experiencias distintas de pertenencia colectiva y sus sentidos (como son, por ejemplo, la cultural y la política), puede conducir a una serie de problemas importantes, especialmente para la estructuración de un sistema democrático basado en la tolerancia y la apertura. En tal sentido, Calhoun argumentará en favor de “la importancia de mantener una concepción del espacio público” que, en tanto “espacio de discurso” y “espacio de aseguramiento los derechos legales”, sea “distinta, tanto de las redes de relaciones interpersonales como de las categorías de identidad cultural a gran escala” (1999, p. 219).
Como se ha intentado mostrar al final del primer subtítulo de este trabajo, una de las dimensiones fundamentales del “uso crítico de la razón” que idealmente caracterizaría el debate ciudadano al interior de la “esfera pública” es su capacidad de actualizar la diferencia de perspectivas al interior de un grupo. Esto permite reconstituir las distancias internas al interior de un colectivo, reconfigurando a la par nuevas líneas de acercamiento a través de la convergencia coyuntural de opiniones. Este es el sentido eminentemente político de la pertenencia ciudadana a un espacio público.
Por otro lado, sin embargo, el “ideal” más común de los imaginarios nacionales se sostiene sobre el proyecto de realización de una comunidad carente de “fisuras”, cada vez más unificada en su sustancia y con cada vez menores distancias en su interior. De tal forma, se genera una tensión importante entre el “proyecto” de realización democrático- ciudadano y el “ideal” de identidad de la nación. La actualización de la diversidad que es esencial al debate público resulta una amenaza constante para la “armonía” de la unidad nacional. Calhoun ha expuesto una dimensión central de este fenómeno de la siguiente forma:
En general, las retóricas de la cultura y la comunidad son problemáticas para pensar los derechos políticos. De modo básico, estas retóricas alientan la reificación de la unidad y la uniformidad de lo que son, en todo lado y por principio, entidades inevitablemente diversas en su interior, así como de las políticas de representación a través de las cuales estos fenómenos internamente diversos (las culturas y los grupos sociales) son llevados a aparecer como unidades integrales (1999, p. 222).
En este sentido, parecería una tarea propia de la filosofía política reflexionar en torno al hecho de que, a pesar de sus profundas y complejas articulaciones históricas, “la actividad de participar en el discurso público es distinta de la actividad de encontrar un sentido de comunidad basado en similitudes culturales preestablecidas” (Calhoun, 1999, p. 223). De tal modo, ante las posibilidades constantes de confusión, se hace necesario distinguir activamente los “lugares” respectivos de “lo nacional” y de “lo público” en las sociedades modernas concretas. Entender que la esfera pública precisa, para el sostenimiento de su sentido democrático, del debate, la persuasión y el disenso (que tienden a empujar a un segundo lugar el hecho de la identidad cultural compartida) es vital para poder luchar contra tendencias nacionalistas que pueden, en los hechos, clausurar la apertura institucional del espacio público. Como Calhoun expresa magistralmente, “lo que nos hace sentir en casa [...] no coincide precisamente con lo que nos permite articular y debatir de modo crítico-racional nuestras diferencias de opinión” (1999, p. 224).
Importantes pensadores contemporáneos pertenecientes al ámbito de la filosofía política han considerado esta misma tensión visualizada por Calhoun entre la condición de pluralidad o diversidad de una sociedad humana expresada en su espacio público y los proyectos e imaginarios de unidad que surgen de la retórica y el imaginario nacionalista. Así, por ejemplo, Hannah Arendt, al leer de modo crítico en 1948 la fuerza que el discurso nacionalista del sionismo había adquirido en Israel, escribirá lo siguiente:
Una opinión unánime es un fenómeno muy inquietante, característico de nuestra época moderna de cultura de masas. Destruye la vida social y personal, que se basa en el hecho de que somos diferentes por naturaleza y convicciones. Sostener diferentes opiniones y ser conscientes de que otras personas piensan de manera diferente sobre el mismo asunto nos protege de esa certeza casi divina que bloquea toda discusión y reduce las relaciones sociales a las propias de un hormiguero (Arendt, 2007, pp. 391- 392).
Es claro que la autora advierte, en estas observaciones, los perniciosos efectos que los ideales de unidad y uniformidad orientados por la retórica identitaria de la nación pueden tener sobre las condiciones de debate y racionalidad crítica de la esfera pública. Este será un tema que adquiera un importante perfil teórico filosófico en las posteriores reflexiones de Arendt en libros como Los orígenes del totalitarismo y La condición humana, donde se pone en primer plano el concepto de “pluralidad” para definir el carácter esencialmente diverso que define internamente a las comunidades humanas (Cfr. Arendt, 1962; 1998).
Por otro lado, Roberto Espósito ha desarrollado su pensamiento sobre estos temas en la línea de una reconsideración del concepto y la realidad de la “comunidad”. Así, después de un importante trabajo de revisión histórica que arraiga en algunas perspectivas etimológicas esenciales, el autor italiano advertirá una paradoja en la retórica de los “particularismos” contemporáneos (entre ellos, por supuesto, figuraría de modo prominente el caso del nacionalismo). A saber, dentro del concepto de comunidad que caracterizaría a este tipo de pensamientos, aquello que resulta común a todos (y que debería ser lo opuesto de lo que es propio de cada uno) es previsto o conjugado precisamente desde el lenguaje de la “propiedad”:
Si nos detenemos por un instante a reflexionar por fuera de los esquemas habituales, veremos que el dato más paradójico de la cuestión es que lo «común» se identifica con su más evidente opuesto: es común lo que une en una única identidad a la propiedad -étnica, territorial, espiritual- de cada uno de sus miembros. Ellos tienen en común lo que les es propio, son propietarios de lo que les es común (Esposito, 2003, pp. 24-25).
Esto permitiría al pensamiento y a la retórica nacionalmente orientada suprimir la representación de lo problemático y diverso al interior de una comunidad y reformularlo desde la perspectiva sólida, homogénea y unitaria de “lo propio”. En cualquier caso, este planteamiento de Esposito, que también acierta al advertir la tensión entre las formas discursivas e “imaginarias” de la nación y el reconocimiento de la diversidad como momento esencial de la comunidad, se extenderá a varios de los libros más importantes de su producción (Cfr. Esposito, 2003; 2009; 2012).
Es evidente, de tal modo, que existen algunos recursos teóricos y filosóficos con los cuales proponerse la tarea de pensar el complejo caso de las relaciones entre la esfera pública, la convivencia democrática, los imaginarios nacionales y la identidad colectiva. Para concluir las reflexiones de este trabajo, interesaría a continuación considerar brevemente el rol que los medios masivos de comunicación (forjadores de la esfera pública a la par que promotores de la comunidad imaginada nacional) pueden tener a la hora de regular o atenuar las condiciones de esta tensión entre “nación” y “esfera pública”.
4. A manera de conclusión: los medios de comunicación como actores de “lo público”
Para cerrar este trabajo se quisiera a continuación enfatizar un punto que ha sido indirectamente referido en las distintas secciones del texto: el del rol de los medios de comunicación en la gestión tanto de la identidad nacional como del espacio público democrático. Este punto es esencial porque es a través de la matriz de la comunicación contemporánea que puede vislumbrarse la posibilidad de mediar la tensión entre nación y convivencia democrática que aquí se ha tratado de poner de perfil.
En este sentido, es importante considerar que si bien el trabajo de Benedict Anderson se ha centrado en el estudio de la prensa como el principal medio de comunicación ligado al nacimiento de las comunidades imaginadas modernas, otros autores y trabajos han tomado el marco conceptual construido por el autor y trasladado sus perspectivas al estudio de otros mass media. Así, por ejemplo, Michelle Hilmes ha advertido la forma en que la radio puede explicar la formación de la simultaneidad sincrónica que está a la base de la representación “imaginaria” de la comunidad nacional incluso de un modo más efectivo que la prensa (1997, p. 11). Sobre este mismo tema, Lacey (2002) ha evidenciado el potencial de la radiofonía como fuerza integradora y como canal de formación de la discursividad nacionalista en la primera mitad del siglo XX.
Por otro lado, autores como Hernández (2009) o Lladonosa y Visa (2020) han analizado, para los casos concretos de México y Cataluña, los procesos de formación de una estética visual y de una discursividad sobre “lo nacional” a través de la televisión. Es interesante notar, en este sentido, que estos pensadores emplean el marco teórico construido por Michael Billig en torno al “nacionalismo banal” para desplegar sus reflexiones sobre la comunicación televisiva. Finalmente, es posible notar también, a través de una serie de trabajos más recientes , la persistencia de la discursividad nacionalmente orientada y de los imaginarios de la nación en el ámbito de internet.
En tales términos, es viable entender que, en la actualidad, los mass media continúan siendo un escenario de reproducción de horizontes políticos de sentido centrados en la nación, con toda la presión que, como se ha visto, esto puede imponer sobre el ejercicio de la diversidad al interior de la esfera pública. Ahora bien, en sociedades como las modernas, cuya aceleración es creciente y cuyas dinámicas abarcan espacios cada vez más amplios, los medios masivos de comunicación se han convertido en constituyentes esenciales de la experiencia social y, de tal forma, han definen de modo decisivo la visibilidad y el sentido de colectividad de las esferas públicas contemporáneas.
Si los antecedentes que se han revisado en esta investigación son certeros, los imaginarios nacionales, que, como se ha visto, se deslizan rutinariamente en la discursividad y en las imágenes mediáticas, pueden generar una comprensión del espacio político marcada por los ideales de la homogeneidad y la unidad. Estos valores, por muy importantes que puedan resultar como momentos psicológicos y emocionales de la vida social contemporánea, suelen generar tendencias contrarias a la diversidad y a la distancia interna que debe nutrir el debate público de una colectividad.
Es en este marco de circunstancias que se abre la necesidad de reestablecer las condiciones para el ejercicio de una discursividad pública que, permitiendo una reflexión crítica conjunta sobre “lo colectivo”, gire en torno a la generación de procesos de comprensión que se sobrepongan al flujo de lo meramente informativo. En torno a esta idea, es válido recuperar la perspectiva de Dominique Wolton, quien advierte que, en la actualidad, “la información se ha convertido en una oleada continua, más y más dramática y dramatizada, sin que emerjan, no obstante, mejores factores de comprensión” (1999, p. 209). Cuando, a causa de la instantaneidad que las tecnologías comunicacionales han hecho posibles, el acontecimiento se impone desde un flujo constante que no permite leer más allá de la superficie, la capacidad de ejercer cualquier acto de comprensión o de racionalidad crítica se ve agobiada.
Es, justamente, desde esta relación superficial con los acontecimientos colectivos que muchas nociones de diverso tipo quedan irreflexivamente asumidas por la discursividad pública, una matriz que, antes de guiarse por cualquier sentido crítico, se halla más bien usualmente capturada por el valor de entretenimiento de los sucesos mediáticos. Por supuesto, algunas de las derivaciones más peligrosas del imaginario nacionalista (como las tendencias xenófobas o los argumentos intolerantes) pueden, en tal situación, filtrarse como bases naturalizadas de representación de “lo común” al no problematizarse desde un debate reflexivo.
La tarea, en todo caso, debe apuntar a recuperar espacios de información, de reflexión y de comprensión que actúen en el marco de la comunicación massmediada contemporánea contrapesando las tendencias sistémicas que ponen en primer plano al entretenimiento y a la superficialidad como constantes de la experiencia social. Esta es una tarea que compromete a todos los actores del ámbito comunicacional y que constituye el único ideal plausible para renovar las condiciones de racionalidad y reflexividad de las esferas públicas del presente. Por supuesto, las formas concretas de realización de tal horizonte deben ser consideradas con más detalle y profundidad en el marco de futuros trabajos sobre el mismo tema.