SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.13 suppl.1PresentaciónDiálogo: Derechos indígenas y autonomías Departamentales índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Tinkazos

versión On-line ISSN 1990-7451

Tinkazos v.13  supl.1 La Paz dic. 2010

 

CRISIS Y REFORMA DEL ESTADO

 

Diálogo
Crisis de Estado en debate

 

Dialogue
Debating the Crisis in the State

 

 

Rossana Barragán1

 

T’inkazos 14, 2003, pp. 9-34, ISSN 1990-7451

Fecha de recepción: abril de 2003
Fecha de aceptación: mayo de 2003

* Artículo publicado en T’inkazos 14, de junio de 2003.

 

 


Los pilares de la estructura estatal “neoliberal” muestran un deterioro creciente. Y es esta crisis la que explica los conflictos políticos y sociales en el país en el año 2003. Frente a esto, más pronto que tarde, afirma Álvaro García Linera, habrá una recomposición duradera de fuerzas, creencias e instituciones que abrirá un nuevo periodo de estabilidad estatal. La crisis de Estado antes descrita provoca y abre un diálogo con Sonia Montaño y Carlos Hugo Molina. A este valioso material se suma un cuarto aporte, el de Jorge Lazarte, quien escribe sobre el conflicto entre un Estado del “demos” y un Estado del “etnos”.

Palabras clave: Estado / sociedad / neoliberalismo / comunitarismo / crisis del Estado / fuerzas sociales /  estabilidad política


The pillars of the “neoliberal” state structure are crumbling fast. It is this crisis that explains the political and social conflicts in the country in 2003. In response to this – earlier rather than later, says Álvaro García Linera – there will be a lasting recomposition of forces, beliefs and institutions that will mark the start of a new period of state stability. This description of the crisis in the state leads to a dialogue with Sonia Montaño and Carlos Hugo Molina. Following their valuable discussion is a fourth contribution, by Jorge Lazarte, who writes about the conflict between the state of the “demos” and the state of the “ethnos”.

Key words:  State / society / neoliberalism / communitarianism / state crisis / social forces / political stability


 

 

 

Crisis de Estado

Álvaro García Linera2 

Fue Kant quien definió al Estado como una unión de personas que se proponen vivir jurídicamente, entendido esto como el despliegue de la libertad bajo una ley y una coacción universal (Kant, 1951). Más allá de ver al Estado como la idea del derecho en acto, lo que aquí interesa resaltar es la concepción del Estado como el “Yo común” del sistema de libertades que posee una sociedad. Sin embargo, fue Marx el que nos llamó la atención sobre el carácter ilusorio de esta comunidad (Marx, 1981). No es que el Estado no sea un resumen de la colectividad, lo que sucede es que es una síntesis enajenada en tanto transfigura los conflictos internos de la sociedad bajo la apariencia de la autonomía de las funciones estatales. De ahí que Zavaleta nos recordara que el Estado es una síntesis de la sociedad, pero una síntesis cualificada por la parte dominante de esa sociedad (Zavaleta, 1989).

En los últimos años, las escuelas derivacionista y regulacionista (Boyer, 1990; Bonefeld y Halloway, 1997) han trabajado precisamente los procesos sociales mediante los cuales las estructuras estatales modernas y sus ámbitos de autonomía política responden a las distintas maneras de configuración de los procesos productivos, a los modos de gestión de la fuerza de trabajo y a la propia articulación de las redes transnacionalizadas de los circuitos del capital social planetario. Esto significa que cuando hablamos del Estado, estamos hablando de algo que es mucho más que un conjunto de instituciones, normas o procedimientos políticos, pues, en el fondo, el Estado es una relación social conflictiva que atraviesa al conjunto de toda la sociedad en los modos en que realiza la continuidad de su sistema de necesidades (propiedad, impuestos moneda, derechos laborales, créditos, etcétera) y en el modo en que representa la articulación entre sus facultades políticas y sus actividades cotidianas.

Esta propuesta de ver al Estado como totalidad fue sistematizada por Gramsci, quien propuso el concepto de Estado en su “sentido integral” como la suma de la sociedad política y la sociedad civil. Gramsci recoge, a su modo, el legado hegeliano de que la sociedad civil es el momento constitutivo del Estado que, a su vez, mediante el andamiaje de sus instituciones, sintetiza el ideal de eticidad de una colectividad, esto es, las costumbres, valores y creencias que los miembros de una sociedad comparten (Gramsci, 1975; Hegel, 1975).

La importancia de las creencias como elementos fundamentales en la constitución del poder político es lo que llevó a Durkheim a ver al Estado como un órgano especial de “elaboración de representaciones para el bien de la colectividad”, lo que, sin embargo, no debe hacernos olvidar el ámbito de la “violencia organizada” como núcleo del poder estatal (Durkheim, 1985). Coerción y creencia, institución y relación, sociedad civil y sociedad política son, por tanto, elementos constitutivos de la formación de los estados. Weber sintetizará esta composición del hecho estatal a través de la definición del Estado como una organización política continua y obligatoria que mantiene el monopolio del uso legítimo de la fuerza física (Weber, 1987).

Lo anterior significa que hay Estado no sólo cuando en un territorio unos funcionarios logran monopolizar el uso de la coerción física, sino también cuando ese uso es legítimo, esto es, cuando se asienta en la creencia social de la legalidad de tal monopolio. Esto supone, como nos lo recuerda Bourdieu, un monopolio paralelo, el de la violencia simbólica que no es otra cosa que la capacidad de imponer y consagrar, en las estructuras mentales de las personas, sistemas cognitivos, principios de visión y división del mundo considerados evidentes, válidos y legítimos por los miembros de una sociedad (Bourdieu, 1997).

Ahora bien, como lo ha mostrado Elias, estos monopolios que dan lugar a los estados, son procesos históricos que necesitan reproducirse continuamente (Elias, 1987) de tal manera que la estatalidad de la sociedad no es un dato, un hecho fijo sino un movimiento. Este monopolio del “capital de fuerza física” y del “capital de reconocimiento” que da lugar al Estado, genera, a su vez, otro capital, el “capital estatal”, que es un poder sobre las distintas especies de capital (económico, cultural, social, simbólico), sobre su reproducción y sus tasas de reconversión. En este sentido, las disputas y competencias sociales en el Estado son, en el fondo, confrontaciones sociales por las características, el control y la direccionalidad de este capital estatal burocráticamente administrado.

En síntesis, en términos analíticos es posible distinguir en la organización del Estado al menos tres componentes estructurales que regulan su funcionamiento, estabilidad y capacidad representativa. El primero, es el armazón de fuerzas sociales, tanto dominantes como dominadas, que definen las características administrativas y la dirección general de las políticas públicas. Todo Estado es una síntesis política de la sociedad, sólo que jerarquizada en coaliciones de fuerzas que poseen una mayor capacidad de decisión (capital estatal-burocrático), y otras fuerzas compuestas por grupos que tienen menores o escasas capacidades de influencia en la toma de decisiones de los grandes asuntos comunes. En ese sentido, los distintos tipos o formas estatales corresponden, analíticamente, a las distintas etapas históricas de regularidad estructural de la correlación de fuerzas que siempre son resultado y cristalización temporal de un corto periodo de conflagración intensa, más o menos violento, de fuerzas sociales que disputan la reconfiguración de las posiciones y la toma de posición en el control del capital estatal.

En segundo lugar, está el sistema de instituciones, de normas y reglas de carácter público mediante las cuales todas las fuerzas sociales logran coexistir jerárquicamente durante un periodo duradero de la vida política de un país. En el fondo, este sistema normativo de incentivos, de señales, prohibiciones y garantías sociales que se objetiviza por medio de instituciones, es una forma de materialización de la correlación de fuerzas fundante que dio lugar a un tipo de régimen estatal y que, a través de este marco institucional, se reproduce por medios legales.

Como tercer componente de un régimen de Estado figura el sistema de creencias movilizadoras. En términos estrictos, todo Estado, bajo cualquiera de sus formas históricas, es una estructura de categorías de percepción y de pensamientos comunes capaces de conformar, entre sectores sociales gobernados y gobernantes, dominantes y dominados, un conformismo social y moral sobre el sentido del mundo.

Cuando estos tres componentes de la vida política de un país muestran vitalidad y un funcionamiento regular, hablamos de una correspondencia óptima entre régimen estatal y sociedad; cuando alguno o estos tres factores se estancan, se diluyen o se quiebran de manera irremediable, estamos ante una crisis de Estado, manifiesta en el divorcio y antagonismo entre el mundo político, sus instituciones y el flujo de acciones de las organizaciones civiles. Esto es precisamente lo que viene sucediendo en Bolivia desde hace tres años. Lo más llamativo de esta crisis estatal es que a diferencia de las que cíclicamente se repiten cada quince a veinte años, presenta una doble dimensión. Parafraseando a Braudel podemos decir que hoy se manifiesta la crisis de una estructura estatal de “larga duración” y otra de “corta duración”. La primera tiene que ver con un deterioro radical y cuestionamiento de las certidumbres societales, institucionales y cognitivas que atraviesan de manera persistente los distintos ordenamientos estatales de la vida republicana, a las que llamaremos estructuras de invariancia estatal, en tanto que la crisis de “corta duración” hace referencia al modo “neoliberal” o reciente de configuración del Estado, al que llamaremos estructuras estatales temporales que, pese a sus variadas formas históricas, utilizan, moldean y dejan en pie sistemas de poder que dan lugar a las estructuras invariantes. Veamos brevemente cómo se manifiesta esto.

 

LA TRAMA DE LAS FUERZAS SOCIALES

Desde mediados de la década de los años ochenta del siglo anterior, la constitución del armazón de fuerzas colectivas que dio lugar al llamado Estado “neoliberal-patrimonial” contemporáneo tuvo como punto de partida la derrota política y cultural del sindicalismo obrero articulado en torno a la Central Obrera Boliviana (COB), que representaba la vigencia de múltiples prerrogativas plebeyas en la administración del excedente social y en la gestión del capital estatal (ciudadanía sindical, cogestión obrera, etcétera). Sobre esta disgregación del sindicalismo adherido al Estado es que se consolidó un bloque social compuesto por fracciones empresariales vinculadas al mercado mundial, partidos políticos, inversionistas extranjeros y organismos internacionales de regulación que ocuparon el escenario dominante de la definición de las políticas públicas.

Durante quince años, la toma de decisiones en gestión pública (reformas estructurales de primera y segunda generación, privatizaciones, descentralización, apertura de fronteras, legislación económica, reforma educativa, etcétera) tuvo como único sujeto de decisión e iniciativa a estas fuerzas sociales que reconfiguraron la organización económica y social del país, bajo promesas de modernización y globalización.

En la actualidad, esta composición de fuerzas se ha agrietado de manera acelerada. Por una parte, la desorganización y despolitización del tejido social que generó la inermidad de las clases subalternas y la garantía de la aristocratización del poder estatal durante quince años, ha sido revertida. Los bloqueos de abril/septiembre de 2000, julio de 2001 y junio de 2002, señalan una reconstitución regional de diversos movimientos sociales con capacidad de imponer, sobre la base de la fuerza de su movilización, políticas públicas, régimen de leyes y hasta modificaciones relevantes de la distribución del excedente social. Leyes como la 2029 y el anteproyecto de Ley de Aguas, que buscaban redefinir el uso y propiedad del recurso líquido, las adjudicaciones de empresas estatales a manos privadas, la aplicación del impuesto al salario, etcétera, han sido anuladas o bien modificadas extra-parlamentariamente por los bloqueos de los movimientos sociales y los levantamientos populares. Decretos presidenciales como el cierre del mercado de acopio de la coca o de interdicción en los Yungas, han tenido que ser abolidos por el mismo motivo. Artículos de las leyes financiales han sido cambiados en función de las demandas corporativas de grupos sociales organizados (Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, gremiales, rentistas, cooperativistas, policías, etcétera), mostrando la emergencia de bloques sociales compuestos que, al margen del parlamento, y ahora con su apoyo, tienen la fuerza de frenar la implementación de políticas gubernamentales, de cambiar leyes y de imponer, por métodos no parlamentarios, determinadas demandas y redistribuciones de los recursos públicos. Lo importante de estas fuerzas emergentes es que por las características de su composición interna (plebeyas, indígenas) y de sus demandas aglutinadoras, son bloques sociales anteriormente excluidos de la toma de decisiones. Al tiempo de autorepresentarse, estas fuerzas buscan modificar sustancialmente las relaciones económicas, con lo que su reconocimiento como fuerza de acción colectiva pasa, obligatoriamente, por una transformación radical de la coalición social con capacidad de control del capital estatal y del uso de los bienes públicos, esto es, de la forma estatal dominante en las últimas décadas que se sostuvo sobre estrategias de marginación e individuación de las clases subalternas.

Pero además, y es lo más notable del actual proceso de reconstitución de los movimientos sociales, las fuerzas de acción colectiva más compactas, influyentes y dirigentes son indígenas, entendidos como una comunidad cultural diferenciada y un proyecto político. A diferencia de lo que sucedió desde los años treinta del siglo XX, cuando los movimientos sociales fueron articulados en torno al sindicalismo obrero, portador de un ideario de mestizaje y resultante de la modernización económica de las elites empresariales, hoy, los movimientos sociales con mayor poder de interpelación al ordenamiento político son de base social india, emergentes de las zonas agrarias bloqueadas o marginadas de los procesos de modernización económica impulsados desde el Estado. Los aymaras del altiplano, los cocaleros de los Yungas y el Chapare, los ayllus de Potosí y Sucre, los indígenas del oriente han desplazado en el protagonismo social a los sindicatos obreros y organizaciones populares urbanas. Y, a pesar del carácter regional o local de sus acciones, comparten una misma matriz identitaria indígena que interpela el núcleo invariante del Estado boliviano desde hace 178 años: su monoetnicidad. El Estado boliviano, en cualquiera de sus formas históricas, se ha caracterizado por el desconocimiento de los indios como sujetos colectivos con prerrogativas gubernamentales. Y el que hoy aparezcan los indios de manera autónoma, como principal fuerza de presión demandante, pone en cuestión precisamente la cualidad estatal, heredada de la Colonia, de concentrar la definición y el control del capital en bloques sociales culturalmente homogéneos y diferenciados de las distintas comunidades culturales indígenas que existieron antes que hubiera Bolivia, y que incluso ahora siguen constituyendo la mayoría de la población (INE, 2001).

Por otra parte, la propia alianza de las élites económicas dominantes muestra claros signos de fatiga y conflicto interno, debido a que hay un estrechamiento de los marcos de apropiación del excedente económico resultado de la crisis internacional y los límites financieros del Estado liberal (privatización de empresas públicas, externalización del excedente, erradicación de la hoja de coca, contracción de la masa tributaria por el incremento de la precariedad). En un ambiente marcado por el pesimismo a largo plazo, cada una de las fracciones del poder comienza a jalar para su lado enfrentándose a las demás (reducción de las ganancias transferidas al Estado por las empresas capitalizadas, rechazo de las empresas petroleras y procesadoras de carburantes a modificar los precios de compra del petróleo, renegociación del precio del gas a Brasil, rechazo al pago de impuestos a la tierra, etcétera), resquebrajándose así la unidad de destino compartido que había garantizado, en la última década, la formación de la coalición social en el monopolio del capital estatal.

Pero además, en términos de los patrones de largo aliento o de invariancia epocal de las estructuras sociales, un elemento que está presente como telón de fondo de la crisis del bloque empresarial de poder y de la propia insurgencia de los actuales movimientos sociales surgidos de los márgenes de la modernidad capitalista, es el carácter primario exportador y de enclave de la economía boliviana (Valenzuela, 1990). El que la modernidad industrial se presente como pequeñas islas en un mar de fondo de informalidad y economía campesina semi mercantil, si bien puede echar para abajo los costos salariales, limita la formación de un mercado interno capaz de diversificar la actividad empresarial de valor agregado, además de convertir en endémica su vulnerabilidad a las fluctuaciones del precio mundial de materias primas, secularmente a la baja. En ese sentido se puede decir que la crisis estatal de “larga duración” es el correlato político de una crisis económica igualmente de “larga duración”, de un patrón de acumulación primario exportador incapaz de retener productivamente los excedentes y, por tanto, sin posibilidades de disponer internamente de volúmenes de riqueza necesarios para construir duraderos procesos de cohesión social y adscripción estatal. No se debe olvidar que las construcciones nacionales modernas, como hechos de unificación cultural y política, se levantan sobre procesos exitosos de retención y redistribución del excedente industrial-mercantil. De ahí que las propuestas de autonomía departamental de los comités cívicos, cíclicamente reivindicadas cada vez que hay una renta hidrocarburífera a disponer, o de autogobierno indígena con la que distintos grupos sociales regionales cuestionan la configuración del bloque de poder estatal y el ordenamiento institucional, develan, a su modo, las fallas de un orden económico de larga data que en los últimos años sólo ha exacerbado sus componentes más elitistas, monoproductivos y externalizables en el mercado mundial.

 

RÉGIMEN DE INSTITUCIONES POLÍTICAS

Durante los últimos dieciocho años, junto con la división de poderes y la centralidad parlamentaria, los partidos políticos han adquirido mayor importancia en la organización de la institucionalidad gubernamental. Apoyados en el reconocimiento otorgado autoritariamente por el Estado, pues por sí mismos nunca fueron relevantes, los partidos han pretendido sustituir el antiguo régimen de mediación política desempeñado por los sindicatos, que recogía la herencia colectivista de las sociedades tradicionales con el moderno corporativismo del obrero de oficio de gran empresa. Sistema de partidos, elecciones y democracia representativa son hoy los mecanismos por medio de los cuales se ha definido prescriptivamente el ejercicio de las facultades ciudadanas.

Sin embargo, está claro que los partidos no han logrado convertirse en mecanismos de mediación política, esto es, en vehículos de canalización de las demandas de la sociedad hacia el Estado. Las investigaciones sobre el funcionamiento de los partidos y las propias denuncias de la opinión pública muestran que ellos son, ante todo, redes familiares y empresariales. Mediante estas redes se compite por el acceso a la administración estatal como si se tratara de un bien patrimonial, y sus modos de vinculación con la masa votante están organizados básicamente en torno a vínculos clientelares y prebendales (Chaves, 2000).

De esta manera, destruida la ciudadanía sindical del Estado nacionalista, pero apenas asomada una nueva ciudadanía política moderna de tipo partidaria y electiva, la sociedad ha empezado a crear o a retomar otras formas de mediación política, otras instituciones de ejercicio de representación, organización y movilización al margen de los partidos. Estos son los nuevos y viejos movimientos sociales con sus tecnologías de deliberación, de asambleismo, cabildeo y acción corporativa, y de ahí que se pueda afirmar que en términos de sistemas institucionales, hoy en Bolivia, existen dos campos políticos. En regiones como el Chapare, los Yungas y el Norte de Potosí, la institucionalidad sindical y de ayllus se halla sobrepuesta no sólo a la organización partidaria, sino también a la propia institucionalidad estatal, en la medida en que alcaldes, corregidores y subprefectos están subordinados de facto a las federaciones campesinas. En el caso del altiplano norte, varias subprefecturas y puestos policiales provinciales han desaparecido en los últimos tres años debido a las movilizaciones; en capitales provinciales se han creado “policías comunitarias” que resguardan el orden público en nombre de las federaciones campesinas y, de manera recurrente, cada vez que hay un nuevo bloqueo, cientos de comunidades altiplánicas erigen lo que ellas denominan el Gran Cuartel Indígena de Q`alachaca, que es una especie de confederación circunstancial de ayllus y comunidades en estado de militarización.

Ciertamente que todo ello tiene que ver con lo que alguna vez Zavaleta denominó el “Estado aparente”, en el sentido de que por la diversidad societal o civilizatoria del país, amplios territorios y numerosas poblaciones de lo que hoy denominamos Bolivia son portadoras de formas de producir que no han interiorizado, como hábito y reforma técnica de los procesos laborales, la racionalidad capitalista: tienen otra temporalidad de las cosas, poseen otros sistemas de autoridad y de lo público, enarbolan fines y valores colectivos diferenciados a los que el Estado oferta como concepción del mundo y destino (Tapia, 2002). Esto, que es una constante de la historia de los distintos estados bolivianos, hoy atraviesa procesos de autounificación institucional creciente, tanto coercitiva como simbólica, bajo la forma de nacionalismo e identidades étnicas que están dando lugar a una dualización de los sistemas políticos y principios de autoridad, en algunos casos de manera permanente (territorios agrario-indígenas politizados) y en otros esporádicos (zonas urbanas de Cochabamba, La Paz y El Alto). Resulta, entonces, que el Estado neoliberal ha comenzado a tener frente a él órdenes institucionales fragmentados y regionales que le arrebatan el principio de autoridad gubernativa y la lógica de acción política. Simultáneamente, esta otra institucionalidad, en la medida en que está anclada en los saberes colectivos de aquella parte del mundo indígena ubicada al margen de la subsunción real o, si se prefiere, del capitalismo como racionalidad técnica, es una institucionalidad basada en normas, procedimientos y culturas políticas tradicionales, corporativas no liberales, que está poniendo en entredicho la centenaria simulación histórica de una modernidad y liberalidad política estatal de texto e institución, que ni siquiera es acatada por las elites proponentes; pese a todo, éstas no han abandonado jamás el viejo método de la política señorial y patrimonial. La corrupción generalizada en el aparato de Estado, que hoy ha llegado a afectar la propia legitimidad gubernamental, no es más que la representación modernizada del antiguo hábito prebendal y patrimonial con la que las élites en el poder asumen, entienden y producen la función estatal.

La cultura política liberal y las instituciones liberales que hoy en día son rebasadas por los movimientos sociales, y dejadas de lado en el comportamiento real de las élites en el poder, son un sistema de valores y procedimientos que presuponen la individuación de la sociedad, esto es, la disolución de las fidelidades tradicionales, las relaciones señoriales y los sistemas productivos no-industriales, cosa que en Bolivia apenas acontece, en el mejor de los casos, con un tercio de la población. Sin embargo, pese a este “abigarramiento” de una sociedad que estructuralmente y mayoritariamente no es industrial ni individuada, el Estado, en todas sus formas republicanas, incluso el “neoliberal”, en un tipo de esquizofrenia política, ha construido regímenes normativos liberales, instituciones modernas que no corresponden, sino como sobreposición hipostasiada, a la lógica real de la dinámica social. De ahí que la institucionalidad generalizada de los movimientos sociales indígenas y plebeyos que privilegian la “acción normativa” sobre la “acción comunicativa” (Habermas, 1992), cuestione la validez de una institucionalidad estatal republicana que aparenta modernidad en una sociedad que carece, y aún está privada, de las bases estructurales y materiales de esa modernidad imaginada.

Por último, otro momento paradigmático de este eclipse institucional del Estado “neoliberal”, y potencialmente repetible a mayor escala, ha acontecido recientemente cuando las instituciones armadas del Estado, que son su núcleo sustancial y final, se han enfrentado en las inmediaciones de la casa de gobierno. Con ello no sólo se ha derrumbado la estructura de mandos y fidelidades que dan continuidad y verificabilidad al espíritu de Estado, no sólo se ha disuelto el principio de cohesión y unicidad estatal, que es algo así como el instinto de preservación básico de cualquier Estado, sino que además no se ha podido ejercer el mandato fiscal que, a decir de Elias, es el monopolio que sostiene el monopolio de la violencia, y ambos, al Estado.

 

MATRIZ DE CREENCIAS SOCIALES MOVILIZADORAS

Por más de una década y media, los “dispositivos de verdad” que articulaban expectativas, certidumbres y adherencias prácticas de importantes sectores de la población, fueron las ofertas de libre mercado, privatización, gobernabilidad y democracia liberal representativa.

Todas estas propuestas fueron ilusiones bien fundadas, pues si en verdad nunca lograron materializarse de manera sustancial, permitieron realinear el sentido de la acción y las creencias de una sociedad que imaginó que por medio de ello, y los sacrificios que requería, se iba a lograr el bienestar, la modernidad y el reconocimiento social. Clases altas, clases medias y subalternas urbanas, estas últimas vaciadas de las expectativas y adherencias al Estado protector y al sindicato por centro de trabajo, creyeron ver en esta oferta de modernización una nueva vía de estabilidad y ascenso social, dando lugar así a un nuevo espacio de apetencias, grandezas y competencias individuales consideradas como legítimas.

Hoy, a quince años de esta apuesta colectiva y frente a una creciente brecha entre expectativas imaginadas y realidades obtenidas, se ha generado una población defraudada y en proceso de divorcio social con respecto a la emisión estatal, que está empujando a un pesimismo social en unos casos, o, en otros, a una atracción por diferentes convicciones emitidas al margen del Estado.

La modernidad anunciada se ha traducido en el regreso a formas de extracción de plusvalía absoluta y a un incremento de la informalidad laboral (del 55 al 68 por ciento en veinte años). La promesa de ascenso social sólo ha producido una mayor concentración de la riqueza, una reactualización de la discriminación étnica en los capitales legítimos para el ascenso a los espacios de poder. La privatización, lejos de ampliar el mercado interno, se ha convertido en la pérdida del mayor excedente económico de los últimos cincuenta años (los hidrocarburos) y la extranjerización acelerada de los débiles ahorros sociales (1.700 millones de dólares en seis años en remesas al extranjero por utilidades).

El sistema de convicciones y esquemas mentales, que permitió articular gobernantes con gobernados, presenta hoy un acelerado proceso de agotamiento por la imposibilidad material de mostrarse verificable, dando lugar, nuevamente, a un estado de disponibilidad cultural de la población hacia nuevas fidelidades y creencias movilizadoras. De hecho, nuevos discursos que han contribuido a la erosión de las certidumbres estatales, hoy comienzan a hallar receptividad en amplios grupos sociales que empiezan a utilizar esas propuestas como ideas fuerza, esto es, como creencias en torno a las cuales están dispuestos a entregar tiempo, esfuerzo y trabajo para su materialización.

Entre las nuevas ideas-fuerza con carácter expansivo que comienzan a aglutinar a sectores sociales está la reivindicación nacional-étnica del mundo indígena, que ha permitido el avance de un tipo de nacionalismo indígena en el sector aymara del altiplano, y la constitución de una izquierda electoralmente exitosa a la cabeza de caudillos indios en las pasadas elecciones generales. Otras propuestas, como la recuperación estatal de los recursos públicos privatizados y la ampliación de la participación social y la democracia a través del reconocimiento de prácticas políticas no liberales de corte corporativo, asambleísta y tradicional (ayllu, sindicato, etcétera), son convicciones que están desplazando las fidelidades liberales y privatizadoras emitidas por el Estado.

Se puede decir que el Estado ha perdido el monopolio del capital de reconocimiento, y hoy, al menos por un tiempo, está atravesando por un periodo de transición de las estructuras cognitivas con efecto de adherencia y movilización de masa. Lo notable de esta mutación cognitiva es que una parte de las nuevas creencias articuladoras de las convicciones sociales, al tiempo de querellarse con los discursos de modernidad neoliberal, afectan también las certidumbres últimas y primarias del ideario republicano del Estado, como es la creencia de una desigualdad sustancial entre indígenas y mestizos o el convencimiento de que los indios no están capacitados para gobernar el país. El que los indios, acostumbrados a entregar su voto a los mist´is, hayan votado ampliamente por indios el 2002, el que los líderes sociales sean indígenas o que las nuevas izquierdas estén acaudilladas ahora por indios, habla, ciertamente, de un cataclismo de las estructuras simbólicas de una sociedad profundamente colonial y racializada en su manera de significar y ordenar mentalmente el mundo.

En conjunto está claro que los tres pilares de la estructura estatal “neoliberal”, y en general estatal republicana, muestran un deterioro creciente, y esta sobreposición de crisis estatales ayuda a explicar la radicalidad de la conflictividad política, pero también la complejidad y su irresolución en términos de construcción de hegemonía urbana por parte de las fuerzas sociales indígenas, en la medida en que es allí donde lo indígena encuentra mayores espacios de hibridez o disolución frente a la constitución, no exenta de ambigüedades y contramarchas, de una identidad cultural mestiza, tanto de elite como popular.

Con todo, es sabido que las crisis estatales no pueden durar mucho porque no hay sociedad que soporte largos periodos de incertidumbre y vacíos de articulación política. Más pronto que tarde habrá una recomposición duradera de fuerzas, creencias e instituciones que abrirá un nuevo periodo de estabilidad estatal. La pregunta que queda pendiente es si esta mutación estatal vendrá por el lado de un incremento del autoritarismo de las fracciones en el poder, con lo que entraríamos en un “Estado neoliberal autoritario” como nueva fase estatal que tal vez podría sobreponerse a la crisis de “corta duración”, pero no así a la de “larga duración”;  o, si por el contrario, habrá una apertura de nuevos espacios de ejercicio de derechos democráticos (Estado multicultural, institucionalidad combinada entre liberalismo y corporativismo) y redistribución económica (papel productivo del Estado, autogestión, etcétera) capaz de afrontar, mediante la ampliación de los sujetos y la institucionalidad estatal, las dos dimensiones de la crisis. En este último caso, los hechos políticos parecen haberse engarzado de tal manera, que una resolución democrática de la crisis estatal neoliberal pasa inevitablemente por una simultánea resolución multicultural de la crisis de la colonialidad del Estado republicano.

 

BIBLIOGRAFÍA

Bonefeld, W. y Holloway, J.
1997 “¿Un nuevo Estado? Debate sobre la reestructuración del Estado y el capital”. En: Cambio XXI, México.

Bourdieu, P.
1997 Razones prácticas. Barcelona: Anagrama.
        [ Links ]

Boyer, R. y Saillard, R.
1990 Théorie de la regulation. L´état des savoirs. Paris: La Découverte.
        [ Links ]

Braudel, F.
1984 Civilización material, economía y capitalismo. España: Alianza.

Chaves, P.
2000 Los límites estructurales de los partidos de poder como estructuras de mediación democrática: Acción Democrática Nacionalista. Tesis de Licenciatura Carrera de Sociología. La Paz.
        [ Links ]

Durkheim, E.
1985 La división del trabajo social. México: Premiá.
        [ Links ]

Fundación Milenio
1998 Las reformas estructurales en Bolivia. La Paz: Fundación Milenio.
        [ Links ]

Elias, N.
1986 El proceso de la civilización. España: FCE.

García Linera, A.
2001 “Estado y sociedad: en busca de una modernidad no esquizofrenia”. En: Foro del desarrollo. La fuerza de las ideas. La Paz.

Gramsci, A.
1975 Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno. México: Juan Pablo.
        [ Links ]

Habermas, J.
1991 Teoría de la acción comunicativa. Tomo II. España: Taurus.

Hegel, W.
1975 Fundamentos de la filosofía del derecho. Buenos Aires: Siglo Veinte.
        [ Links ]

INE
2002 Censo nacional de población y vivienda 2001.
La Paz.
        [ Links ]

Jemio, C. y Antelo, E. (eds.)
2000 Quince años de reformas estructurales en Bolivia. La Paz: CEPAL/UCB.

Kant, I.
1951 Crítica de la razón práctica. Buenos Aires: El Ateneo.
        [ Links ]

Marx, K.
1981 “De la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”. En: Obras Fundamentales. México: FCE.

Salinas, L.; Lema, X. y Espinoza, L.
2001 La capitalización. Cinco años después. La Paz: Fundación Milenio.

Tapia, L.
2002 La condición multisocietal. La Paz: CIDES/Muela del Diablo.
        [ Links ]

Valenzuela, J.
1990 ¿Qué es un patrón de acumulación? México: UNAM.
        [ Links ]

Villegas, C.
2003 Privatización de la industria petrolera en Bolivia. La Paz: CIDES/Plural.
        [ Links ]

Weber, M.
1987 Economía y sociedad. México: FCE.
        [ Links ]

Zavaleta, R.
1989 El Estado en América Latina. La Paz: Los Amigos del Libro.
        [ Links ]

 

 

¿Crisis de Estado?

Álvaro García Linera sostiene que en la perspectiva de larga duración estamos frente a una crisis de los ordenamientos estatales de la vida republicana: una crisis del bloque empresarial de poder y del patrón de acumulación exportador sin capacidad de retención de la riqueza; una crisis de su identidad monoétnica y de desconocimiento de los “indios” como posibles sujetos en el gobierno (“con prerrogativas gubernamentales”); una crisis de simulación de modernidad y liberalidad que encubre una política señorial y patrimonial... Por otra parte, una crisis de corta duración: crisis del modo neoliberal y sus promesas; de la unidad y alianza de las élites; del sistema de intermediación; crisis, incluso, del monopolio de la fuerza coactiva.

Si parte de una solución se encuentra en la precisión de un diagnóstico, la posibilidad de reflexionar y proponer salidas depende, indudablemente, de identificar de manera clara y en toda su complejidad el tipo de crisis frente a la que estamos y sus causas. De lo que se trata es, entonces, de analizar el diagnóstico que nos ofrece el autor de este artículo y saludar la apertura al debate.

Para ello invitamos a Sonia Montaño, socióloga, especialista en temas de género y de desarrollo;  a Carlos Hugo Molina, abogado, especialista en desarrollo local; y a Jorge Lazarte, conocido politólogo y analista en temas políticos, quien lanza nuevos argumentos para el debate. A ellos nuestro agradecimiento por haber respondido favorablemente a la invitación de T’inkazos.

 

CRISIS Y ACTORES

Rossana Barragán (RB).- Crisis de Estado y en el Estado; crisis de la democracia, del modelo estatal neoliberal, de las mediaciones y de la resolución de los conflictos... ¿Cómo calificaría Ud. esta crisis y cuáles sus ejes fundamentales y distintos a los del autor?

Sonia Montaño (SM).- Recibí con entusiasmo la invitación de T’inkazos para participar en este debate. La verdad es que aún no salgo de mi perplejidad, pues el artículo que me proponen comentar supera mi capacidad de abstracción. Frases como: “En ese sentido, los distintos tipos o formas estatales corresponden, analíticamente, a las distintas etapas históricas de regularidad estructural de la correlación de fuerzas que siempre son resultado y cristalización temporal de un corto periodo de conflagración intensa, más o menos violento, de fuerzas sociales que disputan la reconfiguración de las posiciones y la toma de posición en el control del capital estatal”, sumadas a la erudición introductoria, me superan...Por lo tanto, la sección de Kant a Zavaleta la dejo para otro momento de iluminación. 

RB.- ¿Usted reconoce el país que analiza y describe Álvaro García Linera? Él privilegia el rol de los movimientos indígenas, pero: ¿qué rol tienen en la crisis los problemas regionales, la ‘nación camba’, el tema de los desocupados (que puede encontrarse en diversos sectores sociales) o de la propia empresa privada? ¿Qué estarían demostrando estas otras expresiones? ¿Hasta qué punto los problemas que afectan a los distintos grupos sociales y económicos, a las regiones, etcétera, son absolutamente diversos e irreconciliables? 

SM.- Creo que el trabajo aporta mucho al conocimiento de una de las perspectivas más novedosas en el escenario político boliviano actual. Tengo dudas acerca de la caracterización de la crisis y de las dinámicas de sus actores y coaliciones. Hablar de un sujeto único para referirse a los tomadores de decisiones durante los últimos años, deja de lado el análisis de las relaciones complejas entre Estado y sociedad, y supone una omnipotencia que, a mi juicio, no tienen las elites en el poder. Muchas de las decisiones tomadas en la década anterior respondían a demandas sociales de base amplia, como la reforma educativa, la participación popular, la equidad de género, la descentralización, la ley de tierras, el código del menor, las reformas institucionales.

El autor habla de una composición de fuerzas agrietada, pero a mi juicio estamos ante rasgos propios de Bolivia como la volatilidad de las coaliciones, la fragilidad económica y política de las elites y la ausencia de instituciones fuertes, inclusive a nivel social, que impiden la continuidad y estabilidad de los actores sociales. Habría mucho para discutir sobre los sectores empresariales bolivianos y sus vínculos con el mercado mundial. Más parece que en Bolivia éstos no tienen vida propia.

Es interesante el análisis que destaca la centralidad indígena en el liderazgo de los movimientos sociales. Tengo dudas sobre lo que el autor denomina matriz identitaria indígena y sus grados de autonomía. Lo interesante, a mi juicio, es que los indígenas están dando cuenta de las transformaciones culturales que han tenido lugar en el país, de la diversidad al interior de éste y de lo indeseable que sería tener un movimiento único basado en identidades fundamentales. De hecho, los indígenas bolivianos negocian con los partidos políticos, negocian con el Estado, ejercen cargos públicos, bailan en el Gran Poder y algunos hasta golpean a sus mujeres compartiendo con los karas un estilo cultural arraigado en nuestro país. De modo que no creo ni deseo que Bolivia se enrumbe detrás de un movimiento único que, como lo muestran otras experiencias, tiende inevitablemente al totalitarismo y a la intolerancia.

Creo, finalmente, que a pesar de los acontecimientos de los últimos años y meses, y de la gravedad que ellos tienen, Bolivia no está a punto de vivir ningún cambio fundamental y que todo indica que las crisis serán sucesivas y frecuentes, que los movimientos sociales han demostrado enormes carencias de liderazgo para proponer una nueva forma de relación entre Estado y sociedad, y que muchas de las movilizaciones están orientadas a alimentar esta sensación de crisis sin resolución que analiza el autor. La falta de una perspectiva democrática en estos movimientos, la tendencia a actuar en multitud y el desconocimiento de las oportunidades que implica ser un tercio en el Parlamento, pueden convertir la victoria electoral en un espejismo que deteriore el movimiento social y la institucionalidad.

RB.- Si uno de los actores principales en la expresión de la crisis son los indígenas, ¿hasta qué punto es un tema de pobreza más que de “comunidad cultural diferenciada”? ¿Qué de los grupos populares urbanos o las clases medias? ¿Hasta qué punto existe un “bloque empresarial”, una misma e incambiable economía exportadora de enclave, una misma modernidad? ¿O es que todas éstas son categorías que encubren el propio desconocimiento y escasa reflexión del país sobre las complejas realidades a las que pueden aludir? 

SM.- Uno de los principales desafíos es el de conocer mejor el comportamiento de los grupos dominantes, de por qué, a pesar de su insignificancia económica, de su miopía política, todavía logran reproducirse en el poder. Necesitamos también abandonar pensamientos únicos para reconocer como ciudadanos a quienes están articulados en torno a identidades y otras necesidades distintas a las de los indígenas, a veces en conflicto con las de ellos, y proponer formas civilizadas de negociación, consenso y convivencia que nos permitan mirar una Bolivia que viva en paz y no en pie de guerra.

 

EL PARQUE JURÁSICO ESTATAL

Carlos Hugo Molina

Muchas de las respuestas del pasado
se encuentran en el futuro.

Benedetti.

El Pacto Social que creó el Estado boliviano, no corresponde a la visión idílica de una estampa histórica que inmortaliza a nuestros próceres mirando fijamente el horizonte. No había fotografía, grabadora de sonidos ni de imágenes, ni pintores que recrearan el momento cuando ello ocurría. Por otro lado, la lectura de los anuarios legislativos que recogen el debate parlamentario de cuando la Patria nacía al influjo del liberalismo procreado por la Revolución Francesa es una sucesión de discursos armados para darle formalidad a una ficción jurídica. Quien se adentre en las páginas del Cóndor de Bolivia, el primer periódico publicado en la República, encontrará un esfuerzo extraordinario por crear institucionalidad y representación a partir de la nada. ¡Cómo se entendería de otra manera, si hoy, en pleno auge de la sociedad de la información y el conocimiento, resulta difícil socializar las leyes, el debate y la reflexión colectiva!

Convengamos que nos encontramos frente a un constructo imaginativo que 178 años después, no nos ofrece aún convicciones plenas y al que seguimos tratando de aumentarle piezas en un dibujo libre que le pone al Ekeko cada vez nuevos colgandijos, como diría el maestro José Ortiz Mercado. La insatisfacción, la exclusión, la copia irreflexiva siguen siendo el modelo asumido en lo político. Y en lo económico, la mejor manera de extraer y comercializar productos naturales para que adquieran, fuera de nuestro territorio, valor comercial.

No resulta extraño, entonces, que para fundamentar nuestro análisis del Estado, y asumirnos como parte del mundo civilizado, debamos acudir a las categorías diseñadas para comprender sociedades que reflexionan, escriben y comen con cuchara, tenedor y cuchillo, sentados en mesa con mantel blanco y servilletas.

Resulta evidente que los dos elementos que caracterizan a las sociedades que lograron alcanzar conciencia de la realidad son aquellos que permiten comprender el “mañana” y el “afuera”.

Expresado así de simple, el mañana no es otra cosa que la posibilidad de permitirnos vivir teniendo esperanzas, relacionando nuestra actualidad a sus consecuencias futuras. Tener conciencia del mañana es utilizar la Historia como una escuela de enseñanzas previsibles que nos toca conocer para transformar.

Y, por otro lado, la conciencia con el afuera, con los otros, es aceptar nuestra existencia en medio de un escenario mayor que nuestra comarca, de la que deberemos salir y a la que tenemos que volver todo el tiempo para evitar creernos la suma excelsa del conocimiento y la sabiduría.

Es en ese escenario en el cual se mueven las fuerzas sociales y en el cual desenvolvemos nuestra existencia, elaboramos nuestras categorías y diseñamos nuestros modelos.

La posibilidad de leer de manera más ajustada nuestra realidad, está en incorporar la mayor cantidad de componentes, actores y situaciones en una ecuación compleja y abigarrada, como diría Zavaleta. En Bolivia, ante la imposibilidad de integrar la teoría y la práctica, hemos debido aceptar el poder dual como una expresión cotidiana. Nos movemos todo el tiempo entre dos categorías, en un sincretismo cultural, ideológico, económico, político e institucional. Y dependiendo de la gorra con la cual actuemos, utilizaremos complejamente ese divorcio esquizofrénico con la realidad.

Luego de la derrota del socialismo real, la sociedad civil ha arrastrado a la sociedad política a escenarios de equidad, inclusión, recursos naturales y ecología. Desde las organizaciones no gubernamentales, movemos la confrontación con el Estado y la búsqueda del “buen salvaje”; de sus comportamientos, sistemas organizativos y productivos, reelaboramos la lectura del Estado. ¿Cómo es posible liberar todo ello del celular, el correo electrónico y la Internet? ¿Cómo estableceremos una ecuación adecuada a la integración de los pueblos si no tenemos categorías de productividad y competitividad incorporadas a nuestra sobrevivencia? ¿En qué medida el retorno eterno podrá seguir siendo el instrumento para ganar el mañana y el afuera sin generar conmiseración? La elaboración de toda una ideología que utiliza la hoja de coca como creencia, fe, dogma e institucionalidad es la demostración más patética de esta confusión.

Bolivia no es solamente la hoja de coca, ni el altiplano y la puerta del sol; ni exclusivamente reivindicaciones cívicas, ni tierra y territorio indígena, ni soberbia oligárquica y prepotente, ni mestizaje convertido en cholaje; no somos solamente páginas sociales y huelgas de hambre masivas, ni visitas reiteradas al Cardenal, ni pactos incumplidos o plumas en el Parlamento. Para que nuestra realidad sea entendida, estamos elucubrando construcciones teóricas que tratan de explicar nuestra estupidez colectiva, como dijo alguna vez Gonzalo Chávez. ¿Es posible entender en otro contexto la irracionalidad constitucional de la confrontación militar-policial? ¿Es posible entender fuera de la irracionalidad la confrontación por la tierra en un país que no tiene gente? ¿Y después de este eclipse institucional del Estado, que otro Estado vendrá?

Por supuesto que no debemos tenerle temor al cambio y Proudon vuelve de nuevo a la carga.

El proceso de capitalización boliviano está resultando ser el único caso de remesas al revés. Y para detenerlo, se propone el retorno al ayllu, que dará seguridad alimentaria pero generará mayor sometimiento a la hora de la inexorable integración de los pueblos y las fronteras. Resulta que como la integración no se dará en la línea del Libertador, dicho sea de paso, un “neo imperialista y contrario al indio”, como está siendo descubierto, tendremos que volver al nacionalismo y chauvinismo de apelar al sentimiento antichileno para impedir la salida del gas, y a las fuerzas armadas como defensoras de la soberanía. ¡Qué ironía!

Álvaro García Linera arremete entusiasta y justificadamente contra el antiguo régimen, los partidos políticos, el Parlamento, los cívicos, la economía y cuanta categoría institucional y republicana levante cabeza. Y como siempre nos ocurre, tendrá que venir una ayudita desde fuera para tratar de salir de este intríngulis, pues antes de llegar al cielo, todavía tendremos Estado para rato. Ese apoyo al “lamento boliviano” vendrá de Luis Ignacio Da Silva, “Lula” para los amigos y enemigos.

La apuesta por un nuevo Brasil que nace en Porto Alegre y se nutre de todos los movimientos antineoliberales podrá permitirnos un respiro en esta construcción tan laboriosamente inconclusa en la que estamos los bolivianos todavía sin ponernos de acuerdo. Lo interesante del caso es que el nuevo modelo brasileño propone una serie de categorías que resultan bastante conocidas en nuestra jerga cotidiana: “desarrollo económico local, inclusión, desarrollo regional, consorcios municipales, planificación participativa, respeto a la diferencia, alianzas, pactos, pequeña y mediana industria, ALCA reformulado, integración, gobernabilidad democrática, relaciones económicas justas”. Parece que, por la valorización que se hará de esas categorías, descubriremos el camino que tenemos recorrido.

El des-encubrimiento que debemos realizar llevará a redescubrir territorios y regiones con colores y músicas diversas y lecturas que nos deben enriquecer necesariamente. Negar la explosión ideológica del barroco chiquitano, sembrado por los jesuitas y asumido hoy voluntariamente como creación colectiva para intercambiarla con el mundo, sería desconocer la capacidad creativa de pueblos indígenas y mestizos que no se avergüenzan de su calidad. Ese Estado diferente que todos queremos se multiplica en experiencias que suman sus esfuerzos de manera concertada alrededor de municipios que están alcanzado la calidad de líderes institucionales y sociales. Desconocer la fuerza de las alianzas mancomunitarias sería lo mismo que ignorar la fuerza de lo local que está dibujando un mapa con características regionales, lejos del centralismo absurdo y mezquino de la miopía institucionalizada. No aprovechar las experiencias de desarrollo económico local que están revirtiendo la crisis desde donde vive la gente, es lo mismo que negar que a pesar de la postración, la imaginación sigue firme. No incorporar la variable medioambiental es hablar de un país que no es el nuestro.

Veo a este país más allá de la Bolivia india que respeto y defiendo, pero que no admito como única si no me acepta como mestizo, viviendo en ciudades, utilizando la sociedad de la información y el conocimiento, compartiendo la lucha por la dignidad sin exclusiones racistas; planteándonos una estrategia económica productiva, más allá del debate eterno por la organización que hoy debe demostrar su eficacia.

Carlos Toranzo nos recordará que la crisis es una oportunidad para darnos nuevas respuestas. Y muchas de ellas están esperando en el mañana. Como las buscaba Tatu, ipaye del Bajo Izozog, que hacía llover en periodos de sequía. O el maestro Pedro Poshiabó, en la comunidad chiquitana de Sañonama, cuando contaba historias de los abuelos. O Rubén Darío Suárez Arana cuando dirige a la orquesta de Urubichá. ¡Cuánto me gustaría leer estas ocurrencias con la letra del colla García Linera!

 

 

El conflicto entre un Estado del “demos” y un Estado del “etnos”

Apuntes para un debate3

Jorge Lazarte R. 

1. Fragmentación y reivindicaciones étnico-culturales.- Es ya una constatación que el mundo enfrenta dos fenómenos contrapuestos y casi simultáneos. Por un lado, lo que se llama globalización, que uniforma; por el otro, los particularismos, que diferencian. Estos fenómenos pusieron en cuestión la creencia de que los procesos de mundialización pondrían fin a los particularismos, pensados como resabios de un pasado aún vivo pero en proceso de extinción. Lo que ocurrió es que los procesos de mundialización no sólo no eliminaron los particularismos, sino que al contrario, los reactivaron o los promovieron. Ahora los dos procesos son proporcionales: cuanto mayor es la mundialización, mayor es la multiplicación de los particularismos.

La razón básica parece ser una exigencia inherente a la condición humana: la necesidad de pertenencia y, por tanto, de identidad grupal o colectiva. Cuanto más tiende la mundialización a uniformar, mayor es la necesidad de afirmar una pertenencia colectiva, de marcar una diferencia.

Con sus propios ritmos y cadencias, esto mismo está ocurriendo en el país. Por distintas razones, Bolivia está en proceso de fragmentación social y política. Las tendencias centrífugas se expresan con mayor fuerza. Cada grupo o  sector piensa en términos más particularistas y menos en términos de país. Los intereses que los movilizan son  más fluidos, volátiles, puntuales y menos estructurados. Ello explica que más que movimientos sociales, lo que ahora observamos son acciones colectivas dislocadas, encapsuladas, episódicas, irruptivas hasta hacerse incontrolables; comportamientos de protesta sin demandas consistentes, que expresan los grandes conflictos de la sociedad, como fue el caso del movimiento obrero clásico. En ese entorno emergen ciertos particularismos que podríamos llamar identidarios, para separarlos de los otros, que suelen esconder conflictos de intereses. Los movimientos identidarios consisten en demandas o reivindicaciones de cierta identidad, entre ellos de identidad étnico-cultural. Las apelaciones de “nación aymara”, de “nación camba”, de “nacionalidades” andinas o tupiguaraníes, son parte esencial de este campo identidario y hoy han sido incluidos en el discurso político cotidiano, como si de pronto se hubiera producido un sobresalto de expiación colectiva para los mejores y peores usos. De todos modos, estas demandas de identidad cultural plantean un problema de fondo, sobre el cual vale la pena entenderse con el fin de orientar las formulaciones de respuestas apropiadas para resolverlo.

En primer lugar, hay que diferenciar las identidades de origen reclamadas por los grupos involucrados, de las fabricadas y atribuidas por antropólogos, sociólogos y cientistas sociales. En el primer caso, son las identidades tal cual las reivindican los mismos grupos, y que sólo pueden ser el resultado de una historia. En el segundo caso, son la producción “antropológica” de una identidad fuerte y única, resultado de una transferencia a grupos cuya representación y vocería suelen asumir militantemente por cuenta y riesgo.

La primera identidad es originaria, endógena; mientras que la segunda es producida y atribuida desde fuera, para que los de dentro la reivindiquen como propia. Nosotros nos referiremos a la primera identidad, tal como puede observarse en los comportamientos individuales y colectivos.

Lo que podemos decir es que las distintas identidades étnico-culturales no son identidades compactas, únicas, de una sola pieza. Son, más bien, identidades fuertemente contaminadas con componentes identidarios ajenos, y que coexisten en un mismo sujeto junto a otras puramente periféricas. Globalmente pueden diferenciarse dos identidades coexistiendo en los mismos sujetos colectivos. Por un lado, la identidad tradicional, que se prolonga hasta el presente, al que ha llegado por un largo proceso histórico en cuyo curso se han incorporado componentes de identidades distintas del entorno con las cuales se han creado puntos de interpenetración e intersección, en lo que se conoce como fenómenos de aculturación y transculturalización (como se sabe, las culturas no son como las “mónadas”, cerradas y sin ventanas). Ésta es la identidad vuelta al pasado.

Pero, juntamente con esta identidad, se conforma otra proyectada al futuro. Es la demanda por lo que puede llamarse la “modernidad”, o la atracción o seducción de la modernidad, en tecnología y símbolos. La primera, la tradicional, es la identidad observable en las prácticas cotidianas, mientras que la segunda es la reclamada como deseable pero aún no plenamente actual. Las dos coexisten, se entremezclan y establecen relaciones de conflicto, con primacía aún de la primera. Así se llevan a la práctica rituales para la Pachamama, como símbolo de la identidad tradicional, pero al mismo tiempo se le pide acceder a bienes, como símbolo de la modernidad. En este sentido, los conflictos de abril de 2000 en el altiplano paceño, escenario con mayor presencia étnica de las últimas décadas, fueron conflictos por la modernidad, revelada detrás de las demandas más importantes, como universidades, caminos, salud; por tanto no fueron conflictos secesionistas, vinculados con demandas para la constitución de una “nación” aparte, ni primeramente de representación, sino de acceso a la modernidad. Y como suele repetir Felipe Quispe, los originarios tienen derecho a la televisión, al celular, a las computadoras. Estas mezclas entre identidades tradicionales, fuertemente “impregnadas” de valores no andinos, e identidades modernizantes deseadas, existen en distintas proporciones en cada uno de los grupos étnicos-culturales.

Por ello es que podemos concluir que estos grupos reivindican su identidad tradicional no para separarse sino para integrarse al país, que es lo que quiere decir la demanda de modernidad. Por ello mismo, stricto sensu, estos grupos no conforman nacionalidades y menos aún naciones, cuya demanda inherente es organizarse en estados separados. En Bolivia existen diferencias pero no divisiones étnico-culturales. Este fue uno de los efectos más duraderos de la revolución de 1952, que mestizó al país4.

Estas demandas de integración tienen varias dimensiones: integración cultural, social, económica y política, que de alguna manera están pendientes desde la fundación de la República. En lo que sigue, nos referiremos a la integración política y a la organización del Estado.

 

2. Estado moderno y legitimidad ciudadana.- El mayor defecto de la construcción del Estado en Bolivia no es su carácter unitario, sino el haber funcionado excluyendo a la mayoría originaria del país en favor de unas minúsculas elites que creyeron que eran el país. Estaba claro que en esas condiciones no iba a ser posible que el Estado pueda legitimarse en términos modernos y democráticos.

Toda forma de organización política necesita un umbral de legitimidad por debajo del cual puede entrar en crisis. Legitimidad es la creencia compartida en y por la sociedad, o de sus grupos sociales más significativos, que las decisiones políticas vinculantes deben ser obedecidas o consentidas según criterios compartidos, y no ser desafiadas o desacatadas colectivamente.

El Estado moderno democrático se ha legitimado en un proceso muy largo, constituyendo a los individuos-súbditos con el deber de la sumisión, en ciudadanos con derechos fundamentales, en nombre de los cuales participan en la vida política, definiendo a los titulares del poder, que a su vez intervienen para garantizar esos nuevos derechos. El “demos” de la polis griega es ahora la comunidad de ciudadanos iguales, independientemente de sus condiciones raciales, culturales, religiosas, sociales, políticas, de sexo. Esta conciencia universalista, que reconoce a hombres y mujeres una condición compartida, es el correlato del reconocimiento de la igualdad de la condición humana por encima de todos los particularismos. Esta idea de ciudadanía construida en el largo tiempo es hoy el fundamento moderno y democrático del Estado. De esta manera la idea compartida de ciudadanía fue una de las revoluciones mentales más extraordinarias, porque era la primera vez que el poder político sustentaba su legitimidad en ciudadanos iguales, rompiendo con toda forma de legitimación extra societal.

Por ello mismo cambiaron las formas de representación, desde las estamentales corporativas, heredadas de la Edad Media, a la ciudadana, mediante el voto expresado libremente. Diríamos que el eje de la modernidad política es la idea de ciudadanía, inherente a la democracia, como la base de la legitimidad del Estado moderno. Esta es la creencia sobre la que se funda el Estado de Derecho, codificada en las distintas constituciones políticas actuales, más que en los diferentes diseños institucionales.

 

3. Legitimidad frustrada y construcción de la democracia.- En Bolivia las cosas pasaron de otro modo. La legitimidad del nuevo “Estado” proclamado en 1825 descansó en la “ciudadanía” restringida, legal y fácticamente, a la que se reconoció el derecho al voto, marginando hasta 1952 a la mayor parte de la población, constituida principalmente por los grupos originarios, de la posibilidad de participación política institucional básica. En estas condiciones estaba claro que el poder político se planteaba una tarea simplemente irresoluble: no podía legitimarse ante quienes estaban excluidos de esta posibilidad.

A esta dificultad legal había que adicionar otra. Esta pretensión de legitimidad sólo podía ser satisfecha por los ciudadanos reconocidos, si los principios sobre los cuales quiso asentarse el Estado naciente se hubieran convertido en normas de comportamiento estatal. En los hechos, las élites estatales violaban esos principios con la misma frecuencia con la que apelaban a ellos, convertidos en simple envoltura “formal” de unas prácticas que se desarrollaban en sentido contrario. El Estado violaba las reglas cuyo acatamiento exigía a los ciudadanos.

El proceso iniciado en 1952, que fue el más serio intento en Bolivia de construir un Estado moderno y de conformar una nación de ciudadanos, tampoco pudo resolver el problema, a pesar del reconocimiento jurídico de la ciudadanía universal, que reparaba una deuda histórica. Esta condición ciudadana universal fue eclipsada por prácticas políticas clientelares y de manipulación política. En otro sentido, la revolución de 1952 abrió la vía de una legitimación “sustitutiva” mediante un pacto entre el poder político y la población, por el cual esta última apoyaba a la nueva conformación del poder político a cambio de que éste se ocupe del bienestar colectivo. El Estado de “bienestar” fue un intento de aportar legitimidad “sustitutiva” al Estado.

Ya en democracia, a partir de 1952, se replantea el mismo problema pero en condiciones políticas inéditas que a priori podrían hacer plausible pensar en un proceso de legitimación ampliada del Estado.

En efecto, como nunca en el pasado, la participación ciudadana y la idea misma de ciudadanía de algún modo han empezado a funcionar. El conflicto por la titularidad del gobierno y no del poder (una separación que habría que tenerla en cuenta cuando se habla de democracia en términos apropiados), sigue los causes institucionales, es decir previsibles, mediante elecciones generales en las que votan los ciudadanos con garantías razonables de confiabilidad. Este hecho, aparentemente “formal”, es la vía más importante para construir un sentido de pertenencia colectiva a una comunidad política. El problema es que la experiencia es muy reciente como para suponer que la condición ciudadana haya sido asumida como un referente general y compartido por la población. La ciudadanía es un valor que requiere de un proceso prolongado de socialización que compromete a varias generaciones. Por ello mismo, en el caso de Bolivia, la idea de ciudadanía es muy débil, más aún si para alcanzarla tienen que vencer lealtades anteriores, primarias o corporativas. Al respecto, y a pesar de la reforma educativa, la escuela no juega su rol central de impulsora de nuevas socializaciones. Ya lo hemos dicho, el Estado moderno democrático sustenta su legitimidad en el “demos”, como “pueblo” de ciudadanos. Esta comunidad política constituida por ciudadanos iguales participa y define regularmente a los titulares del poder, legitimando de manera permanente los marcos de principios jurídicos y de procedimiento con los cuales funcionan las instituciones del Estado.

A todo ello se agregan obstáculos “externos” que hacen más complicado el proceso cualitativo y acelerado de ciudadanización. Uno de ellos es, ciertamente, el proceso de ruptura del pacto del Estado de Bienestar, de 1952, que ha vaciado el contenido “social” de la idea de ciudadanía.

Cuando aparentemente este proceso debe ir hacia adelante, desarrollando la idea de ciudadanía y sus distintos componentes, aparece o mejor reaparece la idea de que el Estado está en crisis, y como consecuencia de ello se reactivan viejas lógicas como propuestas nuevas, cuya pertinencia debe ser discutida.

 

4. La crisis política del presente.- La actual crisis política está despertando los reflejos ideológicos del pasado, entre los cuales cuenta la afirmación de que estamos frente a una “crisis del Estado”. En el pasado, esta afirmación tenía un sustento analítico e ideológico por su conexión con el proyecto socialista de antaño. Este proyecto, como se sabe, buscaba la transformación-revolución de la sociedad del presente, en una sociedad nueva del futuro.

Para hacer creíble esta transformación era necesario decretar la “crisis de Estado”, que consistía en demoler el Estado “capitalista” en crisis para construir el Estado “socialista” sustitutivo. Por necesidad de coherencia ideológica y de movilización, esta crisis fue predicada en todo el mundo durante décadas, y, en el caso de Bolivia, masivamente hasta los años sesenta y setenta. En buena parte del mundo no pasó nada y el Estado “capitalista” sigue su curso. Pero, donde el Estado “capitalista” fue reemplazado por otro, lo que salió fue un poder político “total”, que no pudo sobrevivir a su propia crisis y se hundió desde dentro.

Lo que queremos significar con esto es que sólo tiene sentido hablar de “crisis de Estado” allí donde se piensa que existe otro tipo de Estado alternativo. En nuestro caso, muchos de los que hablan irreflexivamente de “crisis de Estado” no tienen en mente ningún otro tipo de Estado alternativo, o cuando lo tienen, es un Estado de “nacionalidades”, de “naciones”, de “etnias”, que son denominaciones distintas para un solo proceso autodestructivo del Estado, y no la construcción de un nuevo Estado. Es decir, por un lado está en juego la pertinencia analítica; por el otro, la pertinencia empírica de la “crisis de Estado”. Finalmente, la viabilidad y las consecuencias probables de poner en marcha un nuevo Estado.

Así, repetir “crisis de Estado”, sobre todo después del terremoto político del 12 y 13 de febrero reciente, es ceder al facilismo o a la rutina de las palabras, no hacer un debido esfuerzo analítico de explicar lo que se quiere decir cuando se asegura que existe “crisis de Estado”, y no reflexionar sobre el tipo de crisis política revelada en esos dos días traumáticos.

Lo que ha ocurrido el 12 y 13 es una rebelión de miembros de la Policía a los cuales tuvieron que enfrentar las Fuerzas Armadas. Esta rebelión estuvo dirigida contra el gobierno, cuya autoridad sobre la Policía entró en crisis. Esta crisis es una crisis “en” el Estado y no crisis “de” Estado. Esta es una crisis “del” gobierno actual.

Esta crisis se conectó con otra crisis visible en los últimos años, que es la crisis “de” gobierno, que no es de Estado, pero sí de su núcleo ejecutivo. Es decir, la crisis de gobiernos que no pueden gobernar con autoridad, y cuyas decisiones son desafiadas por sectores significativos de la sociedad.

La otra crisis que ha revelado el “febrero negro” es más bien una seria amenaza contra el sistema democrático, que no es el gobierno y no es el Estado, sino que se refiere a las reglas de funcionamiento del Estado. Confundir crisis del gobierno, con crisis de gobierno; y a estas dos con crisis de régimen político, no es ayudar a comprender las dimensiones de la crisis política. Pero tampoco hay que confundir crisis de régimen con crisis de Estado. Aún la revolución de 1952 dejó subsistente el Estado “oligárquico”, excepto sus reglas de funcionamiento y sus nuevas funciones. Por ello es que lo que entró en crisis fue el régimen político de la oligarquía más que el Estado, que fue preservado en sus estructuras y fundamento jurídico.

Miradas las cosas desde el Estado, se deben distinguir tres crisis: crisis del fundamento del Estado; crisis de legitimidad del Estado y crisis de la estructura del Estado. La primera tiene que ver con la capacidad del Estado de garantizar un orden político; la segunda se refiere a las razones por las cuales la acción del Estado es aceptada por la sociedad (aquí esta crisis es equivalente a la crisis de régimen político), mientras que la tercera tiene que ver con la forma cómo se organiza el Estado, es decir, con sus instituciones (crisis en el Estado). Ciertamente estas crisis pueden darse por separado o de manera combinada. Una crisis conjunta es el derrumbe del orden político. Una guerra civil es el ejemplo más catastrófico.

Cuando se pasa del Estado “capitalista” al Estado “socialista” hay crisis del Estado como garantía de un orden político; cuando se pasa del Estado absolutista al Estado democrático ciertamente hay crisis de legitimidad y ruptura entre l’Etat c’est moi y el Estado de los ciudadanos; finalmente, cuando se pasa de un sistema presidencialista a un sistema parlamentario, puede haber crisis institucional, pues se pasa de una estructura de gobierno a otra. En el caso de Bolivia sería interesante que se nos explique, analítica y no ideológicamente, qué es lo que se está diciendo cuando se dice que hay “crisis de Estado”. Lo que sí hay son amenazas (y no realidades) de crisis que pueden poner en crisis al Estado, como crisis de su propio fundamento.

 

5. El Estado boliviano: entre el demos y el etnos.- Una de estas amenazas proviene de las propuestas de constituir un Estado de “nacionalidades”, de “naciones”, de “autonomías” con representación étnica y lingüística. La idea en Bolivia no es nueva, excepto que los que la sostienen tienen cierta audiencia. Al respecto, caben tres observaciones esenciales. Por un lado, la idea de asentar el Estado en las etnias constituiría un enorme retroceso histórico respecto a la idea del fundamento democrático del Estado. Ya lo hemos dicho, el Estado moderno se sustenta en la idea de ciudadanía universal que en condiciones de igualdad participa en la legitimación y constitución del Estado, en contraposición a la representación corporativa o estamentaria premoderna.

En segundo lugar, desde el punto de vista práctico, es simplemente inviable. Un Estado basado en comunidades étnicas y lingüísticas supone darles representación en los órganos del Estado, como también sostienen sus propugnadores. Por ejemplo, conformar la Corte Suprema de Justicia, el Tribunal Constitucional, la Contraloría, etcétera con representación étnica proporcional. Esto quiere decir que se sabe cuáles y cuántos son esos grupos étnicos y lingüísticos. Lo que no es muy evidente, pues los datos no son coincidentes entre sí, aunque de manera muy imprecisa suele decirse que los grupos étnicos están alrededor de la cuarentena, dependiendo de los criterios de identificación y clasificación. En cuanto a los grupos lingüísticos se sabe que existen una treintena, pertenecientes a una decena de familias que tendrían que elegir a su representante en el Tribunal Constitucional, de sólo siete miembros. Además, en las nuevas condiciones definirlos va a implicar lidiar con intereses políticos muy fuertes. ¿Y qué haremos con el resto de grupos étnicos, centenas en varios casos, que se quedarán sin representación? ¿A qué grupos se eliminará? ¿Sería por rotación? ¿O proporcional a su peso demográfico? ¿En este caso se sabe cuántos son en todo el país?5 Algunos grupos serían tan escasos que nunca tendrían representación. ¿Y luego cómo serían elegidos? ¿En asambleas comunales? Y si son miles, ¿será posible reunirlos en un sólo lugar? ¿Y los riesgos de que las asambleas sean controladas por aparatos políticos, en negación absoluta de los principios deliberativos? Por ello es que desde el punto de vista operativo, no es viable.

Por otra parte, si la representación es por grupo étnico y lingüístico, se podría ir más lejos: exigir que esos grupos usen su propia lengua en sus espacios de representación, a lo que se sumaría la demanda de textos oficiales en sus lenguas, y así para delante entraríamos en una verdadera torre de Babel, cada uno afirmando su particularismo étnico y lingüístico, lo que equivale a decir que simplemente desaparecería toda huella de espacio público compartido (uno de cuyos componentes es una lengua común) que facilite la comunicación.

Pero, por otro lado, esta forma de designación es contraria a una característica inherente al Estado moderno, que consiste en que las designaciones correspondan a quienes la merecen por méritos, por competencia profesional, y no por razones étnicas o culturales. Esta forma de designación corporativa implica que las personas sean designadas no por sus aptitudes sino por su pertenencia étnica. Así aseguraríamos representatividad y no eficiencia, y en el caso de los órganos jurisdiccionales, no garantizaríamos confiabilidad que rima con competencia profesional más solvencia moral.

Además, este procedimiento puede dar lugar, en el tiempo, a demandas para que todos los cargos públicos y privados del país sean distribuidos por cuotas étnicas. Ciertamente estamos ya razonando por el absurdo6, pero esta es la lógica terminal que confunde instituciones de representación con instituciones ejecutivas y administrativas. Allí donde deben estar representados estos grupos es precisamente en el Parlamento, que es un órgano de representación. El Poder Ejecutivo, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas no son órganos de representación. Esta confusión está muy difundida en el país.

Finalmente, estas propuestas centrífugas ponen en riesgo la propia existencia del fundamento del Estado como garantía de un orden político; y por ello mismo arriesgan la organización del país. Fundar el Estado en el “etnos” no sólo es una regresión histórica, sino que abre una brecha por la cual se desencadenaría un torrente de demandas de participación e incorporación étnica-cultural y lingüística que romperían la estructura del Estado, poniendo no sólo en entredicho sino acabando con una de sus funciones básicas que es la de asegurar la cohesión interna de la sociedad y de su orden político. En una sociedad fuertemente mestizada como la boliviana, es retornar al pasado anterior a la Revolución de 1952. El primer problema del Estado en Bolivia es ser Estado en las nuevas condiciones de la democracia. El Estado tiene tal inermidad que un sindicato suele ser más que él.

En un Estado de las etnias, ya no se sabría qué quiere decir ser boliviano, o desaparecería el débil sentido que aún tiene a favor de las pertenencias étnicas primordiales. Suele decirse que el Estado es la “síntesis” de la sociedad. Pero síntesis se refiere a la unidad de lo compuesto y no al espejo de la sociedad. Un Estado no expresa las diferencias sino la unidad de una sociedad. El problema es cómo articular esta unidad con las diferencias sin eliminar la unidad ni la diversidad. En un Estado fundado sobre las diferencias, ya no se sabe cuál sería el nivel de unidad societal del que fuera su propio garante.

Lo que estas propuestas sí van a lograr, más allá de las intenciones, es convertir las diferencias étnico-culturales que existen, en divisiones étnicas. Es decir, que el país sea sólo el espacio geográfico donde se asienten las separaciones étnicas, cada cual con sus lenguas, instituciones, partidos, justicia, parlamento. En lugar de consolidar la existencia de un solo país, esto significaría alentar la formación de muchos países en la línea del espíritu de las “republiquetas” con las que el país nació en el siglo XIX. En un país que en lugar de superar las discriminaciones étnicas, pasa a las divisiones étnicas, su cohesión interna puede dar lugar a los conflictos étnicos abiertos, que es el primer paso hacia las guerras étnicas. Promover políticas a favor de los distintos grupos étnico-culturales, para revertir las discriminaciones seculares, no es lo mismo que impulsar las diferencias hasta convertirlas en divisiones.

 

6. Cómo mejorar la representación.- Desde la política, el problema de los grupos étnicos es de representación, a la que no tuvieron acceso desde la fundación de la República. Pero aquí representación no quiere decir seguro institucional de representación grupal, pues con este criterio habría que igualmente asegurar este tipo de representación a otros grupos de la sociedad, con lo que la representación ciudadana dejaría de tener sentido y retornaríamos a la representación estamental del Estado premoderno, abriendo un campo de batalla por llevarse la mayor parte de la torta. Aquí representación es posibilidad de ser representados mediante mecanismos democráticos. No existe nada que en la legislación boliviana impida que los grupos étnico-culturales voten por los suyos en cada una de las elecciones. La prueba más contundente de que eso es posible está en los resultados de las elecciones nacionales de 2002, en las cuales los votantes con fuerte identidad étnica han podido votar y elegir como representantes nacionales a gente de su mismo origen. Esto demuestra que el problema de la representación no se encuentra propiamente en el sistema institucional sino en la decisión de los miembros que forman parte de estos grupos sociales. La posibilidad de candidaturas no partidarias va a mejorar esta oportunidad. De este modo estaríamos efectivamente preservando la unidad de base del Estado, con el ciudadano como su referente, al mismo tiempo que su diversidad, con potencial efectivo de autorepresentarse allí donde debe hacerlo.

Se puede ir más lejos y pensar en un rediseño de las circunscripciones municipales de tal modo que muchas de ellas correspondan con los asentamientos étnicos, abriéndose así a mayores posibilidades de elegir a representantes de la misma identidad a través del voto ciudadano. De esta manera ganaría mucho de proximidad la democracia local.

Lo que no quita reconocer que sobre estos grupos pesan más obstáculos en el ejercicio de sus derechos que sobre otros del país. Políticas de Estado pueden favorecerlos con el propósito de retirar esos obstáculos, pero es un asunto distinto que fundar el Estado sobre bases étnicas.

 

7. Finalmente, y de manera más general, podemos decir que la afirmación étnica en la base del Estado es lo que se llama “comunitarismo” o riesgo comunitarista, puesto que entraña la amenaza de la conformación de “comunidades étnicas y lingüísticas cerradas, autoreferidas, en conflictos con otra comunidades del mismos tipo, cada una funcionando como microsociedades con pretensiones de constituirse en miniestados o republiquetas. Los que proponen esta alternativa tienen la obligación de pensar no sólo en sus justificaciones nominales sino en estos probables efectos reales, como los que se producen en otros continentes, con guerras de limpieza étnica.

Un ex presidente francés solía repetir que “Le nacionalisme c’est la guerre”. Nosotros podríamos decir el etnicismo conduce al etnocidio.       

¿Tenemos que elegir entre continuar la construcción de un Estado de ciudadanos o un Estado de etnias? Esta definición es parte sustancial de un debate muy actual entre “multiculturalistas” moderados, “comunitaristas” casi fundamentalistas y “pluralistas” democráticos.

La propuesta etnicista, aun en su variante más moderada de “multiculticulturalismo”, no es responsable con el país, porque más allí del discurso no encuentra una forma institucional que no sea echar todo en el agujero negro de los experimentos sin retorno. Siempre es más fácil escribir para los otros, sin hacerse cargo de las consecuencias sobre los otros.

 

Notas

1 Rossana Barragán es historiadora y docente investigadora del Postgrado de Ciencias del Desarrollo de la Universidad Mayor de San Andrés (CIDES-UMSA). Correo electrónico: rossanabarragan2003@yahoo.com

2 Álvaro García Linera es matemático y analista político y social. Actualmente ocupa el cargo de Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia.

3 Nota del autor: Por razones de comodidad hemos suprimido el apoyo bibliográfico especializado.

4 En ello estamos más próximos a México, cuya revolución también mestizó al país, que al Perú, más fragmentado.

5 Según los datos del Censo de 2001, si bien los que se autoidentifican con algún grupo originario o étnico son mayoría, pues llegan al  61,97 por ciento, no es menos cierto que tomados individualmente, los que no se identifican con ningún grupo originario hacen una mayoría del 38,03 por ciento. Los demás grupos tienen un porcentaje inferior. Los otros “nativos”, que forman parte de esos cuarenta grupos étnicos, hacen globalmente el 0,85 por ciento del total de la población nacional.

6 Este es el caso de la mala conciencia de sectores de clase media para quienes todo pasa ahora por lo étnico hasta llegar a situaciones inverosímiles. En estos días, alegando razones de reivindicación étnica, un jefe político propuso como embajadores a ciudadanos(as) improvisados(as) y que no tienen ninguna competencia para ello. Este es un uso demagógico de la idea de reivindicación étnica y un desprecio al país. Un país serio pone de embajadores(as) a su gente más seria, que en general se ha destacado en el servicio exterior y/o con formación profesional acreditada. Este es otro ejemplo, de los muchos que se multiplican en el país, del absurdo adonde conduce este razonamiento etnicista.

 

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons