SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número11LOS ORÍGENES DEL TOTALITARISMO DE HANNAH ARENDT Y LA MANIPULACIÓN DE LA LEGALIDAD (EL DESAFÍO TOTALITARIO DE LA LEY)¿ES POSIBLE LA TUTELA DE INTERESES COLECTIVOS Y DIFUSOS EN EL ARBITRAJE DE CONSUMO? EL ARBITRAJE DE CONSUMO COLECTIVO EN EL REAL DECRETO 231/2008, DE 15 DE FEBRERO, REGULADOR DEL SISTEMA ARBITRAL DE CONSUMO índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Iuris Tantum Revista Boliviana de Derecho

versión impresa ISSN 2070-8157

Rev. Bol. Der.  n.11 Santa Cruz de la Sierra ene. 2011

 

ARTÍCULO ORIGINAL

LA RETICENCIA EN LA FORMACIÓN DEL CONTRATO

RETICENCY IN THE FORMATION OF CONTRACTS

 

José Ramón de VERDA y BEAMONTE


RESUMEN: En el presente trabajo se aborda el estudio de los deberes  de información precontractual, determinándose, con arreglo a criterios propios del análisis económico del Derecho, la extensión y límites de la obligación de informar del error ajeno.

PALABRAS CLAVE: Anulación, buena fe, “culpa in contrahendo” dolo, indemnización de daños y perjuicios.


ABSTRACT: This article studies the duties of pre-contractual information, determining, with the criterions of law and economics, the scope and limits of the obligation of informing of others mistake..

KEy WORDS: Annulment, good faith, malice, liability.


SUMARIO: I. CONSIDERACIONES PRELIMINARES.-II. FUNDAMENTACIÓN DEL DEBER PRECONTRACTUAL DE INFORMACIÓN DEL ERROR ESENCIAL AJENO.- III. EL CARÁCTER RELATIVO DEL DEBER PRECONTRACTUAL  DE INFORMACIÓN.- IV. DETERMINACIÓN DE LA EXTENSIÓN y LÍMITES DEL DEBER PRECONTRACTUAL DE INFORMACIÓN EN CLAVE DE ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO. -1. Informaciones costosas y no costosas.- 2. Informaciones que aumentan o disminuyen el valor de los bienes.- 3. Costes simétricos y asimétricos. 4. Recapitulación.- V. LA RETICENCIA DOLOSA.- 1. Delimitación del supuesto.- 2. Consecuencias jurídicas. 2.1. En el ámbito del juicio de validez negocial.- 2. En sede de responsabilidad precontractual.- VI. LA RETICENCIA NEGLIGENTE.- 1. Delimitación del supuesto.- 2. Consecuencias jurídicas.- 2.1. En el ámbito del juicio de validez negocial.- 2.2. En sede de responsabilidad precontractual.- VI. LA RETICENCIA LÍCITA.

I. CONSIDERACIONES PRELIMINARES.

El presente trabajo parte de la premisa de que el principio de la buena fe, durante los tratos preliminares y al tiempo de la conclusión del contrato1, impone a las partes contratantes el deber de informarse recíprocamente de la existencia de las causas de invalidez negocial, conocidas o recognoscibles mediante el uso de una regular diligencia2. Entre ellas, el error esencial ajeno, esto es, el error determinante del consentimiento ad contractum de quien lo padece, el cual es causa de invalidez contractual, según prevé el art. 1266 C.c.3.

Trataré aquí de delimitar el fundamento, extensión y límites de tal deber precontractual de información, así como las consecuencias a las que da lugar su infracción.

II. FUNDAMENTACIÓN DEL DEBER PRECONTRACTUAL DE INFORMACIÓN DEL ERROR ESENCIAL AJENO.

El deber precontractual de información suele ser apoyado en dos argumentos. a) De un lado, en el principio de la buena fe, que en el marco de la denominada solidaridad contractual impone a las partes una obligación recíproca de lealtad, dentro de los límites de un sacrificio razonable4. Ello, al ser vicio de que la voluntad negocial de cada una de ellas se forme sin anomalías que impidan valorar adecuadamente lo que realmente conviene a sus intereses5.

b) De otro lado, el deber de advertencia del error esencial ajeno tiene un fundamento económico. Detrás de toda equivocación, hay un problema de falta de información6  y, en definitiva, de costes7. Si el contratante que se equivoca hubiera procedido con una mayor diligencia al examinar la realidad fáctica o jurídica sobre la que versa su error, muy probablemente, podría haber evitado éste.

Sucede, sin embargo, que el acceso a la información es costoso en términos económicos, de manera que si los gastos que hay que realizar para obtener dicha información van más allá de ciertos límites, se encarecerán los costes de la transacción, lo que puede disuadir de la celebración del contrato a quien deba afrontarlos.Y, en todo caso, en ocasiones, es razonable que quien conoce el error del contrario deba comunicárselo, de modo que éste no tenga que destinar recursos en la búsqueda de una información de que dispone la otra parte contratante8.

En qué medida y dentro de qué límites, es una difícil cuestión, respecto de la cual resulta imposible dar criterios indiscutidos, por lo que parece que hay que limitarse a proponer ciertas pautas, cuyo examen ponderado nos dará la clave para determinar si, en un supuesto concreto, la reticencia del destinatario está, o no, justificada manera que deben informarse recíprocamente de los errores conocidos o recognoscibles mediante el uso de una regular diligencia. Cfr. portodos MORALES MORENO, El error en los contratos, Madrid, 1988, pp. 229-231.

III.  EL  CARÁCTER RELATIVO DEL DEBER PRECONTRACTUAL DE INFORMACIÓN.

El deber precontractual de información no puede, desde luego, concebirse en términos absolutos9.

El mismo principio de la buena fe, que exige del destinatario el deber de informar de los errores conocidos, reclama del declarante un deber de autoinformación, esto es, de desplegar una diligencia regular o media en orden al exacto conocimiento de las circunstancias determinantes de la prestación de su consentimiento ad contractum. De otro modo, so pretexto de proteger la bona fides in contrahendo, se estaría amparando comportamientos negociales negligentes (e ineficientes económicamente) a costa, quizás, de sacrificar otros intereses mas dignos de protección, más valiosos socialmente, porque son generadores de riqueza.

Si un contratante no puede hacer uso de informaciones que le permiten obtener una posición de ventaja en la negociación, y tales informaciones sólo puede alcanzarlas mediante un proceso de búsqueda que le origina costes, parece probable pensar que dicho contratante no desatinará recursos para obtenerlas10.Y su decisión de no destinar recursos a la obtención de nuevas informaciones, impedirá averiguar que existen formas de utilización más elevada de ciertos bienes, las cuales permiten un incremento de los niveles de riqueza. Piénsese, p. ej., en el caso en que se descubre la existencia de un yacimiento minero en una finca destinada a un uso agrícola o en la hipótesis en que se descubre que un viejo violín abandonado es un Stradivarius11.

Admitido que existe un interés general al incremento de los niveles de información que tienen una fuerza productiva significativa para la sociedad12, habrá que concluir que debe reconocerse a quien lo promueve la posibilidad de ser virse de ciertos datos, que sólo a él le son conocidos, a fin de equilibrar el contrato a su favor. Caso contrario, se llegaría a una solución desincentivadora de los procesos de búsqueda de nuevas informaciones socialmente útiles13.

IV.  DETERMINACIÓN DE  LA  EXTENSIÓN y  LÍMITES DEL DEBER PRECONTRACTUAL DE INFORMACIÓN EN CLAVE DE ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO.

A mi entender, dejando aparte la posible existencia de concretos preceptos legales que, en ciertos casos, impongan un deber precontractual de información14, la obligación de advertir del error esencial conocido ha de ser delimitada con arreglo a criterios fundamentalmente económicos15

1. Informaciones costosas y no costosas.

Ante todo, habrá que examinar si el conocimiento del error ajeno es debido a un proceso de búsqueda al que se han destinado recursos económicos significativos. Habrá que distinguir, así, según que la información de que se dispone (la cual permite apreciar la existencia del error) sea, o no, costosa16.

a) Si la información no es costosa, porque quien la posee no destinó recursos para obtenerla ni desplegó una especial diligencia para adquirirla, debe advertir al declarante de su error, ya que sujetarlo a dicha obligación no supone una solución desincentivadora de comportamientos futuros dirigidos a la producción de nuevas informaciones.

La información no es costosa, cuando es adquirida por mera causalidad (p ej., en el curso de una conversación ajena a la que por azar se tiene acceso) o si se obtiene como resultado de un contacto cotidiano de una de las partes con el bien de que se dispone, o en relación al cual se constituyen o transmiten derechos. Así, el propietario debe comunicar al comprador los vicios o defectos ocultos de la cosa vendida de que tuviera conocimiento17, así como las cargas o ser vidumbres no aparentes que la graven18; quien traspasa un local de negocios, dedicado a la actividad de “Bar”, debe comunicar al adquirente que carece de licencia para el ejercicio de dicha actividad y que las autoridades municipales no la autorizan19. Tampoco es costosa cuando el destinatario conoce el error (obstativo) mediante un simple examen de la declaración, siendo evidente que quien la emite no ha entendido correctamente los términos de la oferta que recibió20.

b) Si la información es costosa, esto es, ha sido adquirida, como consecuencia de un proceso de búsqueda deliberada que ha originado costes a quien lo realiza, parece que, en principio, ha de considerarse lícito que quien conoce el error del declarante guarde silencio y no le advierta de él. En el caso contrario, se estaría penalizando un comportamiento diligente en cuya incentivación existe un interés social21.

Pero dicha afirmación ha de ser convenientemente matizada ante la necesidad de ponderar otros datos adicionales en orden a la delimitación del deber de comunicación del error ajeno, a saber, el carácter revalorizador o devaluador de las informaciones y la simetría o asimetría de los costes.

2. Informaciones que aumentan o disminuyen el valor de los bienes.

Habrá que diferenciar, según que la información se refiera a cualidades positivas o negativas del bien trasmitido22.

a) No existe obligación de desvelar el error, consistente en la ignorancia de una cualidad positiva de un bien, que lo revaloriza y pone de manifiesto formas de uso que permiten incrementar la riqueza23 (p. ej. que la finca que se pretende comprar contiene un yacimiento minero o que el viejo violín que se adquiere es un Sradivarius).

Tal deber, obviamente, sólo tiene sentido planteárselo respecto del adquirente del bien, ya que el transmitente no dejará de informar al comprador de las cualidades positivas de la cosa que pretende vender, bien para inducirle a la celebración del contrato, bien para obtener condiciones más ventajosas24.

Hecha está precisión, he de insistir en la improcedencia de imponer al adquirente la obligación de advertir de la existencia de cualidades revalorizadoras del bien. Si, p.ej., el comprador de una finca donde hay un yacimiento minero ignoto al propietario le comunicara su existencia, éste se prevaldría de dichas información para elevar el precio del contrato y para obtener condiciones más ventajosas de otros potenciales compradores.

b) En cambio, sí existe el deber de advertir del error, consistente en la ignorancia de una cualidad negativa que disminuye el valor de un bien25  (p. ej. que el yacimiento minero que se vende está yermo o que el violín que se compra como un Stradivarius es una imitación). Porque, en tal caso, el conocimiento del error, presupone una información carente de fuerza productiva significativa para la sociedad, no favorecedora de una distribución más eficiente de los recursos ni del incremento de la riqueza.

El deber lo soporta el transmitente, ya que si el potencial adquirente conoce los defectos de la cosa, bien se abstendrá de adquirirla, bien los pondrá de manifiesto a los efectos de lograr una reducción del precio. Pongamos un ejemplo para ilustrar que en términos de racionalidad económica resulta justificada la imposición del deber de advertencia del error cuanto ésta atañe a cualidades devaluadoras del bien. El vendedor de una casa infectada de termitas está obligado a poner en conocimiento del comprador esta circunstancia26.

Tal obligación no supone desincentivar los procesos de búsqueda deliberada de informaciones socialmente útiles. En primer lugar, porque tales informaciones no son productivas. Ciertamente, en el caso examinado, el vendedor que silencia el defecto de la casa obtiene una ventaja, ya que podrá lograr que se estipule un precio más elevado. Pero lo obtiene a costa de un daño que experimenta el comprador. De modo que no existe un incremento global de la riqueza o una ganancia neta de bienestar para la sociedad. La información, en definitiva, sólo es ventajosa para quien la posee, pero no para la sociedad en su conjunto27. En segundo lugar, porque, aunque la obtención de la información de que dispone el vendedor (que la casa está infectada de termitas) pudiera haberle originado costes económicos, con toda probabilidad, dichos gastos los hace, con independencia de que esté obligado, o no, a comunicar los defectos que descubra a los potenciales adquirentes: los realiza para mantener en buen estado de conser vación su propiedad28.

Pero existen más argumentos para considerar eficiente la sujeción del vendedor a la obligación precontractual de información en la hipótesis que nos ocupa. Imaginemos que el comprador adquiere la casa, ignorando su verdadero estado. En tal caso, al pagar por ella un sobreprecio, habrá dirigido un exceso de recursos a la compra de la casa, los cuales podían habertenido un destino más eficiente en términos económicos29. Imaginemos, por el contrario, que el comprador, ante la sospecha de que la vivienda que pretende adquirir está infectada de termitas, encarga a un experto que la examine, experto, que le confirma su sospecha, razón por la cual decide no contratar. En éste caso, ha destinado inútilmente una serie de recursos a adquirir una información de la que ya disponía el vendedor, que, con su silencio dio lugar a una duplicidad de actuaciones que conduce a una perdida de riqueza30.

3. Costes simétricos y asimétricos.

Otro dato que habrá de ponderarse en orden a determinar la existencia, o no, del deber de advertencia del error esencial ajeno es el de la simetría o asimetría de los costes de información31.

Los costes son simétricos cuando éstos son iguales para ambas partes contratantes y asimétricos, cuando son más altos para una y más bajos para otra. La razón de dar relevancia a la simetría o asimetría de los costes enraiza con el mismo fundamento del deber de información precontractual desde el punto de vista económico, que no es otro, que el ahorro de costes a que da lugar. Si una parte informa a la otra de aquellas circunstancias que le son de interés en orden a la celebración del contrato, es evidente que le está dispensado de destinar recursos para averiguar dichas circunstancias, permitiéndole asignar los que hubiera dirigido a tal fin a otros usos diversos32. Sucede, así, que se reducen los costes de transacción del singular contrato, pero, a su vez, se posibilita una distribución más eficiente de los (escasos) recursos económicos y, por ende, un incremento de la riqueza. Por ello, es razonable en términos de eficiencia que la parte, cuyos costes de información son mas bajos (p. ej., por causa de la profesión o dedicación al concreto sector económico en el que se desenvuelve la contratación), informe a aquélla, cuyos costes de información son más bajos33.

a) Si los costes son simétricos, esto es, iguales para ambas partes contratantes, no existe deber de información34.

Tal sucederá, normalmente, cuando el contrato se celebre entre dos personas con experiencia profesional o conocimientos técnicos en un determinado sector económico. Pensemos en un ejemplo. Un anticuario vende a otro anticuario un mueble, que consideraba ser una imitación moderna, de un estilo antiguo. El comprador, en cambio, sospecha que el mueble es de época y encarga un dictamen a un experto, que, examinando el mueble en cuestión, se lo confirma, lo que le motiva a celebrar el contrato en el que se fija un precio inferior al real valor del objeto vendido. En tal caso, no creo que pudiera afirmarse que el comprador estaba obligado a suministra al vendedor la información de que disponía. Si lo hubiera hecho, el vendedor habría pedido un mayor precio y se habría aprovechado del esfuerzo ajeno para intentar obtener mejores ofertas de otros potenciales compradores. Con el consiguiente premio a un comportamiento negligente en detrimento de una scrupulosa inquisitio, productora de una información incrementadora del valor del bien.

Por ello, es criticable la solución a la que llegó la jurisprudencia francesa en el conocido caso, de la venta en pública subasta de un cuadro, respecto de cuya autoría existían dudas al tiempo de la celebración del contrato. El cuadro en cuestión aparecía descrito como de Fragonard, pero se advertía claramente de que la composición definitiva había desaparecido, lo que venía a evidenciar la creencia del vendedor de que el cuadro no había sido pintado por el propio Fragonard. Con posterioridad a la adquisición, el comprador realizó un trabajoso y largo proceso de restauración de la obra pictórica, como consecuencia del cual llegó a convencer a los expertos de que el cuadro había sido realmente pintado por Fragonard, vendiéndolo al Museo del Louvre por más de cinco millones de francos, cantidad muy superior a la que había pagado por él (cincuenta y cinco mil francos). Como consecuencia de la búsqueda de información emprendida por el comprador, el Museo del Louvre estaba satisfecho, Francia artísticamente enriquecida y el cuadro en las galerías de quien más lo valoraba35.

El vendedor reaccionó impugando la validez del contrato por error sobre la autoría del cuadro (alegaba haberlo celebrado, en la ignorancia de que se trataba de un auténtico Fragonard). El Trib. grande  inst. de París desestimó la pretensión anulatoria36, que, no obstante, fue acogida por la Cour d’appel de París, al estimar ésta última que, en la celebración del negocio, había concurrido un error común a ambas partes contratantes, atinente a la sustancia del objeto del negocio.Y, al no ser posible la restitución in natura, condenó al comprador a entregar al vendedor el precio pagado por el Museo del Louvre37. La Cour de Cassation confirmó tal fallo, precisando que el demandante debía satisfacer al demandado una cantidad correspondiente al valor de los trabajos de restauración por él desarrollados. Se obser vará que la anulación del contrato supuso un premio a la negligencia del vendedor, que, sin desplegar ninguna actividad, se benefició de la labor de restauración y de los conocimientos técnicos del comprador.

b) Si los costes son asimétricos, es decir, más bajos para una de las partes (p.ej., por razón de la profesión o conocimientos técnicos o por razón de la proximidad con el producto) está debe informar de los errores que advierta a la otra. Pero con una condición: que pueda repercutir el coste de la información en el precio del producto; caso contrario (lo que sucederá siempre que quien realiza la inversión destinada a obtener la información sea el adquirente del bien o ser vicio), no existirá deber de información38.

Por lo tanto, aun siendo asimétricos los costes, no existirá deber de advertir del error esencial ajeno, si el conocimiento del mismo obedece a un proceso deliberado de búsqueda, cuyos costes no pueden ser repercutidos en el precio del bien. Por ejemplo, cuando una compañía minera que gasta cuantiosas sumas de dinero en investigaciones geológicas descubre que en un terreno existen ingentes cantidades de sulfato39. O cuando un experto en violines entra por casualidad en una tienda de instrumentos musicales de segunda mano y se percata de que un viejo violín es un Stradivarius40. En los supuestos enunciados imponer a los compradores la obligación de advertir del error al vendedor sería adoptar una solución que perjudicaría a quienes han destinado recursos a la obtención de informaciones productivas que aumentan la eficiencia de utilización de los bienes, beneficiándose a quien no desplegó una similar diligencia.

4. Recapitulación.

Podemos afirmar, en términos reasuntivos, que no existe obligación de advertir del error esencial ajeno, cuando el destinatario lo conoce, como consecuencia de un proceso de búsqueda de información costoso, que pone de manifiesto la existencia de cualidades positivas que incrementan el valor de un bien, siempre que, además, los costes de dicha información sean simétricos o, siendo asimétricos, no puedan ser repercutidos en el precio del bien en cuestión. De no concurrirtales circunstancias, existirá deber precontractual de comunicación del error, de modo que la reticencia del destinatario será ilícita, por ser contraria a la buena fe.

En definitiva, la reticencia puede ser lícita o ilícita, según que el silencio del cocontrante sea, o no, ajustado a las exigencias de la buena fe. Examinaremos, a continuación, la reticencia ilícita, que, a su vez, puede ser de dos tipos: dolosa y negligente.

V. LA RETICENCIA DOLOSA.

1. Delimitación del supuesto.

La reticencia será dolosa, cuando se den los requisitos previstos en los arts. 1269 y 1270 C.c.41.

a) Ante todo, se precisa la existencia de un comportamiento negocial omisivo, en el que han de concurrir dos elementos: uno, objetivo, y otro, subjetivo.

El elemento objetivo consiste en el carácter ilícito de la conducta del destinatario; en su disconformidad con la buena fe, que, en el caso en que nos ocupa, se manifiesta en la violación del deber de colaborar en deshacer el error de la otra parte contratante42. Tal conducta admite dos modalidades: el destinatario, con su silencio, bien provoca el error del declarante, bien se aprovecha de él43. Casos de reticencia dolosa, calificados como tales por la jurisprudencia, son aquéllos en que el vendedor oculta al comprador que el solar adquirido con la convicción de es apto para la edificación había sido declarado “zona verde” (STS 27 marzo 198944) o que una parte significativa de la superficie de la finca enajenada está incluida un Plan Parcial de Urbanización con destino a “Centro de Enseñanza General Básica” (STS 1 octubre 198645). Así mismo, cuando quien estipula un contrato de seguro de vida oculta a la compañía aseguradora padecer un cáncer (STS 13 octubre 198946) o un conjunto de enfermedades (enfisema pulmonar, fibrosis, bronquitis crónica y diabetes) que le originarán la muerte por parada cardiaca, poco tiempo después de la conclusión del contrato (SAP Zaragoza 29 octubre 199747).

El elemento subjetivo es el denominado animus decipiendi.

La exacta delimitación de dicho elemento es objeto de polémica en la doctrina, ya que mientras unos autores exigen en el deceptor la intención de engaño48, otros estiman bastante que aquél sea consciente de que su comportamiento negocial ha de producir la captación de la voluntad del deceptus, aunque directamente no sea éste su propósito49.

En la jurisprudencia del Tribunal Supremo existe la misma indefinición respecto al elemento subjetivo de la conducta dolosa. En algunas sentencias el Supremo exige el propósito de engaño. Así, la STS 21 junio 1978 habla del “turbio propósito de inducir a la contraparte a realizar la declaración viciada”50. Y la STS 29 marzo 1994, al definir la conducta dolosa, se refiere a ella, como “una conducta insidiosa, intencionada o dirigida a provocar la declaración negocial, utilizando para ello palabras o maquinaciones insidiosas”51. Sin embargo, en otras sentencias se sigue una orientación menos rigurosa, según la cual concurre animus decipiendi, con tal de que el deceptor sea consciente de que, con su conducta, determinará al declarante a concluir un contrato, que de no mediar aquélla, no hubiera celebrado, sin exigir la prueba de un específico propósito de engaño. Es el caso de la STS 27 marzo 1989, que estimó dolosa la reticencia del vendedor que había silenciado la circunstancia de que la finca vendida había sido declarada (previamente a la celebración del contrato) “zona verde”, consideró bastante “un callar consciente”, siempre que preexista “un deber de comunicación o declaración según la buena fe o las concepciones dominantes en el tráfico”52. Por último, no faltan sentencias en las que el animus decipiendi se identifica con el propósito de dañar al otro contratante. En esta orientación jurisprudencial53 se enmarca, p. ej., la STS 30 junio 1988, que define el dolo “como la voluntad o deseo de producir un resultado dañoso”54.

En todo caso, cualquiera que sea la posición que se adopte respecto al exacto entendimiento del animus decipiendi, una cosa parece clara. Tal elemento subjetivo presupone, cuanto menos, que el destinatario sea consciente del error del declarante, así como de su carácter esencial, y se aproveche de ello. Por lo tanto, en los casos en que el destinatario conozca el error, pero ignore su carácter esencial, no habrá reticencia dolosa55. Sir va como argumento a contrario la STS 1 octubre 1986, que confirmó la de la Audiencia, que había anulado un contrato de compraventa, por habérsele ocultado al comprador (extranjero) la existencia de un plan de parcelación que disminuía significativamente la superficie de la finca adquirida (que estaba incluida en un Plan Parcial de Urbanización con destino de “Centro de Enseñanza General Básica”). A juicio del Supremo el vendedor, “consciente de estas circunstancias no las advirtió, ni por escrito, ni verbalmente al comprador”, de lo que deduce la existencia de una reticencia dolosa, relevante ex art. 1269 C.c.56.

b) La existencia del dolo-vicio requiere, además, la captación de la voluntad ajena, lo que exige la existencia de un nexo de causalidad entre la conducta de quien calla y la prestación del consentimiento por parte del engañado57.

Tal exigencia la consagra el art. 1270,I C.c., al exigir que el dolo sea grave, es decir, que se trate de un dolus dans causa contractui58, ya que, en otro caso, estaríamos ante un mero dolus incidens 59, el cual carecería de relevancia en el ámbito del juicio de validez negocial, originando, exclusivamente, la obligación de indemnizar daños y perjuicios (art. 1270,II C.c.)60.

Es preciso, en definitiva, que la reticencia sea conditio sine qua non, de modo que sin ella el declarante no habría celebrado el contrato61.Y, ante la dificultad de prueba de tal extremo, es posible (parece, incluso, que es imprescindible)62 el recurso a las presunciones, deduciendo el nexo de causalidad, en atención a la incidencia que la reticencia del deceptor hubiera provocado sobre la voluntad de un contratante en el que concurran idénticas circunstancias personales que en el deceptus.

c) Por último, es necesario que el dolo no haya sido empleado por las dos partes contratantes (art. 1270,I C.c.), ni “haya sido causado por un tercero” (STS 29 marzo 199463).

2. Consecuencias jurídicas.

2.1. En el ámbito del juicio de validez negocial.

Concurriendo los requisitos expuestos, existirá una reticencia dolosa, causa de invalidez contractual. Por lo tanto, el deceptus podrá demandar la anulación del contrato, tal y como prevé el art. 1265 C.c.

2.2. En sede de responsabilidad precontractual.

La reticencia dolosa no sólo es un vicio del consentimiento, causa de invalidez contractual, sino que también constituye un ilícito civil, relevante desde la óptica de la responsabilidad precontractual64. El dolo omisivo del deceptor vulnera la libertad negocial del declarante, lesionado su interés a la no celebración de contratos que, en cuanto inválidos, resultan inútiles65. De ahí, que el deceptor deba indemnizar al deceptus el interés contractual negativo, al haber confiado éste último en la validez de un negocio, que, a la postre, resultó nulo, en virtud de una causa provocada por una conducta maliciosa de la otra parte contratante66.

Queda, pues, abierta la posibilidad de que el deceptus pueda demandar, además de la anulación del contrato, la indemnización del interés contractual negativo (ex art. 1902 C.c.67). Esto es, el resarcimiento del daño constituido por los gastos que, como consecuencia de la impugnación del negocio, pierden su utilidad (daño emergente), así como por la pérdida de las ocasiones contractuales favorables (lucro cesante), debiendo el declarante demostrar que la celebración del contrato inválido le impidió aceptar una oferta seria y particularmente ventajosa68.

VI. LA RETICENCIA NEGLIGENTE.

1. Delimitación del supuesto.

La reticencia negligente, como la dolosa, presupone un conducta contraria a la buena fe, en la que, sin embargo, no concurren los requisitos exigidos por los arts. 1269 y 1270 C.c. para la existencia del dolo-vicio.

Cabe pensar, en particular, en un comportamiento negocial realizado sin animus decipiendi: quien calla conoce el error del declarante, pero ignora su carácter esencial; no obstante, desplegando una regular diligencia, podía haberse dado cuenta de que tal error recaía sobre una circunstancia determinante de la prestación del consentimiento de su contrario. Extremo éste, que podía haber deducido, bien de las expresas manifestaciones del declarante durante los tratos preliminares, bien del hecho de versar el error sobre una circunstancia que, dada la naturaleza del contrato, haya de considerarse habitualmente determinante de la prestación del consentimiento, conforme a los usos habituales del tráfico jurídico69.

2. Consecuencias jurídicas.

2.1. En el ámbito del juicio de validez negocial.

La reticencia negligente no constituye, evidentemente, una causa autónoma de anulación del contrato, como lo es la reticencia dolosa. Sin embargo, sería inexacto extraer la conclusión de que en el supuesto estudiado el silencio del destinatario carece de trascendencia en el juicio de validez negocial. En la práctica, la importancia que adquiere la reticencia negligente es notable. Al menos, cuando es posible encontrar en aquélla el origen del error padecido por el declarante.

Téngase en cuenta que el error esencial (doloso, o no) es una causa de invalidez del contrato (ex art. 1266 C.c.), siempre que sea excusable. Dice la STS 14 junio 1943: “aun cuando el Código Civil patrio no establece expresamente el requisito de que el error sea excusable, hay que entender, con nutrida doctrina científica, que un error que se haya podido evitar con una regular diligencia no puede ser invocado por el que haya incurrido en él para anular la declaración”70.

El  requisito de  la excusabilidad presupone  un juicio culpabilístisco del comportamiento obser vado por el declarante en orden a evitar el error que padeció. Tal requisito es una concreta aplicación del principio de responsabilidad, que, a su vez, presupone una regulación del error en la que es regla general el principio de tutela del consentimiento. Por lo cual, inicialmente prevalece el interés del declarante que incurre en un error esencial a demandar la impugnación del contrato, sobre el del destinatario a la conser vación de la validez de aquél (cfr. art. 1266 C.c.). Salvo, precisamente, el caso en que el error invocado sea inexcusable, esto es,“cuando pudo ser evitado empleando una diligencia media o regular” (STS 18 febrero 199471). Quien incurre en un error inexcusable no merece la protección del ordenamiento jurídico y, en consecuencia, pierde el derecho a impugnar el contrato, aun cuando éste tuviera origen en una voluntad gravemente viciada e, incluso, en los supuestos de divergencia inconsciente entre voluntad y declaración. Lo que significa que el principio de tutela del consentimiento será excluido en aquellos casos en que el error invocado, aun siendo esencial, sea imputable a una falta de diligencia del declarante (aquél pudo haber evitado su yerro desplegando una diligencia regular o media).

Sin embargo, no puede perderse de vista la circunstancia de que si  la jurisprudencia subordina la relevancia invalidante del error a su carácter excusable, lo hace con la finalidad de tutelar la confianza suscitada por la declaración ajena en el destinatario de buena fe. Claramente lo evidencian las SSTS 18 febrero 1994 y 28 septiembre 1996: “la función básica del requisito de la excusabilidad es impedir que el ordenamiento jurídico proteja a quien ha padecido el error cuando éste no merece esta protección por su conducta negligente, trasladando entonces la protección a la otra parte contratante que la merece por la confianza infundida por la declaración”72. Por lo tanto, cuando el examen de las circunstancias del caso concreto lleve a la conclusión de que la declaración no provocó en la parte contraria una confianza legítima y razonable respecto de la validez del contrato, no habrá lugar a excluir la regla general de tutela del consentimiento, merced a la aplicación del principio de responsabilidad. Tal sucederá en los supuestos en que el error que se invoca hubiera sido inducido por una reticencia negligente del destinatario, en cuyo caso el interés de éste a la conser vación del negocio no será digno de protección y, por ende, habrá de prevalecer el interés del declarante a impugnar la validez del contrato.

En consecuencia, el error provocado por una reticencia negligentemente es siempre excusable. El declarante conser vará el derecho a demandar la anulación del contrato, incluso aunque su conducta en orden a remediar el error sea susceptible de un reproche culpabilístico, conforme al parámetro de la diligencia regular o media, es decir, sea, a su vez, negligente. En nuestro ordenamiento la regulación del error está presidida por el principio de tutela del consentimiento, acogido por el art. 1266 C.c., que reconoce a quien incurre en un error esencial o determinante de la prestación del consensus ad contractum la posibilidad de impugnar la validez del contrato. Tal principio, que protege el interés de las partes a no verse vinculadas contractualmente, sino en virtud de un acto de voluntad real e íntegro, es la regla general, respecto de la cual el principio de responsabilidad es la excepción. El principio de responsabilidad excluye que el declarante pueda demandar la anulación del contrato por error, si pudo haberlo evitado usando de una diligencia regular, siempre que, a su vez, la conducta del destinatario sea conforme a la buena fe. Si no lo es, resulta improcedente la aplicación del principio de responsabilidad con el fin de proteger su interés a la conser vación de la validez del contrato, resurgiendo la regla general de tutela del consentimiento, conforme a dispuesto en el art. 1266

C.c. En definitiva, la negligencia del destinatario en orden a evitar el comportamiento negocial que indujo a error al declarante, compensa la eventual negligencia con la que aquél hubiera podido proceder en orden a remediar su yerro.

Resulta,pues,que la reticencia negligente está llamada a desempeñar un importante papel en los juicios de validez negocial deducidos ex art. 1266 C.c. La constatación de que el error del declarante ha sido provocado por un comportamiento omisivo del destinatario contrario a la buena fe (en cuanto que su silencio comporta una violación culpable de los deberes de información precontractual) autoriza al juez a calificar dicho error como excusable.

La jurisprudencia, a efectos de apreciar el requisito de la excusabilidad, presta extraordinaria atención a la circunstancia de que el error haya sido inducido por un comportamiento negocial del destinatario, que, aun no siendo doloso, sin embargo, es contrario a las exigencias de la buena fe, en cuanto supone una infracción de los deberes de lealtad precontractual. En la mayoría de los casos se trata de supuestos de error provocado, que rayan el límite del dolo, pero, que, sin embargo, son reconducidos por los Tribunales al ámbito del error, donde la circunstancia de la inducción es considerada un claro índice de la excusabilidad de aquél.

a) La tendencia jurisprudencial a la que me refiero se aprecia claramente, respecto de casos, en los que la inducción aparece ligada a una conducta del destinatario de carácter omisivo, que si bien es ilícita, sin embargo, no se califica, como reticencia dolosa73. Se trata, en definitiva, de hipótesis de reticencia negligente.

Es paradigmática la STS 6 junio 195374, que contempló un error iuris, consistente en la ignorancia, por parte del comprador, de que la finca adquirida estaba afectada por disposiciones administrativas que prevenían que la misma debía ser convertida en vía pública. En primera instancia se había desestimado la pretensión impugnatoria de la validez del contrato, por entender el juzgador que el error invocado era inexcusable, dado que el comprador podía haberlo evitado mediante la oportuna consulta a los Registros administrativos. En segunda instancia la Audiencia revocó la sentencia del Juez a quo, resaltando aquélla la circunstancia de “que el vendedor conociendo las limitaciones derivadas de la ordenación urbana del ensanche, silenció aquéllas”, considerando “que existen motivos para estimar que indujo dolosamente a error al comprador”. A pesar de lo cual, no anuló el contrato por dolo, sino por error esencial y excusable. Es pues, claro que la antijuridicidad de la conducta del vendedor se valoró en sede de error, determinando la excusabilidad de aquél, al neutralizar la falta de diligencia del errans, el cual pudo haber conocido la exacta situación jurídica de la finca, consultando los Registros administrativos (argumento éste, que precisamente había sido esgrimido por el juez en primera instancia para desestimar la pretensión impugnatoria). La sentencia de segunda instancia fue confirmada por el Supremo75.

En la misma línea apuntada, de reconducción de la infracción del deber de información al ámbito del error excusable, y no al del dolo, se encuentra la STS 20 enero 196476. El error contemplado era, igualmente, un error iuris, consistente en la ignorancia, por parte de los compradores, de la existencia de una expropiación forzosa, que afectaba a un veinte por ciento de la extensión total del solar adquirido. La sentencia recurrida anuló el contrato, haciendo expresa referencia a la “actitud ambigua e insidiosa del vendedor, al asegurar que los terrenos, no resultaban afectados por los planes de ensanche”, insistiendo en que “cuantas veces preguntaron los compradores al vendedor si los terrenos estaban afectados a expropiación, les contestó que no”. Sin embargo, a pesar de que la Audiencia insinúa la posibilidad de la existencia del dolo, no hace aplicación del art. 1269 C.c., sino que apoya su fallo en el art. 1266,I C.c. En definitiva, la antijuridicidad del comportamiento del vendedor se reconduce al ámbito del error y determina la apreciación de su carácter excusable.Y ello, a pesar de que los compradores no eran profanos, sino socios de una sociedad regular colectiva, dedicada a la especulación de terrenos, para la reventa de solares o edificios y, así mismo, a pesar de que los compradores podían haber evitado su yerro mediante la oportuna consulta a los Registros administrativos (argumento éste, esgrimido por el recurrente en orden a la apreciación de la irrelevancia invalidante del error). Respecto a este último punto, dice el Supremo que “ni es obligada la duda de la buena fe de aquel con quien se contrata, ni admisible la equiparación que se intenta efectuar, entre una inscripción registral, con expresión legal de las limitaciones o cargas de un inmueble y un mero proyecto administrativo cuya posible ignorancia no es asimilable a la de aquélla ni está suplida o contrarrestada por ninguna presunción legal”. Idea ésta última, que apunta a la diferente incidencia que en la apreciación del requisito de la excusabilidad ha de tener la falta de consulta a los Registros administrativos y al Registro de la Propiedad.

Reveladora es también la STS 14 febrero 199477. En el origen de la litis se encontraba un error, consistente en la falsa creencia, por parte del adquirente del traspaso de un local, de que dicho local podía ser dedicado a la actividad de “bar”, habiendo después comprobado que los transmitentes carecían de licencia municipal para el ejercicio de dicha actividad, y que, además, el Ayuntamiento no la autorizaba. La Audiencia (contra la opinión del juez de primera instancia) consideró el error invocado excusable, pues “aunque se estimara que hubo cierta dejadez en el actor, adquirente del traspaso, tal conducta no ha sido exclusivamente suya, sino que, en virtud del principio de buena fe contractual, concurre mayor negligencia, rayante con el dolo civil en los demandados traspasantes”. El Supremo confirmó el carácter excusable del error padecido por el adquirente del traspaso, pues “éste, que era pintor de brocha gorda de profesión, celebró el contrato en la confianza de que existía licencia municipal para el ejercicio de la actividad de bar, cuando los transmitentes del traspaso la venían ejerciendo ostensiblemente y, además, el establecimiento ostentaba el rótulo de ‘’Bar Grand Prix’’, ante cuyas aparentes circunstancias eran los referidos transmitentes, por exigencias de la buena fe negocial, los que debieron advertir previamente al iniciar las negociaciones, que el local, sólo tenía licencia municipal para la actividad de ‘’venta y degustación de especialidades alimentarias’’, cuya elemental y trascendente advertencia no hicieron”. Queda, pues, clara, la antijuridicidad de su comportamiento, aunque, muy probablemente. En la propia sentencia recurrida se obser va que se trata de un comportamiento “rayante con el dolo civil”, pero no se estima la concurrencia de dolo stricto sensu.

En la jurisprudencia de instancia cabe hacer referencia a la SAP Tenerife 24 febrero 1995, que conoció de un recurso, en el que se pretendía la anulación de un contrato de compraventa de una finca, adquirida por un ciudadano alemán con la finalidad de construir en ella una vivienda, por error y por dolo, simultáneamente. El vendedor había silenciado la circunstancia de que la finca en cuestión había sido declarada “Espacio Natural Protegido”, por lo que sobre ella no podían ser realizadas construcciones, cuyo uso fuera el de vivienda o habitación, sino exclusivamente, pequeñas obras complementarias del aprovechamiento agrícola del suelo, previa autorización administrativa. Consideró la Audiencia que el error existió, y que fue esencial y excusable. En este último punto, por cuanto concierne al examen de las circunstancias personales del declarante, destaca la sentencia que residía en Alemania y había actuado por medio de un mandatario verbal, también alemán, que en una carta, anterior a la compra, le había informado de la ausencia de problemas derivados de la calificación urbanística del predio, “según los datos que ha obtenido precisamente del vendedor”. Por cuanto concierne al destinatario, se destaca, de un lado, su condición de Teniente de Alcalde del Ayuntamiento de la localidad donde se encontraba situado el predio vendido (lo que le facilitaba para conocer la calificación urbanística de la finca vendida); de otro, se presta especialísima relevancia a la circunstancia de haber sido inducido el error por su reticencia antijurídica (infracción de los deberes de información precontractual). Se dice, así que era “conocedor inevitable de la finalidad para la que adquiría el comprador la finca y de la normativa urbanística afectante a la zona”, que “debía dar satisfacción a las exigencias de la buena fe en la celebración de los contratos informando, especialmente al otorgarse la escritura pública, de la prohibición vigente de edificar viviendas en el terreno que para ese fin vendía, actitud que podría llevarnos a la consideración de si también es apreciable dolo -por intencionada omisión- en su conducta, lo que no resulta necesario al estimar la existencia del error invocado”. La sentencia es, pues, claramente, indicativa de la tendencia jurisprudencial a fundamentar la anulación en la concurrencia de un error excusable y, aunque apunta la posibilidad de apreciar dolo concurrente, obvia pronunciarse sobre dicha cuestión. Probablemente, para evitar entrar en la prueba de si la omisión de los deberes de información precontractual fue, o no, “intencionada”, esto es, si concurrió el animus decipiendi. Y, en definitiva, porque, si lo que se pretende es la anulación, apreciado el error relevante, es ya innecesario plantearse la concurrencia, o no de dolo78.

b) En realidad, la misma tendencia a reconducir las supuestos de error inducido al ámbito del error (en detrimento del dolo) se obser va en otros fallos, en los que la inducción deriva de un comportamiento antijurídico, no omisivo, sino positivo.

Entre los fallos más antiguos, reveladores de la tendencia jurisprudencial expuesta, se encuentra la STS 7 enero 196479, que confirmó la sentencia recurrida, la cual había anulado un contrato de sociedad, por error del socio que había aportado el capital necesario para el desarrollo de la actividad social, ante la afirmación de los otros socios (que no habían realizado ninguna aportación dineraria) de que poseían la cualificación y los conocimientos técnicos necesarios para llevar a cabo dicha actividad. Afirmación, que resultó ser falsa, por lo que se produjeron importantes pérdidas económicas para la sociedad. Es de destacar que la demanda de anulación se había interpuesto al amparo del art. 1269 C.c. En cambio, la Audiencia anuló el contrato, por error, y no, por dolo. En el recurso de casación, los socios demandados denunciaron aplicación indebida del art. 1266 C.c., al entender que el error invocado era inexcusable. Deducían la inexcusabilidad del error en dos argumentos: de un lado, de las circunstancias personales del declarante, que, en cuanto empresario, “debió asesorarse antes de contratar sobre la capacidad técnica de aquellos con los que se asociaba”; de otro lado, del hecho de tratarse -según ellos- de un error espontáneo y no provocado por la parte contraria (alegaban los recurrentes que no “engañaron ni provocaron tal error”). El Supremo rechazó tal argumentación e, implícitamente, se pronunció por la excusabilidad del error, precisamente, por entender que aquél había sido provocado por las maniobras de los destinatarios. Pero tampoco consideró que dichas maniobras fueran constitutivas de dolo80.

La STS 4 enero 198281 consideró excusable el error, consistente en la ignorancia, por parte de la entidad compradora de una empresa dedicada a la explotación de un manantial de aguas minero-medicinales, de que las aguas en cuestión no eran aptas para el consumo humano. Se trataba de un error inducido por la parte vendedora, que había suministrado a la compradora un certificado, expedido por la Jefatura Provincial de Sanidad, en la que se había calificado el manantial de “potable bacteriológicamente”. Sin embargo, posteriores análisis realizados por el mismo organismo oficial, con tomas de muestras hechas a los cuatro días del otorgamiento del contrato de compraventa, acreditaron que el manantial había de ser conceptuado como “no potable bacteriológicamente”. La compradora (una entidad de carácter religiosa, carente de preparación específica en el ámbito de explotación de la empresa vendida) pretendió la anulación del contrato, por error y por dolo de la vendedora. En primera instancia se anuló el contrato por causa de error, pero se descartó la concurrencia de dolo. Por el contrario, la Audiencia revocó la sentencia del juez a quo, considerando que el error era inexcusable, porque quien lo invocaba “pudo obtenertodos los análisis precisos para determinar la calidad de las aguas, lo que no hizo en el plazo que tuvo para ello” (cinco meses, durante los cuales se le concedió la posibilidad de familiarizarse con el manejo de la explotación). La entidad compradora interpuso recurso de casación en el que volvió a invocar la concurrencia de un error esencial, “inducido por la propietaria vendedora, sea o no con intención dolosa”. Por lo tanto, el recurrente prescinde del dolo, a los efectos de obtener la anulación del contrato. Articula el recurso por vía de error, haciendo especial hincapié en la circunstancia de ser aquél un error provocado por el destinatario82. El Tribunal Supremo estimó el recurso considerando que el error invocado era excusable. No sin antes precisar que la excusabilidad, “debe ser apreciado en el presente conflicto, atendidas sus particularidades, que han de ser ponderadas desde el ángulo de la ‘’bona fides’’ y del principio de confianza, a los que habrá de darse la relevancia que merecen en el tráfico jurídico”. Lo que parece centrar la cuestión en la determinación de si el error fue, o no, inducido por el destinatario, es decir, si la conducta de aquél originó en el declarante una confianza tal, que, movido por ella, se decidió a celebrar el contrato83.

Es emblemática la STS 18 febrero 199484, que, con toda claridad, indica que la apreciación del requisito de la excusabilidad debe realizarse, valorando “si la otra parte coadyuvó con su conducta o no, aunque no haya incurrido en dolo o culpa”. No obstante, pese a que el Supremo se refiere a la inducción como una circunstancia, cuya presencia parece constituir un indicio de excusabilidad con independencia de su antijuridicidad lo cierto es que el error contemplado por la referida sentencia había sido provocado por un comportamiento negocial claramente contrario a la buena fe. El error radicaba en la falsa creencia por parte de los compradores de que el local comercial adquirido con el propósito de instalar en él un supermercado, no podía ser destinado a tal fin, ya que se trataba de un semisótano, por lo que, según la normativa entonces vigente, solamente podía ser destinado a almacén, cuando en la planta baja se despachara al público. En primera instancia se estimó que el error de los compradores, aun siendo esencial, debía ser calificado como inexcusable. En segunda instancia se revocó, en cambio, la sentencia del juez a quo, pronunciándose la Audiencia en favor de la inexcusabilidad del error. Obser vó, así, que “nos encontramos ante un error inducido, provocado, próximo al dolo, que fue la manifestación de la parte (promotor y constructor del edificio, que debía conocer sobradamente) que lo que se vendía, era un local comercial, como efectivamente se hizo constar en el contrato; que ello indujo al comprador a adquirirlo, depositando en el vendedor una confianza que se demostró inmerecida, por lo que no cabe calificar de inexcusable, atendiendo a la circunstancia del importe en que se valoró dicho local (...) la falsedad de la afirmación del vendedor no es previsible, pues el engaño roza incluso el ilícito penal”. Contra la sentencia de la Audiencia el vendedor interpuso recurso de casación, entre cuyos motivos alegaba infracción de la doctrina legal sobre el error, afirmando que el error era inexcusable, porque los demandados (dos industriales y un empleado de banca) no emplearon la diligencia adecuada para evitarlo, pues pudieron haber acudido al Ayuntamiento, a fin de averiguar si era posible, o no, instalar en el local un supermercado. El Tribunal Supremo desestimó el recurso, confirmando la excusabilidad del error. E insiste en que la equivocación “por parte de los compradores, se deriva de la misma conducta del vendedor, que indujo, o provocó con su actitud (próxima al dolo), la venta de un local comercial, cuando le constaba que no se podía destinar al citado destino”. Nuevamente, pues, la antijuridicidad de la conducta del destinatario, no se considera constitutiva de un supuesto de dolo, pese a que la sentencia recurrida la calificaba como “próxima al dolo”.

La STS 28 septiembre 199685 conoció de un recurso en el que se discutía el carácter excusable de un error sobre la calificación urbanística de un predio, consistente en la falsa creencia, por parte del comprador, de que el inmueble adquirido era un solar apto para su inmediata edificación. En la sentencia se hace hincapié en que tal error fue inducido “por la conducta del vendedor que no es necesaria que sea constitutiva de dolo o culpa para que sea tenida en cuenta a estos efectos y que, en el presente caso, determina el carácter excusable del error padecido”. Sin embargo, lo cierto es que el propio Supremo evidencia la antijuridicidad del comportamiento negocial del destinatario, obser vando que el vendedor había dado al inmueble adquirido la condición urbanística de solar “tanto en la escritura pública como en los tratos anteriores habidos entre las partes, durante los que el vendedor llevó al ánimo de los demandantes la creencia en la posibilidad inmediata de destinar el terreno a fines industriales llegando a comprometerse a hacer las casetas para las tomas de agua y luz necesarias para la futura construcción, compromiso que cumplió si bien contraviniendo las ordenanzas municipales que prohibían tal actuación”. Volvemos, pues, a encontramos ante un comportamiento antijurídico (rayano al dolo), respecto de cuyo carácter determinante de la prestación del consentimiento por parte del declarante parece haber pocas dudas. Pero tampoco se califica como constitutivo de dolo, valorándose la circunstancia de la inducción antijurídica en sede de error como un índice de la excusabilidad de aquél.

La SAP Valladolid 5 mayo 199786  declaró la nulidad de un contrato de arrendamiento de ser vicios (cuyo objeto era la elaboración de un proyecto técnico con vistas a la construcción de un matadero, sala de despiece y salazón de jamones), por error en cualidad, consistente en la falsa creencia, por parte de la sociedad arrendadora, de que el arrendador era ingeniero industrial. Se trataba de un error provocado por el mismo arrendatario, que, al celebrar el contrato,“invocó y aparentó una condición y titulación profesional (ingeniero industrial)” de la que carecía. Dice la sentencia referida que el consentimiento prestado por la sociedad arrendadora “se hallaba viciado por error invalidante del contrato, pues, de una parte, tal error recayó sobre una de las condiciones que de forma esencial y principal, dio lugar a que el mismo se celebrara y, de otra, no es imputable a dicha sociedad ya que fue provocado e inducido por una actividad inveraz y engañosa del actor abusando de la buena fe y confianza que rige toda contratación (inexcusabilidad)”. Evidentemente, donde dice “inexcusabilidad” debía decir “excusabilidad”. Es claro que lo que quiere afirmarse es que la inducción antijurídica por parte del destinatario (sino dolosa, rayana al dolo) es considerada un índice de la excusabilidad del error. Concretamente, en el proceso se demostró que el destinatario se había ser vido de falsas tarjetas de visita donde se presentaba como ingeniero industrial. E, incluso, en el poder para pleitos, presentado en el juicio, se había hecho constar, como profesión suya, la de ingeniero industrial (porque así lo había manifestado al notario autorizante).

Las sentencias expuestas contemplan supuestos de error provocado por un comportamiento negocial del destinatario contrario a la buena fe in contrahendo, bien por omisión de los deberes de información precontractual, bien por las falsedades o inexactitudes en las que se incurre al suministrarse datos sobre circunstancias relevantes en orden a la celebración del contrato. El destinatario, en definitiva, no empleó la diligencia debida para evitar realizar comportamientos negociales generadores de un error esencial en la otra parte contratante. Pero, en realidad, en la mayoría de los casos, se trata de supuestos de error inducido, muy próximos al dolo. A pesar de lo cual, la anulación del contrato se produce por error, y no por dolo, valorándose la antijuridicidad de la conducta del destinatario en sede de excusabilidad. Puede, así, afirmarse que, en la práctica de los Tribunales, el error provocado negligentemente, no es tanto el que tiene origen en un conducta antijurídica realizada sin animus decipiendi, como, sobre todo, el error provocado por una actuación del destinatario, cuyo animus decipiendi es difícil de probar o resulta innecesario desde la óptica del efecto pretendido, a saber, la anulación del contrato.

De la exposición jurisprudencial realizada se colige claramente que existe una clara resistencia por parte de los tribunales a anular los contratos por dolo, cuando puedan hacerlo por error, considerándose la mala fe del destinatario como un factor determinante de la excusabilidad de aquél (y, por ende, de la estimación de la pretensión impugnatoria87). Dos son -creo- las razones de dicha orientación jurisprudencial. En primer lugar, ha de tenerse en cuenta que los efectos del error y del dolo en el ámbito del juicio de validez negocial son los mismos, a saber, la anulación del contrato: por lo tanto, desde esta perspectiva, calificar, o no, el comportamiento negocial del destinatario como doloso carece de trascendencia práctica88. En segundo lugar, hay que considerar que en las hipótesis de error inducido, siempre es más fácil la prueba procesal del error, que la del dolo89, el cual, por exigencia de su propia tipificación legal como vicio del consentimiento, plantea dificultades de prueba, que, en cambio, no tienen lugar en sede de error90.

Me refiero a la necesidad de acreditar el animus decipiendi del destinatario, requisito éste, cuya exacta delimitación es incierta en la jurisprudencia. Según se expuso en su lugar, en este punto existen tres orientaciones jurisprudenciales bien diversas: una, que identifica el referido requisito con el propósito de engaño91; otra, que estima bastante la conciencia, por parte del destinatario, de que con su comportamiento produce una captación ilícita de la voluntad ajena92; y, una tercera, que exige en el deceptor el propósito de perjudicar al declarante93. En todo caso, cualquiera que sea la solución que se estime preferible, lo cierto es que el animus decipiendi nunca perderá la consideración de un elemento subjetivo, razón por la cual su prueba se presenta siempre problemática94.

Resulta, por el contrario, que dicho requisito no se exige respecto del error, cuyo excusabilidad, según hemos visto, puede deducirse de la circunstancia de haber sido inducido por un comportamiento negocial del destinatario contrario a la buena fe (sin necesidad de demostrar que aquél obró animo decipiendi95). Por añadidura, la mala fe (lato sensu) del cocontratante puede ser apreciada como un indicio favorable a la existencia de un error determinante de la prestación del consentimiento96. Así pues, la mala fe in contrahendo  de la parte contraria, constituye un triple índice, de la existencia del error, de su carácter esencial y de su carácter excusable. Ante ello, no es de extrañar la decadencia del dolo, como causa autónoma de invalidez contractual en beneficio del error97.

2.2. En sede de responsabilidad precontractual.

Por último, ha de tenerse en cuenta que la reticencia negligente no sólo tiene relevancia en el juicio de validez negocial (donde determina la excusabilidad del error que en ella tiene su origen), sino también en el ámbito de la responsabilidad precontractual98. Quien, en virtud de un comportamiento negligente, provoca en la otra parte contratante un error esencial lesiona su libertad contractual y, en consecuencia, queda obligada a resarcirle (ex art. 1902 C.c.) los daños que, experimenta como consecuencia de la anulación (el interés contractual negativo)99.

No puedo dejar de llamar la atención sobre la diversa valoración que merece la negligencia del declarante en orden a la apreciación del requisito de la excusabilidad y en orden a la determinación de la responsabilidad precontractual del destinatario.

a) En el ámbito del juicio de validez del contrato, la reticencia ilícita excluye la aplicación del principio de responsabilidad, incluso aunque el comportamiento del errans pudiera sertildado de negligente. Sancionando el art. 1266 C.c. el principio de tutela del consentimiento, resulta contrario a la buena fe privar al declarante del derecho de impugnación, so pretexto de tutelar una confianza del destinatario en la validez del vínculo, que no es merecedora de protección.

b) En el ámbito de la responsabilidad precontractual, la negligencia del errans puede, en cambio, ser relevante, en la medida en que habrá de sertenida en cuenta para excluir, o al menos, reducir, la indemnización debida por el destinatario, que incumplió el deber de colaborar en deshacer el error de su contrario. Resulta, así, que el reproche culpabilístico insito en el error negligente conser va su valor, desde la óptica de la responsabilidad precontractual100.

V. LA RETICENCIA LÍCITA.

1. Delimitación del supuesto.

La reticencia es lícita cuando el silencio del destinatario no es susceptible de ningún reproche desde la perspectiva de la bona fides in contrahendo. Tal sucederá, cuando el examen de las circunstancias del caso concreto lleve a la conclusión de que aquél no tenía la obligación de desvelar al declarante el error esencial en el que estaba incurso.

No existe obligación de advertir del error esencial ajeno, cuando el destinatario lo conoce, como consecuencia de un proceso de búsqueda de información costoso, que pone de manifiesto la existencia de cualidades positivas que incrementan el valor de un bien, siempre que, además, los costes de dicha información sean simétricos o, siendo asimétricos, no puedan ser repercutidos en el precio del bien en cuestión.

2. Consecuencias jurídicas en el ámbito del juicio de validez negocial.

Es evidente que, dado que la reticencia lícita no constituye una comportamiento contrario a la buena fe, por definición, hay que excluir la posibilidad de que el declarante pueda invocarla, al objeto de demandar la anulación del contrato ex arts. 1269 y 1270 C.c. Como, así mismo, hay que excluir la responsabilidad precontractual del destinatario, la cual sólo tendrá lugar (ex art. 1902 C.c.) en los supuestos en que la reticencia sea dolosa o negligente.

Sin embargo, es también claro que la licitud de la reticencia no impide que el declarante pueda demandar la anulación del contrato ex art. 1266 C.c., cuando el error que padeció hubiera sido esencial y excusable.

Se suscita entonces la cuestión de dilucidar el concreto alcance que ha de atribuirse a la reticencia lícita en orden a la apreciación del requisito de la excusabilidad101. Se trata, en definitiva, de determinar si en los casos en que puede llegarse a la conclusión de que existe un nexo de causalidad entre el silencio del declarante y el error del destinatario habrá que calificar dicho error como excusable, con independencia de que fuera, o no, evitable mediante el uso de una regular diligencia.

Habrá, pues, que decidir si en sede de excusabilidad la reticencia lícita merece un tratamiento idéntico al de la reticencia negligente, la cual hace siempre excusable el error por ella provocado.

A mi entender, en sede de excusabilidad no puede dejar de valorarse el hecho de que el error que se invoca haya sido provocado por la reticencia del destinatario (lícita, o no)102. Así resulta de algunas sentencias del Tribunal Supremo, relativamente recientes, las cuales valoran en sede de excusabilidad la circunstancia (objetiva) de que el error haya sido provocado por el destinatario, independientemente de que la conducta de aquél pueda ser calificada como dolosa o negligente. La STS 18 febrero 1994103, con toda claridad, indica que la determinación de si el errans incurrió, o no, en la omisión de una regular diligencia en orden a la evitación del error debe realizarse, apreciando “si la otra parte coadyuvó con su conducta o no, aunque no haya incurrido en dolo o culpa”. En el mismo sentido se orienta la STS 28 septiembre 1996104, que dedujo la excusabilidad del error del hecho de haber sido inducido por la conducta del destinatario, “que no es necesaria que sea constitutiva de dolo o culpa para que sea tenida en cuenta a estos efectos y que, en el presente caso, determina el carácter excusable del error padecido”.

Parece, en efecto, que un error provocado por el comportamiento negocial de la parte contraria es más disculpable que un error espontáneo. Por ello, la circunstancia objetiva de la inducción autoriza a enjuiciar con mayor benignidad la posible negligencia en que hubiera podido incurrir el declarante en orden a la evitación del error.

Ahora bien, una cosa es considerar la inducción como un indicio de excusabilidad del error y otra cosa, muy diversa, afirmar que el error provocado por un silencio lícito del destinatario es siempre excusable (como defendía, respecto del originado por una reticencia negligente).

No sería conforme a la buena fe que el declarante que durante los tratos preliminares procedió negligentemente, descuidando el deber de autoinformarse sobre los extremos de interés en orden a la celebración del contrato, pudiera demandar la anulación, por el mero hecho de que el error (presupuesto su carácter esencial) fuera provocado por la parte contraria105. Si ésta obser vó un comportamiento negocial correcto y no susceptible de reproche culpabilístico, no puede afirmarse, apriorísticamente, que su interés a la conser vación de la validez del contrato sea digno de protección y deba ceder siempre ante el interés del declarante a la tutela de la realidad e integridad de su consentimiento. No existen, en definitiva, razones para excluir ab initio la protección que el requisito de la excusabilidad otorga al destinatario de buena fe, la cual se traduce en la vinculación al contrato del errans negligente, merced a la aplicación del principio de autorresponsabilidad. Recuérdese que, según afirman las SSTS 18 febrero 1994 y 28 septiembre 1996106, “la función básica del requisito de la excusabilidad es impedir que el ordenamiento jurídico proteja a quien ha padecido el error cuando éste no merece esta protección por su conducta negligente, trasladando entonces la protección a la otra parte contratante que la merece por la confianza infundida por la declaración”. A mi entender, es claro que sólo cuando la parte contraria actúa dolosa o negligentemente ha de considerarse que no merece protección. En otro caso, sí la merece, razón por la cual no podrá invocarse un error evitable mediante el uso de una regular diligencia.

Creo que esta solución es la que resulta de un examen atento de la jurisprudencia delTribunal Supremo, la cual (más allá de pronunciamientos de carácter estrictamente formal), cuando valora la circunstancia de la inducción en sede de excusabilidad, lo hace en relación a comportamientos negociales contrarios a la buena fe, e, incluso, muy próximos al dolo. Tal es, precisamente, el caso de las sentencias que exponen la doctrina de que la provocación del error ha de sertenida en cuenta en orden a la determinación del requisito de la excusabilidad, con independencia de que la conducta del destinatario sea dolosa o culpable. Así, la STS 18 febrero 1994107 resalta que “nos encontramos ante un error inducido, provocado, próximo al dolo, que fue la manifestación de la parte (promotor y constructor del edificio, que debía conocer sobradamente) que lo que se vendía, era un local comercial”. La STS 28 septiembre 1996108 pone de manifiesto que el vendedor se había comprometido a “hacer las casetas para las tomas de agua y luz necesarias para la futura construcción, compromiso que cumplió si bien contraviniendo las ordenanzas municipales que prohibían tal actuación”.

En sentido inverso, cabe obser var que existen algunas sentencias de las que es posible extraer la idea de que la circunstancia de la inducción no hace, per se, excusable el error, si éste es originado por un comportamiento negocial del destinatario que es conforme a la buena fe. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en la STS 9 octubre 1981109. El Supremo consideró inexcusable un error relativo a la autoría de un cuadro atribuido a Joaquín Sorolla, que, sin embargo, ulteriores dictámenes revelaron no haber sido ejecutado por la mano del pintor. Se trataba de un error provocado por el vendedor, el cual había entregado al comprador un libro, editado por una prestigiosa entidad cultural, donde el referido cuadro aparecía catalogado como propio de Sorolla y propiedad de la persona de quienes decían haberlo adquirido los importadores del mismo. En la sentencia, de modo expreso, se deduce la inexcusabilidad del error de la circunstancia de ser el comprador una persona experta en arte, que había comprado el cuadro con motivo de una exposición, para conmemorar el cincuenta aniversario del nacimiento del pintor : “pudo ser evitado con tan sólo la más normal diligencia, más exigible en supuestos como el presente, en el que se trata de personas peritas, conocedoras del negocio de otro”. Sin embargo, basta leer con atención el fallo para evidenciar que la inexcusabilidad del error, no sólo resulta de la cualificación profesional del declarante, sino también de la circunstancia de que el comportamiento negocial del destinatario había sido ajustado a “un uso de comercio generalmente admitido y obser vado, según el cual, los comerciantes y vendedores de obras pictóricas, en relación con la autenticidad y carácter genuino de la pintura vendida en su establecimiento, de autores fallecidos o no contemporáneos, se limitan a expresar de buena fe, que la obra vendida es propia de un artista determinado y ejecutada de su mano, según los elementos de juicio que dichos comerciantes o vendedores han podido reunir o tener a su alcance, uso que conforme el Juzgador, en relación con el caso litigioso, alcanza una plena aplicación, ya que se ha demostrado cumplidamente el tracto comercial de la obra”. De hecho, en un supuesto similar, la SAP Valencia 23 junio 1997110 reputó inexcusable el error sobre la autoría de una obra pictórica, a pesar de que el adquirente no era persona experimentada en arte. Se trataba también de un error inducido por el vendedor. Éste había entregado al comprador un catálogo, donde un experto en arte atribuía el cuadro, vendido por veinte millones de pesetas, a Bartolomé Murillo. Posteriormente, el comprador pretendió pagar a una empresa inmobiliaria parte del precio por la adquisición de una vivienda mediante la dación en pago del referido cuadro. La inmobiliaria condicionó la aceptación de dicha forma de pago a que una empresa multinacional, dedicada a la subasta de obras de arte, certificara la autoría y valor del cuadro. La empresa en cuestión consideró que el cuadro no era de Murillo sino de un autor contemporáneo, pudiendo haber sido pintado en el taller de aquél, razón por la cual su precio era notablemente inferior al estipulado (entre cinco y siete millones). Con base en estos hechos, el comprador demandó la anulación del contrato de compraventa del cuadro, demanda ésta, que fue estimada en primera instancia, pero no en segunda. Reconoce la Audiencia que “el contrato puede tener un vicio del consentimiento por error en aquella condición esencial del mismo, como es la autoría de Murillo, pero para que este error esencial sea invalidante del consentimiento ha de ser además excusable”. Y la calificación de la inexcusabilidad del error prevalece, a pesar de que el declarante no era un profesional ni experto en arte: “Es cierto también que el propio Alto Tribunal establece que la diligencia exigible es mayor cuando se trata de un profesional o de un experto, pero es el propio actor el que nos dice en su demanda que la persona a quien pretendía venderlo, una inmobiliaria, portanto también ajena al comercio de obras pictóricas, extremó la precaución hasta exigir un certificado (...) por lo que esta misma diligencia podía habertomado el actor”.

La misma idea, de que la inducción que tiene origen en un comportamiento correcto del destinatario no convierte en excusable el error del declarante (si éste no empleo una regular diligencia en orden a evitarlo), se deduce de otras sentencias en las que la provocación del error se halla ligada a un conducta omisiva de la parte contraria. Así, la STS 21 junio 1978111 consideró inexcusable el error del comprador de un edificio declarado en ruina, circunstancia ésta no mencionada en la escritura. El comprador interpuso demanda contra las vendedoras, solicitando que se declarara nula la compraventa, por habérsele ocultado -según él- la existencia de la declaración de ruina del edificio y la consiguiente orden de derribo, con lo que la finca era inser vible para el destino que la había movido a adquirirla (negocio de venta minorista de papel pintado, elementos de decoración y bricolage). La demanda fue desestimada en primera instancia, pero, interpuesto recurso de apelación contra el fallo por parte del demandante, la Audiencia revocó la sentencia apelada, anulando el contrato y condenando a las vendedoras a restituir el precio y a satisfacer al actor cierta cantidad en concepto de daños y perjuicios. Las vendedoras interpusieron recurso de casación contra tal fallo, denunciando aplicación indebida de los arts 1265 y 1266 C.c., así como de los arts. 1269 y 1270 C.c. El Tribunal Supremo acogió ambos motivos. El primero de ellos, porque el error invocado no fue esencial ni excusable: “si bien las vendedoras no le dieron noticias de la declaración administrativa de ruina, es incuestionable que la notoria vetustez del edificio (‘’se trataba de un edificio antiguo’’, en frase del escrito instaurador del proceso) y la misma descripción de lo enajenado utilizando un calificativo (‘’viejo’’) tan poco usual en la contratación para caracterizar una finca urbana, denotan con toda evidencia el nulo valor de la edificación y la realidad de la ruina desde el punto de vista arquitectónico, con independencia de lo que pudiera constar en los registros administrativos, cuyo contenido pudo conocer el comprador de haber obser vado un mínimo de diligencia”. Pero interesa insistir aquí en que el Tribunal Supremo (si bien, al resolver el segundo de los motivos del recurso, a saber, la indebida aplicación por la Audiencia de los arts. 1269 y 1270 c.c.) entendió que no concurría dolo in contrahendo, porque “no es permitido reprochar a las vendedoras (...) el empleo de sugestiones o artificios de ningún género”.

En consecuencia, estimo que la inducción que tiene su origen en una reticencia lícita constituye, simplemente, un indicio de excusabilidad, el cual deberá valorarse, en atención a las circunstancias del caso concreto, al efecto de determinar si el declarante (pese a la inducción) pudo haber evitado el error mediante el uso de una regular diligencia. Habrá, pues, que prestar atención a las circunstancias personales del declarante, en particular, a su profesión, sobre todo, si aquél es un profano que contrata con un perito. Así, en un error relativo a la autoría de un cuadro, es más excusable la equivocación de una persona inexperta que la del propietario de una galería112. Si se trata de un error, consistente en la ignorancia por parte del vendedor de que en la finca de su propiedad existe un importante yacimiento minero, no puede valorarse igual el requisito de la excusabilidad, cuando el propietario es un agricultor que un empresario con experiencia en el sector económico de la minería113.Y una circunstancia que me parece especialmente digna de sertenida en cuenta en el juicio de excusabilidad es la de si la decisión de contratar partió del declarante o del destinatario, ya que, en el segundo caso, pueden existir razones para apreciar más benignamente la eventual negligencia del errans, en particular, cuando éste contrata con un profesional o persona con experiencia en el sector económico en el que se inserta el contrato114. Es el caso de la venta de obras de arte u objetos antiguos adquiridos por anticuarios de personas con escasa cultura que ignoran su valor, cuando son los propios compradores los que promueven la venta, p. ej. visitando en su domicilio a los potenciales vendedores115.

• Dr. José Ramón de Verda y Beamonte Departamento de Derecho civil Universidad de Valencia

1 El art. 1337 del Codice sanciona expresamente el deber de las partes de comportarse conforme a la buena fe durante los tratos preliminares y al tiempo de la conclusión del contrato. En nuestro Código civil no existe un precepto parangonable al expuesto (no lo es, evidentemente, el art. 1258, que, expresamente, no contempla la bona fides in contrahendo). Pero es communis opinio, en la doctrina científica (en la que, sin duda, constituyó un hito el conocido trabajo de ALONSO PÉREZ, La responsabilidad precontractual, R.C.D.I., 1971, pp. 859 y ss.), la de que el principio de buena fe vincula a las partes en el iter formativo del contrato. Recientemente, han surgido aportaciones de interés, en relación a la bona fides in contrahendo, dirigidas, bien a estudiar algunos de los deberes de ella diamantes (GÓMEZ CALLE, Los deberes precontractuales de información, Madrid, 1994), bien el efecto jurídico más característico a que da lugar su vulneración, esto es, la responsabilidad precontractual (ASÚA GONZÁLEZ, La culpa in contrahendo. Tratamiento en el Derecho español y presencia en otros ordenamientos, Bilbao, 1989; GARCÍA RUBIO, La responsabilidad precontractual en el Derecho español, Madrid, 1991).

2 El deber de comunicar a la otra parte contratante la existencia de las causas de nulidad conocidas o recognoscibles mediante una conducta diligente aparece explícitamente consagrado en el art. 1338 del Codice, precepto éste, que, según observa PIETROBON, Errore, volontà ed affidamento nel negozio giuridico, Padova, 1990, p. 104, es una especificación de la norma general del art. 1337 del Codice. Entre los autores españoles está consolida la opinión de que es exigencia de la buena fe el deber de información recíproca de las causas de invalidez conocidas o recognoscibles mediante el uso de una regular diligencia. Así, dice ALONSO PÉREZ, La responsabilidad, cit., pp. 907-908, que en el deber de comunicación o información se “comprenden fundamentalmente los supuestos de nulidad contractual cuyas causas conocidas o debiendo serlo por una parte no se pusieron en conocimiento de la otra”. Cfr. en el mismo sentido ASÚA GONZÁLEZ, La culpa, cit., p. 262; GARCÍA RUBIO, La responsabilidad, cit., pp. 157-158; GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 100 ss.

3 En la doctrina italiana es pacífica la tesis, según la cual quien no advierte a la otra parte contratante del error esencial en el que está incurso comete un comportamiento contrario a la buena fe, encuadrable en el art. 1338 del Codice. Cfr. PATTI/PATTI, Responsabilità precontrattuale e contratti standard, Il Codice Civile. Commentario, arts. 1337- 1342, Milano, 1993, p. 203. En la doctrina española está también consolidada la tesis de que el principio de la buena fe impone a cada una de las partes (al menos, dentro de ciertos límites) la obligación de colaborar en deshacer el error de la otra, de

4 BIANCA, Diritto civile, vol. III, Il contratto, Milano, 1987 (reedición 1994), pp. 166-167.

5 Dice GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., p. 14, que los deberes de información se justifican “desde la concepción misma del contrato como cauce de expresión de la ‘’voluntad privada’’, y ello porque su papel es determinante para que cada parte pueda identificar y valorar sus propios intereses, posibilitando así la formación de una decisión libre, de cuyas consecuencias, por ello mismo, se puede hacer responder a cada contratante”.

6 Como gráficamente observa KRONMAN, Errore e informazione nell’analisi economica del diritto contrattuale (traducción por G.B. FORLINO), Pol. dir., 1980, num. 1º, p. 293, la información es el antídoto del error.

7 Punto éste, sobre el que llaman la atención SCHÄFER/OTT, Manual de análisis económico del Derecho civil (traducción por M.VON CARSTENN-LICHTERFELDE), Madrid, 1986, pp. 231, 324-325.

8 Explica KRONMAN, Errore, cit., p. 296, que si el error es efectivamente conocido por el destinatario, o podría haber sido reconocido por éste con un coste mínimo, el principio de la eficiencia se satisface mejortrasladando la responsabilidad a quien dejó de informar de aquél.

9 Como observara TRABUCCHI, Il dolo nella teoria dei vizi del volere, Padova, 1937, p. 52, no se puede afirmar la existencia de una obligación general, impuesta por la buena fe, de informar a la otra parte contratante respecto de cualquier elemento, con influencia objetiva sobre el contrato. Explica MORALES MORENO, El error, cit, p. 230, que el deber de cada contratante, de colaborar con el otro para evitar su error, tiene carácter relativo, dependiendo de una serie de factores, tales como los conocimientos que el destinatario pueda fácilmente obtener, según su situación y condición, y las posibilidades del declarante de evitar su propio yerro. Lo que, en definitiva, se halla en perfecta correlación con la consideración de que los deberes de información precontractual in genere no tienen carácter absoluto, sino relativo.

10 Evidencia VILLA, Errore riconosciuto, annullamento del contratto ed incentivi della ricerca di informazione, Quadrimestre, 1988, núm. 1, p. 287, que las inversiones en información no dan lugar generalmente a unos beneficios remunerativos, porque, salvo en los casos de derecho de disfrute exclusivo previstos en la legislación de propiedad industrial, la información circula libremente sin posibilidad de control por parte de su productor, de manera que éste no pude recibir ninguna compensación contratando su distribución.

11 Dice VILLA, Errore, cit, p. 292, que la información es un bien socialmente valioso, en la media en que permite realizar programaciones económicas correctas, evitar pérdidas y dirigir los bienes a su mejor destino. Explica GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., p. 19, que un mayor nivel de información se traducirá en una más eficiente asignación de los recursos, posibilitando que aquéllos se dirijan a los productos respecto de los que existe una mejor relación calidad-precio, con la progresiva desaparición de bienes y servicios en los que dicha relación es peor. Tal idea la ilustra KRONMAN, Errore, cit., p. 297, relatando el célebre caso “Laidlaw c. Organ”, extraído de la jurisprudencia norteamericana. Organ había obtenido la información de la firma del Tratado de Paz entre Inglaterra y Estados Unidos, que ponía fin a la Guerra de 1812. Silenciando tal dato, había comprado una importante partida de tabaco de la empresa Laidlaw. La noticia de la firma del tratado elevó extraordinariamente el precio del tabaco, al cesar el bloqueo naval del puerto de Nueva Orleans. La Laidlaw se negó a hacer entrega del tabaco a Organ, el cual interpuso demanda para obtener un resarcimiento de daños e impedir que la empresa vendedora pudiera disponer del género vendido en favor de otros compradores. Demanda, que fue acogida por la Corte Suprema. Observa el autor que, dado que el precio es la medida del valor relativo de los bienes, las noticias concernientes a la celebración del tratado revelaban un nuevo estado de cosas: se había modificado el valor del tabaco en relación con el de otras mercancías y una noticia de este tipo influye en la distribución de los recursos, ya que los agricultores se decidirán a plantar más tabaco y los comerciantes del ramo estarán dispuestos a pagar más dinero para transportar sus mercancías.

12 Tomo la expresión de SCHÄFER/OTT, Manual, cit., p. 309.

13 Observa KRONMAN, Errore, cit., p. 297, que el único modo eficaz de incentivar la inversión en la búsqueda de informaciones costosas es reconocer a quien las consigue el derecho a no desvelarlas al otro contratante.

14 No puede dejar de destacarse que en el actual estado de desarrollo del ordenamiento jurídico tienden a proliferar normas legales expresas que imponen deberes precontractuales de información, si bien al servicio de finalidades diversas y atribuyendo consecuencias muy distintas a quien los infringe. Me remito en este punto a la exhaustiva exposición de los deberes legales de información precontractual realizada por GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit, pp. 83-86, limitándome aquí a exponer algún ejemplo significativo acogido en leyes recientes. El art. 10 de la Ley del contrato de seguro, de 8 de octubre de 1980, impone al tomador la obligación de declarar al aseguradortodas las circunstancias, por él conocidas, que puedan influir en la valoración del riesgo. En caso de incumplimiento de tal deber, el asegurador podrá rescindir el contrato, en el plazo de un mes, a partir de que tuviera conocimiento de la reserva o inexactitud, o, para el caso, de que el siniestro sobrevenga antes de haber ejercitado tal derecho en el plazo indicado, podrá obtener una reducción proporcional en el importe de la prestación (cfr. STS 13 octubre 1989, R.A.J., 1989, núm. 6916) o, incluso, quedará exonerado de pagarla, de haber mediado dolo o culpa grave del tomador del seguro (cfr. STS 30 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6822). El art. 4,II de la Ley general de publicidad, de 11 de noviembre de 1988, considera engañosa y, por ende, ilícita la publicidad,“que silencie datos fundamentales de los bienes, actividades o servicios cuando dicha omisión induzca a error a los destinatarios”, previendo los arts. 25 y ss. de la Ley la posibilidad de ejercicio de la acción de cesación o rectificación de dicha publicidad. El art. 21.3 de la Ley sobre régimen del suelo y valoraciones, de 13 de abril de 1998 (cuyo precedente inmediato es el art. 45 de la Ley sobre el régimen del suelo y ordenación urbana, de 26 de junio de 1992, que, a su vez, procede del art. 62 de la anterior Ley, de 9 de abril de 1976) establece un deber precontractual de información de los vínculos urbanísticos que afecten a los inmuebles vendidos, cuya infracción atribuye al adquirente el derecho a rescindir el contrato, en el plazo de un año, a contar desde el otorgamiento del mismo, y a exigir una indemnización de daños y perjuicios. Dicha acción no excluye, desde luego, la de anulación del contrato, por error o dolo, siempre que se cumplan los requisitos, respectivamente exigidos por los arts. 1266 y 1269-1270 C.c. (cfr. STS 27 marzo 1989, R.A.J., 1989, núm. 2201), como tampoco, según un parecer firmemente asentado en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, la de resolución por incumplimiento del art. 1124 C.c. (cfr. STS 23 octubre 1997, Act.Civ., 1997, núm. 99). El art. 5.2. de la Ley sobre condiciones generales de la contratación, de 13 de abril de 1998, establece la obligación del predisponente de informar al adherente de la existencia de las condiciones generales, y de facilitarle un ejemplar de las mismas. Caso contrario, no podrá entenderse que ha habido aceptación a la incorporación de dichas cláusulas.

15 Hasta el punto de que un sector de la moderna doctrina científica ha comenzado a afrontar el estudio de la extensión y límites del deber de información del error en términos de análisis económico del Derecho. Es capital la aportación de KRONMAN, Errore, cit., pp. 289 ss., cuyas ideas han encontrado ulterior desarrollo en la doctrina científica italiana en el conocido trabajo de VILLA, Errore, cit., pp. 286 ss., que extrae consecuencias del análisis económico del Derecho, tanto en sede de dolo, como de estricto error, proponiendo que la decisión acerca de la existencia, o no, de una reticencia dolosa, así como la relevancia invalidante del error conocido, dependa de que la información de la que dispone el destinatario sea, o no, costosa y se refiera a cualidades positivas o negativas de un bien. En Francia, RUDDEN, Le juste et l’inefficace pour un non-devoir de renseignement, Rev. trim. dr. civ., 1985, pp. 158 ss., muestra análoga preocupación por proteger los procesos costosos de búsqueda de información productiva, en particular, en los supuestos de compraventa de obras de arte. En Alemania un tratamiento exhaustivo de los deberes de información precontractual en clave de análisis económico Derecho es el que realizan SCHÄFER/OTT, Manual, cit, pp. 324 ss. En la doctrina científica española GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 18 ss., 87-88, ha profundizado sobre el fundamento económico de los deberes de información in genere en la fase de formación del contrato, extrayendo interesantes consecuencias, en particular, en relación con la apreciación del requisito de la excusabilidad del error, pero insistiendo en la necesidad de atenerse a ciertos límites de equidad, exigidos por la buena fe in contrahendo que, según observa la autora, es el fundamento jurídico de los referidos deberes.También MORALES MORENO, El error, cit., p. 231, se ha ocupado de la delimitación del deber de colaborar con el otro contratante para evitar su error, entendiendo el autor que dicho deber ha de restringirse al supuesto en que la información de que se dispone no sea producto de una investigación costosa.

16 Con KRONMAN, Errore, cit., p. 323, a quien sigo en este punto.

17 KRONMAN, Errore, cit., p. 309, considera un supuesto de información no costosa, la relativa a vicios manifiestos de la cosa vendida. Se refiere el autor al caso en que la casa que se transmite estuviera infectada de termitas o sufriera inundaciones periódicas. En nuestro ordenamiento, el art. 1486 C.c. impone al vendedor el deber jurídico de informar al comprador de los vicios o defectos ocultos de la cosa vendida. Deber éste, cuya infracción, como observa GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., p. 53, constituye un supuesto de responsabilidad precontractual que da lugar al resarcimiento de daños y perjuicios.

18 En nuestro ordenamiento el deber jurídico de advertencia de las cargas y servidumbres no aparentes se deduce del art. 1483 C.c., precepto éste, que, según explica GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., p. 61, constituye una manifestación de los deberes de información precontractual dimanantes de la buena fe, si bien, para que entre en juego la norma, no se exige el dolo del vendedor:“basta que no haya comunicado al compradortales cargas, aun actuando de buena fe”.

19 STS 14 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 92, fundamento de Derecho séptimo.

20 En tal caso, observa KRONMAN, Errore, cit., p. 321, que la imposición al destinatario del deber de advertir al declarante de su error obstativo no disuadirá al primero de eventuales comportamientos futuros en orden a adquirir informaciones costosas, ya que la que transmite no lo es. Téngase, en cuenta, sin embargo, que en nuestro Derecho, el supuesto que se describe encaja en el ámbito de aplicación de la regla falsa demonstratio non nocet. De manera que la interpretación del contrato permitirá reconstruir la real intención de las partes, la cual prevalecerá sobre el sentido literal de las cláusulas (cfr. art. 1281,II C.c.)

21 Cfr., en tal sentido, en nuestra doctrina científica, MORALES MORENO, El error, cit., p. 231. Observa el autor que cuando la información no es fácilmente obtenible y supone una costosa investigación, podría ser injusto imponer la obligación de comunicarla a quien la posee. Pone el ejemplo de una compañía, dedicada a la explotación de hidrocarburos, que compra unos terrenos tras haber desarrollado investigaciones geológicas que le permiten establecer como probable la existencia de petróleo en dicho terreno.

22 La diferenciación apuntada la perfila con gran claridad VILLA, Errore, cit., p. 287, para quien el deber de información del error conocido debe ceñirse a los supuestos en que el declarante ignore la existencia de cualidades negativas del bien adquirido. La distinción entre informaciones revalorizadoras y devaluadoras, creo que es implícitamente aceptada por KRONMAN, Errore, cit., pp. 304-315, que la toma como presupuesto de su teoría en orden a la delimitación de los deberes de comunicación del error ajeno, si bien no la formula con la claridad del autor anteriormente mencionado. SCHÄFER/OTT, Manual, cit., p. 231, se refieren genéricamente a las informaciones productivas o improductivas, al objeto de excluir o admitir, respectivamente, el deber precontractual de información. En nuestra doctrina científica, GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 20-21, 25-26, se refiere también a las informaciones que incrementan o reducen el valor de los bienes, al objeto de determinar la extensión y los límites de los deberes de información en la fase de formación del contrato desde el punto de vista del análisis económico del Derecho.

23 VILLA, Errore, cit., p. 298.

24 Sobre tal idea llama la atención GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., p. 21.

25 VILLA, Errore, cit., p. 298.

26 Es uno de los ejemplos extraídos de la jurisprudencia norteamericana, utilizado por KRONMAN, Errore, cit., pp. 311, en orden a la exposición de su teoría sobre la extensión y límites de la obligación de advertencia del error ajeno.

27 Por ello, precisamente, se trata, de una información improductiva: cfr. SCHÄFER/OTT, Manual, cit., p. 307.

28 En tal sentido se pronuncia, KRONMAN, Errore, cit., p. 323, de quien tomo el ejemplo propuesto, que, a su vez, extrae de la jurisprudencia norteamericana. Concretamente, se refiere a dos decisiones judiciales que contemplaron el mismo supuesto de hecho (vendedor que silencia que la casa transmitida está infectada portermitas), pero lo resolvieron en sentido diverso, afirmando y negando respectivamente la existencia del deber precontractual de información, por cuya procedencia se inclina el autor, argumentando, además, que el vendedor era la parte que estaba en mejores condiciones económicas para prevenir el error.

29 Cfr.VILLA, Errore, cit., p. 295.

30 Cfr. VILLA, Errore, cit., p. 295, que desarrolla tal idea, observando que la conducta del vendedor da lugar a responsabilidad por daños ocasionados durante los tratos preliminares.

31 Punto éste, sobre el que llaman la atención SCHÄFER/OTT, Manual, cit., pp. 231, 324-325, y, en nuestra doctrina científica GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 21-22.

32 Como dicen SCHÄFER/OTT, Manual, cit., pp. 231, confiar en alguien que es merecedor de tal confianza y experto es un efectivo medio de ahorrar costes de información.

33 SCHÄFER/OTT, Manual, cit., p. 231, expresan muy claramente tal idea, observando que la eficiencia en la asignación de los recursos aumenta si los que tienen costes de información altos pueden confiar en los que tienen costes más bajos. Por el contrario, observan los autores, que si los costes son iguales para ambas partes no hay razón para proteger la confianza empleada, pues entonces no se proporcionaría estímulo alguno para incentivar la responsabilidad de quienes tiene costes de información más bajos.

34 Cfr. GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 21-22.

35 RUDDEN, Le juste, cit., p. 100.

36 Insistiendo en el carácter aleatorio de la venta de obras de arte. El mismo argumento del aleas ínsito en el contrato de compraventa de obras de arte y del riesgo que, en consecuencia, asumen las partes al celebrarlo, ha inspirado algunas sentencias de la jurisprudencia italiana, de las que da cuenta, si bien dudando de su rigortécnico, PIETROBON, Errore, cit., p. 530.

37 Pero, realmente, ¿puede decirse que en el supuesto que se examina existió un error común? Me parece que no. Al menos, creo que no lo padeció el comprador, porque éste, al celebrar el contrato, no se encontraba en un estado psicológico de defectuoso conocimiento de la realidad. Realmente, no sabía a ciencia cierta si el cuadro que adquiría era, o no, un Fragonard, comprándolo con la esperanza de que lo fuera, y asumiendo el riesgo de perder una ganancia, si no lo era (la duda -recuérdese- excluye la existencia del error).

38 Cfr., en tal sentido, GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 21-22.

39 Se trata de un caso litigioso planteado ante los tribunales estadounidenses (aunque resuelto fuera de ellos, mediante transacción), del que da cuenta KRONMAN, Errore, cit., pp. 308-308, quien observa que en el Derecho norteamericano se permite a quien posee una información relativa a la existencia de un depósito subterráneo de minerales obtener ventaja de la ignorancia del comprador. Ello, con la finalidad de incentivar la búsqueda deliberada de tales informaciones. Cabe reflexionar sobre cuál sería la solución que se habría dado al litigio si éste se hubiera planteado ante los Tribunales españoles. En mi opinión, es posible mantener la afirmación de que el comportamiento del comprador no era contrario a la buena fe. Pero de ahí, sólo se puede deducir que aquél no incurrió en una reticencia dolosa ni en responsabilidad precontractual. Por lo tanto, quedaría a salvo la posibilidad de que el vendedor pudiera obtener la anulación del contrato por error, siempre que éste fuera excusable. En el caso considerado, me inclinaría, en principio, por la inexcusabilidad del error. Téngase en cuenta que la compañía minera había ofrecido una opción de compra a la propietaria de la finca, pactándose la condición de que, de descubrirse un depósito de minerales, la vendedora recibiría el diez por ciento de los beneficios. Además, la compañía había adquirido opciones de compra en los terrenos colindantes. Estas circunstancias debieran quizás haber hecho pensar a la propietaria en la posibilidad de la existencia de un yacimiento mineral en la finca vendida. Como consecuencia de lo cual, si estaba interesada en la venta, pudo haber adoptado dos actitudes: encargar un informe a peritos a fin de cercionarse de la existencia (o no) de un depósito de minerales en su propiedad o, por el contrario, no destinar recursos a esta finalidad, aceptando las condiciones propuestas por la compradora, con el riesgo de sufrir un perjuicio, pero también con la posibilidad de obtener una ganancia, según que se descubriera, o no, un yacimiento mineral. Actitud esta última, por la que se decantó.

40 Se trata también de un ejemplo, extraído del Segundo Restament of Torts, sección 551 (2) (e), comentado por KRONMAN, Errore, cit., pp. 317-318, quien insiste en que debe permitirse al comprador que saque provecho de sus conocimientos. Explica el autor que la información que aquél posee es costosa y no meramente casual. La casualidad estribaría en la circunstancia de entrar la persona experta en violines en la tienda donde se encuentra infrautilizado el Stradivarius, pero la información que posee es producto de un proceso al que ha destinado una inversión que le ha ocasionado costes (los necesarios para desarrollar su conocimiento de los instrumentos musicales). Respecto de la aplicabilidad de la solución expuesta al Derecho español, me remito a lo expuesto en la nota anterior, sobre la imposibilidad de excluir ab initio que el vendedor pudiera instar la anulación del contrato por error, si logra demostrar su excusabilidad.

41 En la jurisprudencia del Tribunal Supremo es indubitada la posibilidad de incardinar la reticencia dolosa en el ámbito de aplicación de los arts. 1269 y 1270 C.c.

La STS 21 junio 1978, J.Civ., 1978, núm. 244, expone que es “admisible el dolo negativo o por omisión siempre que exista un deber de informar según la buena fe a los usos del tráfico” (considerando quinto). Más recientemente, dice la STS 29 marzo 1994, R.A.J., 1994, núm. 1403, que el dolo es comprensivo “no sólo de la insidia directa o inductora de la conducta errónea del otro contratante sino también de la reticencia dolosa del que calla o no advierte a la otra parte en contra del deber de informar de buena fe” (fundamento de Derecho primero). Explica QUIÑONERO CERVANTES, El dolo omisivo, R.D.P., 1979, p. 350, que la diferencia existente entre el dolo activo y el omisivo radica simplemente en los medios utilizados para producir el error. “Por lo tanto -afirma el autor- los requisitos del dolo omisivo son los mismos que los del dolo, en su acepción más usual”. Sin embargo, los fallos en los que se ha anulado un contrato por dolo omisivo son más bien escasos. Casi siempre se trata de casos en que el deceptor ha infringido un deber de comunicación consagrado por una norma legal expresa, como el de advertir de las limitaciones urbanísticas de los predios enajenados, que impone el art. 21.3 de la Ley sobre régimen del suelo y valoraciones, de 13 de abril de 1998 (cfr. STS 27 marzo 1989, R.A.J., 1989, núm. 2201; STS 1 octubre 1986, R.A.J., 1986, núm 5229); o el de declarar al aseguradortodas las circunstancias conocidas que puedan influir en la valoración del riesgo, obligación ésta que soporta el tomador del seguro conforme a lo dispuesto por el art. 10 de la Ley del contrato de seguro, de 8 de octubre de 1980 (cfr. STS 13 octubre 1989, R.A.J., 1989, núm. 6916; SAP Zaragoza 29 octubre 1997, A.C., 1998, núm. 2154). Por lo demás, es de observar que en otras doctrinas científicas, diversas a la nuestra, tampoco suscita dudas la admisibilidad de la relevancia invalidante de la reticencia dolosa. Por cuanto atañe a la doctrina alemana, explica LARENZ, Allgemeinerteil des deutschen Bürgerlichen Rechts, 7ª ed., München, 1989, p. 398, que el engaño doloso puede ser originado, tanto por la simulación de hechos falsos, como por la ocultación de hechos verdaderos, insistiendo, en este último caso, en la necesidad de que exista un previo deber de información: “Durch ‘’Verschweigen’’ kann eiene Täuschung aber nur dann begangen werden, wenn eine Pflicht zum Reden bestand”. Tampoco suscita dudas la admisibilidad de la reticencia dolosa en la doctrina científica francesa, siendo, en cambio, muy discutida la cuestión de la extensión y límites del deber precontractual de información. GESTHIN, Le dol, en AA.VV., La formation du contrat. Principes et caractères essentiels. Ordre public. Consentement, objet, cause, en GESTHIN et alii, Traité de Droit civil, 3ª ed., Paris, 1993, pp. 534-551 ss., analiza muy detalladamente la evolución y la posición actual de la jurisprudencia gala al respecto. Mención específica merece la doctrina científica italiana, donde la cuestión de la relevancia invalidante de la reticencia dolosa ha sido objeto de un arduo debate, que se inició bajo la vigencia del Codice de 1865, siendo mayoritaria la tesis favorable a subsumir el dolo omisivo en el ámbito de aplicación del art. 1115 de aquel cuerpo legal (cfr. en tal sentido: CHIRONI/ABELLÒ, Trattato di Diritto civile italiano, vol. I, Parte generale, Torino, 1904, p. 481, nota 1; CATTANEO, Istituzioni di Diritto privato, 4ª ed. por A. DE MARCHI, Torino, 1928, pp. 350-351; DUSI, Istituzioni di Diritto civile, vol. I, Torino, 1929, p. 140; COVIELLO, Manuale di diritto civile italiano, vol. I, Parte generale, Milano, 1910, p. 376; LOMONACO, Delle obbligazioni e dei contratti in generale, vol. I, en Il Diritto civile italiano (a cargo de P. FIORE), parte 10ª, 2ª ed., Napoli, 1906, p. 158; STOLFI, Diritto civile, vol. I, parte 2ª, Il negozio giuridico e l’azione, Torino, 1931, p. 702). Por el contrario, TRABUCCHI, Il dolo, cit, pp. 526 ss., propuso reconducir las omisiones ilícitas de los deberes de información al ámbito de la responsabilidad precontractual (indemnización del interés contractual negativo), desvinculándolas del ámbito del juicio de validez negocial: “la cosciente omissione di un atto, anche doveroso, potrà bastare a costituire un illecito, ma non a porre in essere il vizio del dolo”. Entre los modernos autores (en particular, tras la importante aportación de VISINTINI, La reticenza nella formazione dei contratti, Padova, 1972) parece firmemente asentada la tesis de que la reticencia dolosa puede dar lugar a la anulación del contrato (ex art. 1439 del vigente Codice de 1942), tesis ésta, que, sin duda, aparece reforzada por el art. 1338 del moderno Código civil italiano, el cual sanciona la obligación de información de las causas de invalidez conocidas o recognoscibles mediante el uso de una regular diligencia. Vid., no obstante, la opinión contraria de PIETROBON, Errore, cit, pp. 104-108, en particular, nota 56.

42 Como observa LARENZ, Allgemeinerteil, cit, p. 398, solamente puede cometerse una reticencia dolosa, cuando existe un previo deber precontractual de información. En este sentido, la STS 21 junio 1978, J.Civ., 1978, núm. 244, estima “admisible el dolo negativo o por omisión siempre que exista un deber de informar según la buena fe a los usos del tráfico” (considerando quinto). Ahora bien, no toda infracción de la buena fe constituye reticencia dolosa, sino sólo aquélla en que concurran los requisitos exigidos por los arts. 1269 y 1270 C.c. Como tan certeramente ha puesto de manifiesto ROJO AJURIA, El dolo en los contratos, Madrid, 1994, p. 287, “El problema del dolo omisivo ha de estudiarse en el contexto de la existencia, fuentes y sanciones de la obligación precontractual, y no a la inversa”. Sobre la construcción de la reticencia dolosa como una violación del deber de información, vid. las observaciones de QUIÑONERO CERVANTES, El dolo, cit, pp. 353 ss.

43 MORALES MORENO, Comentario a los arts. 1269 y 1270 C.c., en AA.VV., Comentario a los arts. 1261 a 1280 C.c., en AA.VV., Comentario al Código civil y Compilaciones forales (dir. M. ALBALADEJO y S. DÍAZ ALABART), t. XVII, vol. 1º, Madrid, 1993, p. 387.

44 STS 27 marzo 1989, R.A.J., 1989, núm. 2201.

45 STS 1 octubre 1986, R.A.J., 1986, núm. 5229.

46 STS 13 octubre 1989, R.A.J., 1989, núm. 6916.

47 SAP Zaragoza 29 octubre 1997, A.C., 1998, núm. 2514.

En cambio, la STS 30 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6822, no consideró reticencia dolosa el comportamiento omisivo del asegurado, el cual no había comunicado a la compañía aseguradora haber sido sometido, siete años antes de la suscripción de la póliza, a una biopsia en la que se le diagnosticaron lesiones renales mínimas, que catorce años después, le originarían una incapacidad permanente y absoluta para toda clase de trabajos (riesgo éste, cubierto por la póliza). Dice el Supremo:“No se trata de ocultación propiamente ni de engaño deliberado, que sí genera dolo o culpa grave, sino más bien de una falta de atención a lo que se preguntaba” (fundamento de Derecho primero). De modo que el asegurado incurrió en un negligencia leve, que no determina la anulación del contrato, sino la reducción proporcional de la indemnización a la diferencia entre la prima convenida y la que se hubiera aplicado de haberse conocido la verdadera entidad del riesgo, conforme a lo dispuesto en el art. 10 de la Ley del Contrato de Seguro.

48 Cfr. DE COSSÍO y CORRAL, El dolo en el Derecho civil, Madrid, 1955, p. 335.

49 MORALES MORENO, Comentario, cit, ad arts. 1269 y 1270, p. 383.

50 STS 21 junio 1978, J.Civ., 1978, núm. 244, considerando quinto.

51 STS 29 marzo 1994, J.Civ., 1994, núm. 225, fundamento de Derecho primero.

52 STS 27 marzo 1989, R.A.J., 1989, núm. 2201, fundamento de Derecho tercero.

53 En contra de esta orientación jurisprudencial se manifiesta expresamente la STS 1 octubre 1986, R.A.J., 1986, núm. 5229, fundamento de Derecho tercero, según la cual el animus decipiendi “no implica precisamente la intención deliberada de ocasionar perjuicios a la otra parte”.

54 STS 30 junio 1988, R.A.J., 1988, núm. 5197, fundamento de Derecho cuarto.

55 Dice ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 282: “Si la obligación de información se configura sobre la base de que el contratante conocía o ‘’debía conocer’’, tales datos, y su importancia determinante para la otra parte, creemos que en caso de conocimiento es posible hablar de la existencia de un ‘’animus decipiendi’’, pero no en el caso de que hubiera debido conocer”.

56 STS 1 octubre 1986, R.A.J., 1986, núm. 5229, fundamento de Derecho tercero.

57 Como expone la STS 30 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6822, fundamento de Derecho primero, “El dolo para ser apreciado ha de corresponder a una reticencia en la omisión de hechos, influyente y determinante para la conducta del contrato”.

58 El requisito de la gravedad del dolo, exigido por el art. 1270,I C.c. es interpretado tradicionalmente en el sentido de que el dolo invalidante es, exclusivamente, el dolus dans causa contractui.y en el mismo sentido se pronuncia la jurisprudencia. La STS 18 junio 1955, R.A.J., 1955, núm. 2385, identifica claramente el requisito de la gravedad del dolo con su carácter determinante de la prestación del consentimiento, al referirse al dolo in contrahendo “como la maquinación ante un mero dolus incidens59, el cual carecería de relevancia en el ámbito del juicio. o engaño empleado por una parte para inducir a otra a celebrar el contrato, que sin su concurrencia no hubiera celebrado, conforme expresa el artículo 1269 del Código civil, y, produce, por ser dolo causante, calificado como grave, la nulidad del contrato realizado” (considerando primero). Es interesante la idea expuesta por MORALES MORENO, en Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, pp. 401-403, quien propone entender el requisito de la gravedad, por referencia a la materia sobre la que el dolo recae (no por su incidencia sobre la voluntad del deceptus), con el fin de introducir elementos objetivos, para evitar que el engaño sobre cualquier motivo no incorporado a la causa del contrato se convierta en causa de anulación. “Sobre todo -dice el autor- si se trata de motivos caprichosos o poco acordes con los criterios ordinarios del tráfico”.

59 Actualmente la distinción entre el dolus dans causa contractui y el dolus incidens es objeto de crítica por parte de un autorizado sector de la doctrina científica. En este sentido MORALES MORENO, en Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, pp. 406-408, se refiere a la dificultad de calificar un supuesto de dolo, como causante o como incidental, ya que,“en la práctica lo más frecuente es que una misma conducta reúna los requisitos necesarios para constituirtanto dolo causal como incidental”. Insiste, así, en la dificultad de distinguir, desde un punto de vista conceptual,“la voluntad de contratar, en sí misma considerada, de la voluntad de contratar en determinadas condiciones”. Igualmente, el autor duda de la utilidad de la distinción en el plano de los efectos jurídicos:“Lo más frecuente es que en las situaciones en que ha mediado dolo “portener éste la doble naturaleza de causal o incidental, tanto quepa pedir la nulidad, como la indemnización”. Comparto la idea de la dificultad (no teórica, pero sí práctica) de determinar cuándo un determinado supuesto de dolo es dolus causam dans o dolus incidens. Pero, aún así, me parece que la distinción entre uno y otro no es del todo inútil. En primer lugar, porque la tradicional bipartición del dolo, entre causante e incidental, permite asignar consecuencias diversas a la mala fe del destinatario, según el grado de influencia que su comportamiento malicioso haya ejercido sobre la voluntad del declarante. La posibilidad de demandar la anulación del contrato se restringe exclusivamente a los casos más graves, en los que las maniobras dolosas del destinatario son determinantes de la prestación del consentimiento ad contractum; previéndose la indemnización de daños y perjuicios, cuando aquéllas no influyen en la decisión, sino, exclusivamente, en el modo de contratar del deceptus. Ciertamente, el interés general a la rápida y segura circulación de la riqueza impide atribuir relevancia invalidante a todo supuesto de dolo. Pero sería injusto negar cierta protección a quien, inducido por el dolo de otra parte, contrata de manera diversa a como lo hubiera hecho, de no haber mediado aquél. Por ello, en éste último caso, resulta pertinente sujetar al deceptor a la obligación de indemnizar el interés contractual negativo. La STS 28 febrero 1969, R.A.J., 1969, núm. 1034, contempló un supuesto de hecho interesante. El comprador de un piso alegaba que la parte vendedora le había hecho creer que aquél gozaba de una exención tributaria del noventa por ciento de contribución, arbitrios e impuestos durante el plazo de veinte años, lo que no resultó ser cierto. En primera instancia se condenó a la parte vendedora a sufrir una reducción del precio, por una cantidad equivalente a la diferencia entre lo que había de pagarse por el piso en el régimen ordinario de tributación y lo que debería de haberse pagado de haber existido el beneficio de la exención tributaria. Sin embargo, la sentencia de segunda instancia revocó, en este punto, la del juez a quo, sin que contra ella prosperara el recurso de casación interpuesto por el comprador, uno de cuyos motivos era la errónea interpretación del art. 1270,II C.c. Dice el Supremo: “el acto doloso siempre se caracteriza por ser producto de astucia, maquinación o artificio empleados para engañar al otro contratante (...) y aunque el dolo, puede ser causante (dolus causam dans) o incidental (dolus incidens) ese vicio no se presume nunca” (considerando quinto). En segundo lugar, la noción del dolus incidens puede ser útil para el deceptus a quien no interese la anulación del contrato, sino mantener la validez del mismo, solicitando un reajuste del precio, acorde con las exactas condiciones de la cosa comprada: para ello bastará con que califique como incidental el dolo del destinatario. Así ocurrió en el caso resuelto por la SAP Baleares 23 junio 1994, A.C., 1994, núm. 1805. En la escritura de venta de una finca se había hecho constar como anejo un derecho de aprovechamiento de aguas, derecho inexistente, por haber sido previamente transmitido a un tercero por el padre de la vendedora. Ante ello, los compradores solicitaron una indemnización de daños y perjuicios, alegando que, de haber sido correctamente informados de dicho extremo, el precio pactado hubiera sido notablemente inferior. En primera instancia se desestimó la pretensión, por entender el juez a quo que no había resultado probado que la parte vendedora conociera que su padre había enajenado el derecho de aprovechamiento de aguas. En segunda instancia se acoge, en cambio, la pretensión resarcitoria. Dice la Audiencia: “Junto a este dolo principal o causante -’’dolus causam dans’’- que determina la celebración del contrato y que produce la nulidad del contrato cuando sea grave, obra de uno de los contratantes y no se emplee por ambas partes, existe el denominado dolo incidental -’’dolus incidens’’- que no determina la celebración del contrato, sino sólo las condiciones del mismo, haciéndolas más onerosas y su único efecto es obligar al que lo empleó a indemnizar daños y perjuicios -artículo 1270, párrafo 2.º del CC-, y que se caracteriza más que por un actuar doloso encaminado a engañar a la contraparte para que contrate, en una conducta culposa lata o con previsión para conseguir unas condiciones contractuales más onerosas que de no darse la otra parte contratante lo hubiera hecho en otras condiciones”. La Audiencia dio por probado que la vendedora conoció que el derecho de agua inherente a la finca había sido enajenado por su padre y ocultó dicha circunstancia a los compradores.y concluye: “Lógicamente la finca veía incrementado su valor con dicho derecho satisfaciendo mayor precio de compra al incluirse en la venta el indicado derecho, siendo justo que en concepto de daños y perjuicios se reintegre a los compradores su valor” (fundamento de Derecho cuarto). En todo caso, ha de tenerse en cuenta que el mismo resultado se puede conseguir sin necesidad de calificar como dolo incidens, y no como dolus causam dans, el empleado por el destinatario, si se acepta la tesis, propugnada por un sector de la doctrina científica, según la cual, aun siendo el dolo grave (y calificándolo como tal), podría el deceptus limitarse a solicitar un resarcimiento de daños, dejando subsistente la validez del contrato, lo que supondría la confirmación del contrato anulable). En tal sentido se pronuncia COSSÍO y DE CORRAL, El dolo, cit, pp. 366 ss.y, más recientemente, MORALES MORENO, El dolo, cit, p. 603, según el cual “es posible que el contratante que ha padecido el dolo causal no impugne el contrato, porque le convenga más mantenerlo o porque haya transcurrido el plazo correspondiente, pero exija indemnización”. Vid. en el mismo sentido GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit, p. 46. Por su parte, GARCÍA RUBIO, La responsabilidad, cit, p. 213, explica que, en el supuesto que se considera, la indemnización no podrá ser la misma que en el caso de anulación del contrato: “la víctima sólo podrá exigir el resarcimiento de los daños que le haya ocasionado el haber fijado en el contrato cláusulas menos ventajosas que las que hubiera establecido de no existir dolo, lo que, en muchas ocasiones, se concretará en una adaptación del precio pagado”. Para ASÚA GONZÁLEZ, La culpa, cit, pp. 270-271, sin embargo, si el declarante opta por confirmar el contrato anulable, exigiendo el resarcimiento de daños y perjuicios “estaremos en un campo distinto del sugerido para la responsabilidad ‘’in contrahendo’’ pues se habrá entrado ya en la esfera del contrato”.

60 Sobre la extensión de la indemnización prevista en el art. 1270,II C.c. vid. MORALES MORENO, en Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, pp. 416-418.

61 Como dice LARENZ, Allgemeinerteil, cit, p. 399, se requiere llegar a la conclusión de que, de haberse informado sobre los extremos ocultados, el engañado se habría abstenido de contratar.

62 Como observa MORALES MORENO, Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, p. 386.

63 STS 29 marzo 1994, R.A.J., 1994, núm. 1403, fundamento de Derecho primero.

64 A pesar de que a propósito del dolo causante no existe en el Código civil una norma semejante a la contenida en el art. 1270,II (que obliga a indemnizar daños y perjuicios a quien comete dolo incidental), es communis opinio la de que, concurriendo aquél, el deceptus, no sólo puede demandar la anulación del contrato, sino también solicitar, en su caso, una indemnización de daños y perjuicios. Observa MORALES MORENO, en Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, que sería incoherente excluir la indemnización en los casos de dolo causante y ofrecerla en los casos de dolo incidental, ya que la anulación de contrato no repara todos los daños que pueden ser indemnizables. Téngase en cuenta que la acción de anulación del contrato por dolo y la acción dirigida a hacer efectiva la responsabilidad precontractual del deceptor son autónomas. Con la primera, se persigue la obtención de una sentencia constitutiva de la invalidez de un contrato imperfectamente formado, en cuanto tiene origen en una acto de voluntad carente de las notas de realidad o integridad. Como explica LARENZ, Allgemeinerteil, cit, p. 397, la acción de anulación protege la libertad en la determinación de la voluntad de los contratantes (“die Freiheit seiner Willensentschliessung”) y, por ello, procede, con independencia de que el dolo del destinatario haya causado, o no, prejuicio al deceptus. Cuestión diversa es que, como consecuencia de la restitución recíproca de las prestaciones, el declarante vea en parte reparado los perjuicios que el error le provocó. Sin embargo, ello no convierte la acción de anulación en resarcitoria, ya que el efecto previsto en el art. 1303 C.c. no tiene como finalidad indemnizar in natura al declarante, sino reponer las cosas a su estado originario, borrando los efectos producidos medio tempore por el contrato impugnado. Por el contrario, con la acción de responsabilidad precontractual se pretende la reparación de los daños experimentados a causa de la anulación por el contratante de buena fe, que ve lesionada su libertad negocial por la concurrencia de una causa de invalidez originada por el comportamiento antijurídico de la otra parte contratante (indemnización del interés contractual negativo). En este último punto, cabe recordar las certeras observaciones de ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 123 “Si bien el dolo vicio implica necesariamente la existencia de un ilícito precontractual (la maquinación insidiosa), es preciso evitar el asimilar esta última a la causa de nulidad; no es la propia maquinación ilícita la que ocasiona la nulidad, sino el vicio del consentimiento que ha engendrado”. Se explica, pues, que la tesis de la compatibilidad entre la acción de anulación y la de responsabilidad precontractual no suscite dudas, ni en la doctrina (es capital la aportación de DE COSSIÓ y CORRAL, El dolo, cit, pp. 365 ss.), ni en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que, como expone ASÚA GONZÁLEZ, La culpa, cit, pp. 269-270, ha admitido la indemnización de daños y perjuicios causados por la anulación del contrato en virtud de dolo vicio del consentimiento, esto es, por responsabilidad precontractual, si bien “nuestros tribunales se muestran, por lo que a la invalidez se refiere, absolutamente impermeables no sólo a la denominación sino al tratamiento e invocación de principios unitarios al respecto”. Existen así algunos fallos en los que se estima, tanto la pretensión de anulación por dolo, como la pretensión resarcitoria del deceptus. La STS 28 octubre 1974, R.A.J., 1974, núm. 3978, contempló un supuesto de error doloso: el demandado había vendido un local abuhardillado como habitable, a sabiendas de que dicho local había sido construido sin licencia municipal y que su destino a vivienda estaba prohibido por la Ordenanzas municipales. En primera instancia se declaró “inexistente” el contrato de compraventa, condenándose al vendedor a la devolución del precio recibido, con el abono de intereses, así como al resarcimiento de daños y perjuicios. En segunda instancia se confirmó la sentencia del juez a quo. Por su parte, el Supremo desestimó el recurso interpuesto contra la sentencia de segunda instancia, declarando que “la venta de un local como habitable, sin serlo a sabiendas de que tal destino resulta prohibido por la Ley, es evidente que constituye la causa ilícita declarada por el Tribunal de Instancia”. No entra, en cambio, a analizar los motivos en los que el recurrente denunciaba aplicación indebida o interpretación errónea de los arts. 1266, 1269 y 1270 C.c. “porque estimada la existencia de causa ilícita en el contrato, la concurrencia de dolo en el vendedor y error in substancia en el comprador resulta inoperante a efectos del fallo” (considerando segundo). La STS 26 octubre 1981, J.Civ., 1981, núm. 390, confirmó la sentencia recurrida, la cual había anulado un contrato celebrado con la finalidad de transmitir la totalidad de las acciones de una sociedad anónima, entre cuyos elementos patrimoniales se había hecho figurar un terreno o porción de monte de cuatro hectáreas, que realmente no formaba parte del patrimonio social de la sociedad vendedora, al estar integrado en un monte público. Pero, al mismo tiempo, la Audiencia había condenado a la entidad vendedora a indemnizar al comprador daños y perjuicios (según parece deducirse de la lectura del considerando undécimo de la sentencia del Supremo, con apoyo en los arts. 1101, 1102, y 1107 C.c.). La STS 1 octubre 1986, R.A.J., 1986, núm. 5229, reputó doloso el comportamiento del vendedor, el cual había silenciado que una parte significativa de la superficie de la finca enajenada estaba incluida en un Plan Parcial de Urbanización con destino a “Centro de Enseñanza General Básica”. En consecuencia, confirmó la sentencia recurrida, la cual había condenado al vendedor a la devolución de parte del precio percibido con el abono de los intereses legales “en calidad de daños y perjuicios” (aunque, más bien parece que dicha indemnización de daños y perjuicios no es otra cosa que el efecto de restitución recíproca de las prestaciones ex art. 1303 C.c.).

65 BIANCA, Diritto civile, cit, vol. III, p. 174.

66 Explica GALGANO, Il negozio giuridico, en Trattato di diritto civile e commerciale (dir. A. CICU y F. MESSINEO, continuado por L. MENGONI), vol. III, t. 1º, Milano, 1988, p. 444, que la acción de anulación (que, si estimada, conduce a la recíproca restitución de las prestaciones) puede no ser suficiente al efecto de eliminartodos los perjuicios que el dolo ocasionó al deceptus. Es el caso de los gastos hechos en atención al negocio inválido (que quedan inútiles, como consecuencia de la impugnación) y de las ocasiones contractuales favorables, perdidas como consecuencia de la celebración del negocio inválido.

67 Se discute cuál es el fundamento legal de la responsabilidad precontractual en la que incurre quien durante los tratos preliminares o al tiempo de la conclusión del negocio incurre en dolo grave in contrahendo. Tres son las soluciones posibles. En primer lugar, podría apoyarse la pretensión resarcitoria en el art. 1902 C.c. Solución ésta, que presupone obviamente la tesis, predominante en la doctrina española, italiana, francesa y suiza, de que la responsabilidad precontractual es un supuesto de responsabilidad extracontractual. En este sentido cabe hacer referencia a la autorizada opinión de DE COSSIÓ y CORRAL, El dolo, cit, pp. 370-372, quien considera extracontractual la acción para solicitar la indemnización de daños y perjuicios, precisando el autor que dicha acción está sujeta al plazo de prescripción del año previsto en el art. 1968.2º C.c. (aunque la tesis no la sostiene con igual firmeza para el caso que el declarante no demandara la anulación del contrato, considerando la posibilidad de entender que, en tal caso, la acción tendría carácter contractual y, en consecuencia, estaría sujeta al plazo prescripción de 15 años del art. 1964 C.c.). En segundo lugar, cabría incardinar la responsabilidad precontractual del deceptor en el art. 1270, II C.c. Para ello habría que propugnar una interpretación extensiva de dicho precepto, que, expresamente, se refiere, tan sólo, al dolo incidental). En tercer y último lugar, cabría considerar que el dolo causam dans sería subsumible, tanto en el ámbito de aplicación del art. 1902, como en el del art. 1270,II C.c. En tal sentido se pronuncia GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit, p. 44: “la víctima de cualquiertipo de dolo (causal o incidental) puede exigir la reparación de los daños que haya sufrido a consecuencia del mismo ejercitando la acción indemnizatoria prevista en el art. 1270.II; pero, en principio, parece también que el contratante doloso que infringió los deberes impuestos por la buena fe en la etapa precontractual ocasionando así un daño a la otra parte incurre en un ilícito encuadrable en el art. 1902 C.c.”. Semejante es la tesis mantenida por GARCÍA RUBIO, La responsabilidad, cit, pp. 170-171:“no parece acertado entender que el artículo 1270.2 CC (aplicable a cualquier supuesto de dolo) es una mera repetición inútil para un caso concreto de lo que ya establece el artículo 1902; por eso, aun con dudas, creemos que presenta naturaleza contractual o, cuando menos, que se trata de una de las acciones personales que no tiene señalado término especial de prescripción y, por consiguiente, debe prescribir en e fijado por el artículo 1964 CC”. Pero matiza la autora: “esta última perspectiva en ningún caso significa que el comportamiento malicioso que determina una voluntad de contratar viciada deje de ser una hipótesis susceptible de ser encuadrada en los artículos 1902 y concordantes”. Cuál de las soluciones expuestas es preferible? El interrogante planteado no admite fácil respuesta. Por de pronto, una cosa parece clara: quien obra animo decipiendi comete un acto ilícito que lesiona la libertad negocial ajena. Por ello, debe indemnizar al deceptus los daños que aquél experimenta como consecuencia de haber celebrado un contrato inválido (si existen y, en cuanto no queden cubiertos por el mecanismo de la restitución recíproca de las prestaciones, a que llevará la sentencia estimatoria de la demanda anulatoria). El problema es el siguiente: ¿es imprescindible el recurso al art. 1270,II C.c. en orden a hacer efectiva la responsabilidad precontractual del deceptor? Podría argumentarse que la aplicación del art. 1270,II C.c. no es que no sea imprescindible, sino que nisiquiera es posible, porque entre el dolus incidens y el dolus causam dans existe una diferencia sustancial: concurriendo el primero, el contrato es nulo; concurriendo el segundo, el contrato es válido. Pero dicho argumento parece escasamente consistente, porque el dolo, sea grave o incidental, “concurre en el origen, génesis y celebración de los contratos” (STS 28 febrero 1969, J.Civ., 1969, núm. 139, considerando séptimo). Es decir, se trata siempre de un dolus in contrahendo, que se liga a un comportamiento del destinatario contrario a los deberes de lealtad precontractual, el cual tiene lugar durante los tratos preliminares o al tiempo de la conclusión del contrato. Por ello, puede afirmarse que el dolo incidental constituye una genuina hipótesis de responsabilidad precontractual (tal y como sostiene MORALES MORENO, en Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, pp. 409-410). Ahora bien, lo dicho no prejuzga la cuestión de si, en orden a posibilitar el resarcimiento del interés contractual negativo, es, o no, preciso el recurso al art. 1270,II C.c., que, insisto, contempla, exclusivamente, el dolus incidens. Cabe llamar la atención sobre cuál es el estado de la cuestión en la doctrina científica italiana. El art. 1439 del Codice dispone que si el dolo no ha sido determinante de la prestación del consentimiento, el contrato es válido, aunque, en ausencia de aquél, hubiera sido concluido en condiciones diversas; pero el contratante de mala fe debe responder de los daños ocasionados. Tal norma sanciona una regla similar a la contenida en el art. 1270,II C.c., si bien, delimita, con mayor precisión, la noción de dolo incidental. Es de observar que los autores italianos, entre los cuales es pacífica la tesis de que el dolo grave da lugar a la anulación del contrato y a la indemnización de los daños y perjuicios, no se plantean la cuestión de si la acción de responsabilidad precontractual debe subsumirse en el art. 1439 del Codice. Sin duda, porque dicho precepto contempla exclusivamente el dolo incidental, y, así mismo, porque consideran innecesario el recurso a dicha norma. Lo que se discute, simplemente, es si la obligación de resarcir el interés contractual negativo que pesa sobre el deceptor deberá de incardinarse en el ámbito de aplicación del art. 1338 del Codice (conforme al cual la parte que, conociendo la existencia de una causa de invalidez, no da noticia de ella a la otra está obligada a resarcirle el daño ocasionado por haber confiado sin culpa suya en la validez del contrato) o en del art. 1337 del mismo cuerpo legal (el cual sanciona la regla general de que las partes deben comportarse conforme a las exigencias de la buena fe durante los tratos preliminares y en la formación del contrato), tesis ésta última, por la que se inclinan PATTI/PATTI, La responsabilità, cit, p. 203. Pienso que en nuestro Derecho tampoco es necesario el recurso a una aplicación extensiva del art. 1270,II C.c. para dotar de fundamento legal a la acción de responsabilidad precontractual de quien incurre en dolus causam dans, porque, como subraya GARCÍA RUBIO, La responsabilidad, cit, pp. 170-171, dicha acción encuentra perfecto encaje en la norma del art. 1902 C.c., la cual -creo yo- es la regla general a la que son reconducibles las hipótesis de responsabilidad precontractual que no están expresamente contempladas por otra norma (el razonamiento, presupone -lo reconozco- que se ha adoptado una previa toma de posición inicial en torno a la calificación de la responsabilidad precontractual como extracontractual). Junto a este razonamiento, podría intentarse otro, que me anticipo a calificar como aventurado, y que simplemente me permito apuntar. La doctrina da por sentado que, en el caso del dolo incidental, la acción de indemnización de daños y perjuicios nace del art. 1270, II C.c. Sin embargo, me pregunto si realmente dicho precepto está concediendo una acción al deceptus o, por el contrario, dada la sede donde se ubica (vicios del consentimiento), aquél tiene como única finalidad la de delimitar negativamente el concepto de dolo-vicio. Si así fuera, no habría porqué pensar que la acción para hacer efectiva la responsabilidad precontractual del deceptor deriva del art. 1270,II C.c., cuyo función sería, tan sólo, la de excluir la relevancia invalidante del dolus incidens. Podría, en definitiva, pensarse que la acción de responsabilidad precontractual encuentra fundamento en el art. 1902 C.c., en el que, en mi opinión, son reconducibles, con carácter general, los supuestos de culpa in contrahendo y cuya aplicación no excepciona el art. 1270,II C.c. Pero, en todo caso, lo que me parece rechazable es la tesis, según la cual la pretensión resarcitoria podría fundamentarse, bien en el art. 1902 C.c., bien en el art. 1270,II C.c.A mi entender, si se opta por incardinar la acción tendente a hacer efectiva la responsabilidad precontractual del deceptor en el art. 1902 C.c. no se puede sostener simultáneamente la posibilidad de subsumir dicha pretensión en el art. 1270,II C.c. ¿Qué daño sería resarcible por éste último precepto que no estuviera cubierto por el art. 1902 C.c.? Creo que ninguno, ya que nos encontramos ante una pretensión indemnizatoria, que nace de un mismo acto ilícito (dolo in contrahendo), y que se dirige a la obtención de un resultado idéntico, a saber, el resarcimiento del interés contractual negativo. Por último, téngase en cuenta que, aceptado que la responsabilidad precontractual del deceptor encaja en el art. 1902 C.c., la acción para hacerla efectiva prescribirá en el plazo del año previsto en el art. 1968.2º C.c. Pero, ¿cuando comenzará a computarse el plazo? La cuestión es dudosa. DE COSSIÓ y CORRAL, El dolo, cit, p. 371, parece inclinarse por iniciar el cómputo del plazo, a partir de la celebración del contrato. Por el contrario, GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 33-38, a propósito de la acción de responsabilidad precontractual por error imputable a negligencia del destinatario (que la autora subsume en el art. 1902 C.c.), entiende que el cómputo del plazo de prescripción ha de iniciarse desde el momento en que el declarante conoce que el cocontrante incumplió el deber de información que pesaba sobre él. Cabría, pues, trasladar esta última idea en el supuesto que nos ocupa, propugnado fijar el dies a quo del plazo de prescripción de la acción de responsabilidad precontractual en el instante en que el declarante se percatara de haber contratado bajo la influencia del dolo del destinatario. Sin embargo, me permito apuntar una objeción. Si lo que se pretende es el resarcimiento del interés contractual negativo, esto es, los daños experimentados por haber confiado el declarante en la validez de un contrato que, a la postre, resultó nulo, me parece cuestionable que el plazo de prescripción pueda empezar a correr mientras que no haya recaído sentencia estimatoria de la demanda de anulación, ya que hasta tal momento no se habrá originado propiamente el daño.

68 BIANCA, Diritto civile, cit, vol. III, p. 180.

69 Nos encontramos aquí ante una reticencia ilícita, pero no dolosa. Se trataría, en definitiva, de una reticencia negligente. O, como dice MORALES MORENO, El dolo como criterio de imputación de responsabilidad, A.D.C., 1982, p. 641, de una reticencia no intencional. Expone el autor:“En la reticencia no intencional no existe ‘’animus decipiendi’’ y no puede afirmarse que haya dolo en sentido estricto. De ahí que cuando se exige que el dolo sea grave, como ocurre en el que vicia el consentimiento, la reticencia involuntaria no pueda ser considerada. Pero eso no significa que la reticencia no intencional tenga que carecer siempre de efectos”. Concretamente, la reticencia negligente, a mi juicio, determina la excusabilidad del error en los juicios de validez ex art. 1266 C.c.

70 STS 14 junio 1943, J.Civ., 1943, núm. 48, considerando tercero.

71 STS 18 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 121, fundamento de Derecho tercero.

72 STS 18 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 121, fundamento de Derecho tercero; STS 28 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6820, fundamento de Derecho quinto. Por consiguiente, cuando el interés del destinatario a la conservación de la validez del contrato no sea digno de protección, resulta improcedente privar al errans (negligente, o no) del derecho de impugnación que le reconoce el art. 1266 C.c. Se explica, pues, que la jurisprudencia valore el comportamiento negocial del destinatario en sede de excusabilidad para determinar si el sacrificio del derecho de impugnación del declarante que incurre en un error negligente (en cuanto evitable mediante el uso de una regular diligencia) encuentra justificación en la existencia en la parte contraria de una confianza legítima y razonable en la corrección de la declaración y, por ende, en la validez del contrato. Dice la STS 4 enero 1982, J.Civ., 1982, núm. 5, el principio de la buena fe obliga a valorar desde el ángulo de la bona fides y de la confianza, no sólo la conducta del declarante, sino también la del destinatario, “pues si el adquirente tiene el deber de informarse, el mismo principio de responsabilidad negocial le impone al enajenante el deber de informar” (considerando quinto). E insiste la STS 14 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 92, en que el requisito de la excusabilidad debe ser apreciado, “teniendo en cuenta la condición de las personas, no sólo del que lo invoca, sino también de la otra parte contratante, cuando el error pueda ser debido a la confianza provocada por las afirmaciones o por la conducta de ésta” (fundamento de Derecho séptimo).

73 Es habitual afirmar, al menos, respecto de la jurisprudencia menos reciente, la resistencia del Tribunal Supremo, a anular el contrato por dolo, cuando puede anularlo por error. Cfr. ROJO AJURIA, El dolo, cit, pp. 259 ss.

74 STS 6 junio 1953, J.Civ., 1953, núm. 208, considerando tercero.

75 A pesar de que el recurrente, a mi juicio, con cierta habilidad, había tratado de justificar la validez del contrato argumentando que el error invocado era un error iuris (ignorancia de disposiciones administrativas): “la ignorancia de la Ley no excusa de su cumplimiento, y sabido es que cuando el error no es sólo de hecho, sino de derecho, este último no excusa ni favorece”. Téngase en cuenta que en la fecha en que recae el fallo la jurisprudencia del Tribunal Supremo todavía no había sentado la actual doctrina de indubitada inclusión del error de Derecho en el ámbito de aplicación del art. 1266 C.c. Con independencia, claro está, de que el recurrente estuviera confundiendo problemas diversos, a saber, el de la obligatoriedad de la Ley con independencia del conocimiento de sus destinatarios y el de la posible influencia que la ignorancia o defectuoso conocimiento de una norma puede desplegar en el proceso de formación del consentimiento de los contratantes. Por otro lado, no puede olvidarse que, si bien el error aludido era un auténtico error iuris, simultáneamente era también un error facti (sobre las cualidades jurídicas o calificación urbanística de la cosa comprada).

76 STS 20 enero 1964, J.Civ., núm. 355, considerandos quinto y sexto.

77 STS 14 febrero 1994, J.Civ., núm. 92, vid., en particular, fundamentos de Derecho tercero y cuarto.

78 En cambio, en un supuesto semejante, la STS 1 octubre 1986, R.A.J., 1986, núm. 5229, apreció la existencia de dolo, confirmando la sentencia de la Audiencia, que había anulado un contrato de compraventa, por habérsele ocultado al comprador (también extranjero) la existencia de un plan de parcelación que disminuía significativamente la superficie de la finca adquirida (que estaba incluida en un Plan Parcial de Urbanización con destino de “Centro de Enseñanza General Básica”). A juicio del Supremo el vendedor, “consciente de estas circunstancias no las advirtió, ni por escrito, ni verbalmente al comprador”, de lo que deduce la existencia de una reticencia dolosa, relevante ex art. 1269 C.c. (fundamento de Derecho tercero).

79 STS 7 enero 1964, J.Civ., 1964, núm. 11, vid., en particular, considerando tercero.

80 y ello, a pesar de rechazar las afirmaciones de la sentencia recurrida, según la cual “más bien hubo un conocimiento equivocado y no provocado” de la falta de conocimientos técnicos de los demandados. Dice el Supremo que, dado que en el contrato los destinatarios se habían comprometido a poner al servicio de la sociedad sus pretendidos conocimientos técnicos y comerciales (de los cuales carecían), y, posteriormente, actuaron intentando cumplir dicho deber, lo que determinó “el resultado desastroso del proyectado negocio”, el error del demandante no fue tan espontáneo como consigna la Sala sentenciadora (STS 7 enero 1964, J.Civ., 1964, núm. 11, considerando tercero). En realidad, existe un dato que autoriza a pensar que, más allá de pronunciamientos formales, la Audiencia no consideró el error absolutamente espontáneo. De otro modo, no se comprende porqué habría de condenar a los demandados a indemnizar daños y perjuicios (lo que no ha dejado de llamar la atención de MORALES MORENO, El error, cit, p. 330). Concretamente, en el motivo quinto del recurso se denunciaba la pretendida contradicción en la que había incurrido la sentencia recurrida, “al declarar la inexistencia de dolo y condenar al pago de daños y perjuicios que únicamente se reclamaban sobre la base de la concurrencia de aquél”. El Supremo no entra en el análisis de este motivo, que desestima por considerarlo incurso en un vicio de formalización. Pero, en todo caso, parece evidente que la Audiencia no pudo dejar de apreciar la existencia de un comportamiento antijurídico (no doloso, pero sí negligente) inductor de error, por parte de los destinatarios. De otro modo, no se puede explicar la obligación indemnizatoria a la que se les sujeta.

81 STS 4 enero 1982, J.Civ., 1982, núm. 5, considerandos quinto y sexto.

82 Quizás, porque, como observa ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 213, era más fácil probar que el error era excusable, en cuanto inducido por el comportamiento negocial ilícito del destinatario, que probar el animus decipiendi de aquél, lo que exigía la demostración de que conocía la no potabilidad de las aguas.

83 De hecho, en el fallo se afirma que la parte compradora carece de “una preparación específica en ese linaje de actividades industriales, no obtuvo la entrega de la empresa enajenada hasta la fecha del contrato definitivo, limitándose en los meses anteriores a recibir aprendizaje en el desenvolvimiento de la explotación (...) no podrá decirse que desatendió la diligencia media al abstenerse de ordenar aforos del caudal y sobre todo conceder plena credibilidad respecto a la bondad de las aguas, al basarse racionalmente para tal creencia en el documento librado por la Jefatura Provincial de Sanidad (...) con antigüedad que no llegaba a los dos meses en la fecha de dar su definitivo consentimiento para el otorgamiento del contrato, calificando el manantial de ‘’potable bacteriológicamente’’” (STS 4 enero 1982, J.Civ., 1982, núm. 5, considerando sexto).

84 STS 18 febrero 1994, J.Civ., núm. 121, vid., en particular, fundamentos de Derecho séptimo y octavo.

85 STS 28 septiembre 1996, R.A.J., 19996, núm. 6820, fundamento de Derecho quinto.

86 SAP Valladolid 5 mayo 1997, Act.Civ., 1997, @ 1472.

87 Ello hace que sean pocas las sentencias estimatorias de demandas de anulación por dolo. Aunque la escasez de fallos jurisprudenciales en los que se aprecia la existencia de dolo invalidante, en parte, es explicable por la circunstancia de que, en no pocas ocasiones, los comportamientos negociales contrarios a la buena fe (en los que, claro está, concurran los presupuestos de los arts. 1269 y 1270 C.c.) serán constitutivos de un delito de estafa, lo que explica la fuga hacía el ámbito penal de un buen numero de supuestos de dolo, que por ende quedan sustraidos al conocimiento de la jurisdicción civil. Obviamente, abordar la diferenciación entre la estafa penal y el dolo civil es cuestión que excede de las pretensiones de este trabajo. En todo caso, basta comparar el art. 248 del Código penal con el art. 1269 C.c., para llegar a la conclusión de que el tipo penal de la estafa presenta requisitos adicionales respecto de los que reclama el dolo. Como observa MORALES MORENO, en Comentarios, cit, ad arts. 1269 y 1270, p. 385, en la estafa se exige, allende del engaño, la existencia de un acto de disposición patrimonial que cause un perjuicio e, igualmente, el ánimo de lucro en quien la comete. Extremos éstos, que no requiere el art. 1269 C.c., con independencia de que también concurran en la generalidad de los casos de dolo civil. El autor explica tal diferencia entre ambas figuras en la diversidad del bien jurídico protegido: la libertad contractual, en el dolo; la integridad del patrimonio, en la estafa. La misma idea la remarca en la doctrina alemana LARENZ, Allgemeinerteil, cit, p. 399, cuando, al contraponer el dolo con la estafa, precisa que el § 123 BGB no protege el patrimonio, sino la libertad de decisión (“Entschliessungsfreiheit”). Esto es, la libertad de determinación de la voluntad que presupone la autonomía privada.

88 En el ámbito de la responsabilidad precontractual la valoración del grado de ilicitud del comportamiento negocial del destinatario podría tener alguna trascendencia. Ciertamente, el derecho del declarante a exigir el resarcimiento del interés contractual negativo existe siempre que el daño resultante de la impugnación del contrato sea consecuencia de una conducta ilícita imputable al destinatario.y, a tales efectos, basta que tal conducta sea considerada culpable, ya que el fundamento jurídico de la responsabilidad precontractual es el art. 1902 C.c. Sin embargo, para el caso de que el comportamiento negocial del declarante fuera también negligente, éste perdería toda pretensión resarcitoria contra el destinatario, operándose el mecanismo de la compensación de culpas. Lo que no tendría porqué suceder, si la conducta inductora del error hubiera sido calificada de dolosa, en cuyo caso el declarante no perdería la posibilidad de ejercitar la pretensión resarcitoria del interés contractual negativo, sino que, simplemente, vería reducido el quantum de aquélla. Parto de la premisa de que la culpa del errans no le priva del derecho al resarcimiento del interés contractual negativo en los supuestos en que la culpa de aquél concurre con un comportamiento doloso stricto sensu del destinatario, dada la distinta reprochabilidad de la conducta dolosa y negligente. Tal y como sostiene ASÚA GONZÁLEZ, La culpa, cit, pp. 287, en el ámbito de la responsabilidad precontractual en general.

89 Prima facie, pudiera parecer que la prueba del dolo es más sencilla que la del error. El error consiste en un estado psicológico de ignorancia o de defectuoso conocimiento de la realidad, que tiene lugar en el interior de la mente del errans. Por el contrario, de la tipificación efectuada por el art. 1269 C.c., resulta que el dolo es un vicio del consentimiento, caracterizado portener una proyección exterior (las palabras o maquinaciones insidiosas de la otra parte). Dicha idea ha llevado a un sector de la doctrina a sostener que el dolo es una causa de invalidez más fácil de demostrar que el mero error, el cual queda oculto en interior de la mens errantis (cfr., en tal sentido, p. ej., DE COSSÍO y CORRAL, El dolo, cit, p. 322). Sin embargo, en la moderna doctrina científica, tiende a insistirse justamente en la idea contraria, habiéndose afirmado que la mayor facilidad de prueba del dolo, respecto del error, es más teórica que real.Así, constata ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 204, que el examen de la jurisprudencia “muestra que la gran mayoría de alegaciones de dolo son rechazadas por falta de prueba”.y es que, como explica MORALES MORENO, El dolo, cit, p. 602, “en el dolo que produce la nulidad del negocio, la gravedad exigida por el Código (artículo 1270 I), unida a la inseguridad que produce el efecto, impone operar con cierto rigor en el momento de la prueba”. A mi entender, ambas tesis tienen algo de verdad, pero la cuestión radica en situarlas en su exacto ámbito. La prueba del error puede ser más difícil que la del dolo, en el caso de que aquél sea puramente espontáneo. Pero no, cuando haya sido provocado por el comportamiento del destinatario. Repárese en dos ideas. De un lado, en que el éxito de la acción impugnatoria ex art. 1269 C.c. no se subordina a la prueba de la mera existencia de palabras o maquinaciones insidiosas por parte del destinatario, sino que, además, se exige la demostración de que tales palabras o maquinaciones indujeron al declarante a un error determinante de la prestación de su consentimiento. Por lo tanto, al igual que sucede respecto de las demandas de anulación ex art. 1266 C.c., hay que demostrar que en el deceptus concurrió un estado de ignorancia o de falso conocimiento de la realidad, como consecuencia del cual prestó su consentimiento ad contractum.

De otro lado, es cierto que la existencia de maquinaciones insidiosas facilita la prueba de la existencia del vicio del consentimiento y de su carácter determinante. Pero esta ventaja juega, tanto respecto del dolo, como respecto del error. Como observa GESTHIN, La notion d’erreur dans le droit positif actuel, 3ª ed., Paris, 1971, cualquiera que sea el fundamento de la demanda de anulación, se admitirá más fácilmente la existencia de un error determinante, exigido en las dos hipótesis,“lorsque des manoevres dolosives auront été établies”.

Por último, ha de tenerse en cuenta que el dolo exige la difícil prueba del animus decipiendi del destinatario, extremo éste sobre el que se insiste infra, en el texto.

90 Pudiera sostenerse una pretendida mayor facilidad de prueba del dolo, respecto del error, argumentando que, a través del art. 1269 C.c., es posible que alcancen relevancia ciertas hipótesis de error (como el de valoración o el recayente sobre los meros motivos) no subsumibles en el art. 1266 C.c. (siempre, claro ésta, que se probara el animus decipiendi y la relación de causalidad entre las maniobras insidiosas del deceptor y la prestación del consentimiento por parte del deceptus). El argumento expuesto, que sería decisivo en un ordenamiento jurídico que estableciera una regulación del error extraordinariamente restrictiva, pierde mucha de su fuerza en el ordenamiento español. En éste, el art. 1266 C.c. (al igual que el art. 1110 del Code; y, a diferencia, p. ej., del art. 1429 del Codice o del art. 24 del Código suizo de las obligaciones) acoge una concepción predominantemente subjetiva del requisito de la esencialidad, reconociendo, como causa de invalidez, el error recayente sobre aquellas condiciones de la cosa que “principalmente hubieran dado motivo a celebrarlo”. Lo que permite atribuir relevancia al error sobre aquellas circunstancias constitutivas de la causa impulsiva de la celebración del negocio.

De ahí que la mayoría de los supuestos de dolo ex art. 1269 C.c. simultáneamente puedan ser considerados como auténticas hipótesis de error esencial, reconducibles al art. 1266 C.c. Lo que, sin embargo, no implica que el dolo-vicio siga conservando su utilidad en cuanto permitiría considerar como causas de anulación supuestos que no lo son de error-vicio (error sobre el valor o sobre los meros móviles internos de los contratantes), como también obviar la aplicación de aquellos preceptos que niegan la relevancia del error o de una clase de error en relación con ciertos contratos (es el caso del error de Derecho respecto de la transacción).

91 STS 21 junio 1978, J.Civ., 1978, núm. 285, considerando quinto; STS 29 marzo 1994, J.Civ., 1994, núm. 244, fundamento de Derecho primero.

92 STS 27 marzo 1989, R.A.J., 1989, núm. 2201, fundamento de Derecho tercero.

93 STS 30 junio 1988, R.A.J., 1988, núm. 5197, fundamento de Derecho cuarto.

94 ROJO AJURIA, El dolo, cit, pp. 204-205, insiste en las dificultades prácticas de prueba del animus decipiendi: “La determinación de la esencialidad del error se hace en relación con el contenido del contrato, y de acuerdo a mecanismos objetivos y criterios del tráfico. En definitiva, resulta más fácil probar un error acerca de la edificabilidad de un terreno (basta poco más que el precio pagado), el mal funcionamiento de una máquina, que los manantiales de agua no existen o son potables, que la prueba de la intención dolosa”.

95 La deslealtad del cocontratente -dice GHESTIN, La notion, cit, p. 107- “sert également à montrer à la fois vraisemblable et excusable de l’erreur alléguée”.

96 Como observa DE CASTRO, El negocio jurídico, Madrid, 1971 (reedición, 1991), p. 116, la mala fe y la deslealtad del destinatario pueden constituir un dato decisivo en orden a convencer al juez de que el error recayó sobre la causa impulsiva del contrato.

97 En realidad, como observa ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 206, “cuanto más ampliamente se admite la relevancia jurídica del error, tanto desde la construcción dogmática como desde el punto de vista práctico, ‘’el dolo tiende a ocupar un papel secundario, subordinado al del error”.

El mismo fenómeno, de potenciación del error como causa de anulación del contrato (en detrimento del dolo) se da en la jurisprudencia francesa, según pone de relieve GHESTIN, La notion, cit, pp. 104 ss.

98 Que la inducción negligente a error constituye un ilícito civil, que origina la obligación de resarcir el interés contractual negativo me parece claro.

Así, en la doctrina científica italiana, BIANCA, Diritto civile, cit, p. 178, se refiere a la hipótesis de inducción culposa a error, por parte del destinatario o de un tercero, como una caso constitutivo de responsabilidad precontractual. Pone como ejemplo el error resultante de las falsas informaciones suministradas a una de las partes por una entidad bancaria acerca de la solvencia de un cliente. La banca -dice el autor- no está obligada a dartales informaciones, pero si decide darlas, debe atenerse al precepto de la normal diligencia y, por lo tanto, responde del daño ocasionado por informaciones “colposamente errate”.

En la doctrina científica alemana LARENZ, Allgemeinerteil, cit, p. 399, se plantea también el supuesto de error provocado por un comportamiento culpable (pero no doloso) de la otra parte contratante o de su representante, que negligentemente suministran informaciones inexactas sobre circunstancias determinantes de la prestación del consentimiento del declarante (se refiere, p. ej. a las manifestaciones inexactas, relativas a la posibilidad de un especial uso del objeto vendido en la empresa del comprador).y observa que, en tal caso, además de la acción de impugnación por error ex § 122 BGB, la jurisprudencia concede una pretensión de resarcimiento de daños por culpa en la conclusión del contrato (“wegen Verschuldens beim Vertragsschluss”).

En la doctrina científica francesa GESTHIN, Erreur, en AA.VV., La formation du contrat, cit, p. 482, sostiene que, a efectos de entender sujeto a responsabilidad precontractual al destinatario, cuyo comportamiento suscitó el error del declarante, basta “une simple faute, même non intentionnelle”.

También en la doctrina científica española se impone la tesis de que la inducción negligente a error constituye una hipótesis de responsabilidad precontractual, que da lugar a la consiguiente obligación resarcitoria. ASÚA GONZÁLEZ, La culpa, cit, pp. 266 y 268, califica, así, el error inducido culpablemente, como un caso de responsabilidad precontractual, que presupone un comportamiento reprochable (aunque no doloso) en la formación del contrato. Concretamente, alude al supuesto de “quien conociendo determinados extremos los calla, pensando que eran sabidos y ponderados por la otra parte (...) no se había calibrado bien la extensión de los conocimientos requeridos o se tenía una opinión muy optimista respecto a los que se poseían”. En favor de la tesis de que la inducción negligente a error da lugar a la responsabilidad precontractual de quien lo provoca se manifiestan también, p. ej., GARCÍA RUBIO, La responsabilidad, cit, p. 213; GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit, p. 32; ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 205.

Por lo que respecta al estado de la cuestión en la jurisprudencia, la STS 27 octubre 1958, R.A.J., 1958, núm. 3778, parece apoyar la tesis de que la responsabilidad del destinatario tiene lugar en el caso de error provocado negligentemente, esto es, cuando “una de las partes contratantes fue inducida a error por dolo o culpa de la otra” (considerando primero).

Sin embargo, hay que reconocer que son escasos los fallos jurisprudenciales en los que se anula el contrato por error y, al mismo tiempo, se impone al destinatario negligente la obligación de indemnizar daños y perjuicios. En tal sentido existen algunas sentencias del Tribunal Supremo, que confirman sentencias de instancia, que anularon un contrato por error (no por dolo) y condenaron al destinatario que lo provocó a indemnizar daños y perjuicios.

Es el caso de la STS 7 enero 1964, J.Civ., 1964, núm. 11, que confirmó la sentencia recurrida, que había anulado un contrato de sociedad, por error del socio que había aportado el capital necesario para el desarrollo de la actividad social, ante la falsa afirmación de los otros socios (que no habían realizado ninguna aportación dineraria) de que poseían la cualificación y los conocimientos técnicos necesarios para llevar a cabo dicha actividad. La falta de dicha cualificación profesional originó importantes pérdidas económicas para la sociedad. Es de observar, sin embargo, que, según resulta de los resultandos de la sentencia del Supremo, el precepto invocado por el socio demandante para fundamentar la indemnización de daños y perjuicios no fue el art. 1902 C.c., sino el art. 1101 C.c., cuya aplicación indebida se denuncia en el recurso de casación por los socios demandados, motivo éste, sobre el que no se pronuncia el Supremo, al entender que estaba incurso en un vicio de formalización.

La STS 20 noviembre 1973, R.A.J., 1973, núm. 4234, confirmó la de segunda instancia, la cual había anulado un contrato de compraventa por error del adquirente acerca del rendimiento y posibilidades productivas de la máquina adquirida. Pero, además, la Audiencia había condenado al vendedor a la devolución del precio, con el pago de intereses, y a la indemnización de daños y perjuicios en favor de la entidad vendedora.y del considerando primero de la sentencia del Supremo parece deducirse que el fundamento jurídico de tal obligación resarcitoria tampoco fue el art. 1902 C.c., sino el art. 1101 C.c.

Cabe concluir con ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 214, nota 97, afirmando que , si bien no es frecuente atribuir daños y perjuicios en los supuestos de anulación,parece claro “que es perfectamente compatible una anulación por error y una indemnización por negligencia”.

99 GARCÍA RUBIO, La responsabilidad, cit, pp. 163-164, y GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 33-38, apoyan la responsabilidad precontractual del destinatario (que con su comportamiento negligente provoca) el error en el art. 1902 C.c. En el mismo sentido parece inclinarse ROJO AJURIA, El dolo, cit, p. 214:“La anulación del contrato -dice el autor- se produce en todo caso, y tampoco la reclamación de daños exige el dolo, bastando la negligencia (art. 1902 C.c.)”. De modo que habrá que considerar que incurre en responsabilidad precontractual quien omite una diligencia regular o media en orden a evitar comportamientos negociales que induzcan a un error esencial en su contrario. Sin embargo, MORALES MORENO, El dolo, cit, p. 602, restringe la posibilidad de que el declarante pueda demandar del destinatario una indemnización de daños y perjuicios al caso en que concurra culpa lata de aquél, supuesto éste, que, a su juicio, tendría encaje en el art. 1270,II C.c., aplicando la vieja regla culpa lata dolo equiparatur.

100 La solución que propongo, conforme a la cual la negligencia del declarante despliega diversas consecuencias en el ámbito del juicio de validez del contrato y en el de al responsabilidad precontractual, creo que puede justificarse en los siguientes argumentos.

En primer lugar, mediante el recurso a la equidad. Resultaría excesivo que quien incurre en un error evitable mediante una regular diligencia, no sólo pudiera demandar la anulación del contrato, sino también la indemnización del interés contractual negativo. No debe olvidarse que, junto al deber de informar de las causas de invalidez del contrato, que pesa sobre el destinatario, está la carga del declarante de autoinformarse de aquellos extremos importantes desde la perspectiva de la causa impulsiva de la celebración del negocio. No en vano, observa GALGANO, Il negozio, cit, p. 289, que uno de los problemas más arduos en el tema de la reticencia estriba en determinar los confines entre el deber de informar que grava a una de las partes y el deber de autoinformarse que incumbe a la otra.

En segundo lugar, debe tenerse en cuenta que la compensación de culpas determina el resurgir de reglas generales, que son diversas en el juicio de validez negocial y en el de responsabilidad precontractual. En el primero, la regla general es la de tutela de la realidad e integridad del consentimiento, la cual resurge, cuando el examen de las circunstancias del caso concreto lleva a la conclusión de que el sacrificio del derecho del errans a la impugnación del contrato carece de justificación, porque la declaración no suscitó en el contrario una confianza legítima y razonable, merecedora de protección. En el segundo, la regla general es que nadie responde extracontractualmente de un daño sino existe un nexo de casualidad entre la producción del daño y la propia conducta, nexo de causalidad, que, como explica BIANCA, Diritto civile, cit, vol. III, p. 176, se rompe cuando, junto con la culpa del destinatario (que omitió el deber de información), concurre la del declarante (que no usó de una regular diligencia en orden a la evitabilidad del error).

El método comparado suministra un argumento adicional. El art. 1338 del Codice establece la responsabilidad precontractual de quien dejó de comunicar a la otra parte la existencia de las causas de invalidez contractual, de las que tuviera conocimiento o que hubiera debido conocer desplegando una regular diligencia. Pero, exclusivamente, cuando quien pretende hacer efectiva dicha responsabilidad hubiera confiado, sin culpa por su parte, en la validez del contrato. Norma ésta, que la doctrina considera aplicable a los supuestos de error conocido, siendo communis opinio la de que hay que atribuir consecuencias diversas a la negligencia del declarante en orden a la evitación del error conocido en el juicio de validez del contrato y en el de responsabilidad precontractual. Así, se sostiene que, mientras la culpa del declarante no le impide demandar la anulación del negocio (ex art. 1428 del Codice), sin embargo, le priva del derecho a solicitar la indemnización derivada de la responsabilidad precontractual en que incurre el destinatario, por no haberle manifestado la existencia de la causa invalidez del contrato (ex art. 1338 del Codice). PATTI/PATTI, Responsabilità, cit, p. 195, resaltan la dicotomía a la que da lugar la negligencia del declarante, observando que aquélla obsta a la anulación del contrato, pero es un límite al derecho al resarcimiento de los daños derivados de la obligación de comunicar la existencia del error.

101 En la doctrina científica española existe, así, un claro estado de opinión favorable a la tesis de la relevancia invalidante del error, cuando éste, fuera conocido por el destinatario al tiempo de la conclusión del contrato, incluso aunque fuera reprochable al declarante la omisión de una diligencia media en orden a su evitación. Para DIEZ-PICAZO/GULLÓN BALLESTEROS, Sistema de Derecho civil, vol. I, Introducción. Derecho de la persona. Autonomía privada. Persona jurídica, 8ª ed., Madrid, 1995, p. 499 “un error inexcusable debe poseertrascendencia anulatoria del negocio cuando (...) fue reconocido (...) por la otra parte (...) Lo contrario llevaría a la solución inicua de que es lícito aprovecharse del error sufrido por otro”. Solución ésta, que, a su juicio,“puede apoyarse en la doctrina jurisprudencial, que atribuye plenos efectos a la voluntad declarada, aunque no coincida con el querer interno, si la divergencia es imputable al declarante por malicia o por haber podido ser evitada con el empleo de una mayor diligencia, siempre que, además exista ‘’buena fe’’ en la otra parte” (citan, al respecto, SSTS 23 mayo 1935, 27 octubre 1951 y 16 noviembre 1956). Conviene llamar la atención sobre la circunstancia de que los autores identifican las nociones de error inexcusable y de error negligente, identificación ésta, que no comparto, ya que, en mi opinión, el conocimiento del error por parte el destinatario es una circunstancia que sirve para delimitar el concepto de excusabilidad. Por ello, el error conocido, aun negligente (desde la perspectiva del comportamiento del declarante) ha de ser calificado como excusable (lo que, a mi entender, sólo sucederá en las casos en que el conocimiento del error, vaya acompañado de una reticencia reprochable desde la perspectiva de la buena fe).

En favor de la relevancia del error conocido por el destinatario se pronuncian igualmente ESPÍN CÁNOVAS, Manual de Derecho civil español, vol. III, Obligaciones y contratos, 6ª ed., Madrid, 1983; GULLÓN BALLESTEROS, Curso de Derecho civil. El negocio jurídico, Madrid, 1969, p. 41, y ROGEL VIDE, Derecho de obligaciones y contratos, Barcelona, 1997, p. 107.

Un tratamiento del problema que nos ocupa con matices propios es el que realiza MORALES MORENO, El error, cit., p. 230: “cuando el error ajeno es conocido y no advertido se han de soportar las consecuencias del mismo”. Pero el autor, a mi juicio, muy certeramente reconduce la cuestión de la relevancia invalidante del error conocido a la omisión, por parte del destinatario, del deber de información de la existencia de las causas de invalidez contractual por él conocidas, en definitiva a la existencia de una reticencia reprochable desde la perspectiva de la buena fe in contrahendo.Tesis ésta, que comparto.

Algún comentario suscita la opinión de LUNA SERRANO, Los vicios del consentimiento contractual, en LACRUZ et alii, Elementos de Derecho civil. II. Derecho de obligaciones, vol. 3º, Teoría general del contrato, 2ª ed., Barcelona, 1987, p. 73. Dice el autor que si el destinatario advierte el error no es necesario que “sea excusable para quien lo sufre, pues el requisito de la excusabilidad, tal como está configurado en nuestro sistema, se exige en función de que sea el que yerra quien impugna el contrato y hay que favorecer, incluso por razones éticas, que el otro contratante, advertido del error, pueda, si quiere, anular el contrato”. Nada que objetar a la regla de la relevancia del error conocido (por más que se vuelva a producir la identificación conceptual entre las nociones de error negligente y de error inexcusable). Pero no comparto la idea de que el contratante que no erró, esto es, cuyo consentimiento no estaba viciado al tiempo de la conclusión del contrato, pueda demandar la anulación ex art. 1266 C.c.Tal tesis -que el autor apoya en el art. 1302 C.c.- me parece difícil de sostener. Porque, aun admitiendo que debe rechazarse una visión estrictamente voluntarista del error, no lo es menos que aquél, sigue siendo un vicio del consentimiento, por que sólo quien lo sufre puede invocarlo.

El estado de opinión de la doctrina científica española parece corresponderse con el disfavor con que las legislaciones y doctrinas científicas foráneas tratan al error conocido.

Por lo que concierne a las legislaciones que abordan la regulación del error partiendo del principio de tutela del consentimiento (con el correctivo del principio de responsabilidad, objetiva o por culpa), es de recordar que tanto el § 122 BGB, como el art. 26 del Código suizo de las obligaciones, excluyen la obligación resarcitoria que, respectivamente, imponen a todo errans (la norma alemana) o al errans negligente (la norma helvética), cuando el destinatario conoció la concurrencia de la causa de nulidad al tiempo de recibir la declaración.

Por cuanto respecta a los ordenamientos jurídicos, que (como el italiano o el austriaco) acogen el principio de tutela dell’affidamento o Vertrauentheorie, en la doctrina italiana (cfr. PIETROBON, Errore, cit., pp. 237 ss.) está ampliamente consolidada la tesis de que el conocimiento del error por parte del destinatario excluye la aplicación del principio de tutela de la confianza (y ello, pese a dicha hipótesis no está explícitamente contemplada en el art. 1431 del Codice, que expresamente se refiere a la hipótesis de la recognoscibilidad), y el § 871,II del ABGB sanciona la relevancia invalidante del error conocido por la otra parte contratante.

102 En el Derecho foráneo encontramos ejemplos en los que la inducción objetiva a error, es decir, abstracción hecha de toda idea de dolo o culpa es tomada en consideración a diversos efectos.

Por lo que se refiere a sistemas que regulan el error, inspirándose en el principio de tutela del consentimiento, es de recordar que, según la doctrina germana, la obligación de indemnizar el interés contractual negativo, prevista por el § 122 BGB, no procede o debe reducirse en su cuantía, si el error es motivado por la actuación, aun no culposa, de quien pretende el resarcimiento, siendo habitual justificar dicha opinión en la aplicación analógica del § 254 BGB (cfr. ENNECCERUS/NIPPERDEy, Allgemeinerteil des Bürgerlichen Rechts, en ENNECCERUS/KIPP/WOLFF, Lehrbuch des Bürgerlichen Rechts, vol. I, parte 2ª, 50ª ed. revisada por H.C. NIPPERDEy,Tübingen, 1960, p. 1059).

Por lo que respecta a los sistemas basados en el principio de tutela de la confianza, el § 871,I ABGB sanciona la relevancia invalidante del error inducido por la parte contraria.y es pacífica en la doctrina austriaca la opinión de que, a los efectos previstos en dicho precepto, no se requiere que la inducción sea fruto de un comportamiento doloso o culpable. En este punto son tajantes MARKL/SCHOPPER, Irrtum.Allgemeines, en GSCHNITZER, Allgemeinerteil des bürgerlichen Rechts, 2ª ed. por C. FAISTENBERGER/H. BARTA (en colaboración con varios autores),Wien- New york, 1992, p. 640:“’’Veranlassen’’heisst verursachen. Gleich, ob vorsätzlich (Irreführung), fahrlässig oder ohne Verschulden (objektiv)”.

Sin embargo, el recurso al método comparado no nos permite apoyar una hipotética solución, favorable a la excusabilidad de todo error inducido.

Ténganse en cuenta dos argumentos.

En primer lugar, es cierto que los autores germanos consideran que la circunstancia de que el error haya sido inducido por el comportamiento negocial de la parte contraria, incluso sin dolo o culpa de aquélla, repercute en la suerte de la indemnización contemplada en el § 122 BGB. Pero la doctrina más reciente insiste en que la inducción a error, si no va acompañada de un reproche culpabilístico, no tiene porqué dar lugar a la extinción de la obligación de resarcir el interés contractual negativo, pudiendo provocar una simple aminoración de la cuantía de la indemnización (cfr. en tal sentido LARENZ, Allgemeinerteil, cit, p. 387, vid, en particular, nota 70).

En segundo lugar, es verdad que, a juicio de la doctrina austriaca, el § 871,I ABGB debe interpretarse en el sentido de que el error inducido es relevante, prescindiendo del dolo o culpa de quien lo provoca. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la legislación austriaca aborda la regulación del error, partiendo del principio de tutela de la confianza, y no del principio de tutela del consentimiento. Esto es, dando preeminencia al interés del destinatario a la conservación del negocio sobre el del declarante a la impugnación de la validez de aquél. Por ello, resulta justo que la mera demostración de que el error fue inducido determine la decadencia del principio de la Vertrauentheorie y autorice al errans a la impugnación. Pero tal consecuencia es desmesurada en el Derecho español, donde la regulación del error está presidida por el principio de tutela del consentimiento, por lo que predicar la relevancia invalidante de todo error inducido supondría una solución que conduciría a una desmesurada protección del declarante, en perjuicio del destinatario de buena fe.

103 STS 18 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 121, fundamento de Derecho tercero.

104 STS 28 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6820, fundamento de Derecho quinto.

105 En tal sentido parece inclinarse en la doctrina francesa GESTHIN, Erreur, cit, pp. 486. Dice el autor: “paraît devoir être toujours tenue pour excusable [el error] lorsqu’elle a été provoquée, ou même seulement favorisée, par la déloyauté de l’autre partie ou de son mandataire”. De donde se desprende -creo- que, a su juicio, el error no es excusable, por el mero hecho de haber sido provocado por el comportamiento del destinatario, si dicho comportamiento no es desleal.y más adelante el autor afirma que de lege ferenda la noción de error inexcusable podría ser útilmente precisada en el contexto más amplio de la “obligation de renseignements ou d’information”, la cual tiene como límite el de deber de autoinformación que pesa sobre todo contratante.

106 STS 18 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 121, fundamento de Derecho tercero; STS 28 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6820, fundamento de Derecho quinto.

107 STS 18 febrero 1994, J.Civ., núm. 121, fundamento de Derecho cuarto.

108 STS 28 septiembre 1996, R.A.J., 1996, núm. 6820, fundamento de Derecho quinto.

109 STS 9 octubre 1981, J.Civ., 1981, núm. 359, considerando quinto.

110 SAP Valencia 23 junio 1997, A.C., 1998, núm. 2001, fundamento de Derecho segundo.

111 STS 21 junio 1978, J.Civ., 1978, núm. 244, considerandos segundo, tercero, cuarto y quinto.

112 Recuérdese, así, que la STS 9 octubre 1981, J.Civ., 1981, núm. 359, considerando tercero, reputó inexcusable el error sobre la autenticidad de una obra pictórica atribuida a Sorolla, porque el errans (comprador) era persona experimentada en arte y había asumido la garantía de la autenticidad del cuadro en el catálogo de una exposición donde lo mostró al público.

Aunque, en realidad, cabe preguntase si lo realmente decisivo en orden a la calificación de la excusabilidad del error no sería el hecho de recaer aquél sobre una circunstancia, la autenticidad de una obra de arte, sobre la cual (fallecido el autor) nunca se puede lograr certeza plena, por lo que quien lo adquiere asume implícitamente (o debe asumir) el riesgo de sufrir un error.

De hecho, la SAP Valencia 23 junio 1997, A.C., 1998, núm. 2001, fundamento de Derecho segundo, consideró inexcusable el error del comprador, relativo a la autoría de un cuadro atribuido a Murillo, a pesar de que quien pretendía padecerlo no era un experto en arte. Es más, en la sentencia se afirma que el Tribunal no está seguro de que la opinión de la prestigiosa empresa Sothebys (según la cual el cuadro vendido no era de Murillo, aunque podía haber sido pintado en el taller de aquél) “no admite contradicción”.

113 Por ello, probablemente, habría que considerar inexcusable el error padecido por el coarrendatario de una concesión petrolífera, que vende su participación al otro coarrendatario, el cual había descubierto que en las inmediaciones de la finca sobre la que recaía la concesión existía un pozo (que él mimo explotaba) de notable valor. Del supuesto, extraído de la jurisprudencia norteamericana, da noticia KRONMAN, Errore, cit, pp. 306-307.

114 Como dice la STS 14 febrero 1994, J.Civ., 1994, núm. 92, fundamento de Derecho séptimo, el requisito de la excusabilidad debe ser apreciado, “teniendo en cuenta la condición de las personas, no sólo del que lo invoca, sino también de la otra parte contratante, cuando el error pueda ser debido a la confianza provocada por las afirmaciones o por la conducta de ésta”.

115 Caso éste, frecuente en la práctica.

Se plantea GÓMEZ CALLE, Los deberes, cit., pp. 21-22, el supuesto en que una mujer que siempre ha vivido en su pueblo natal tiene en su casa un cuadro, cuyo gran valor desconoce. Un especialista lo descubre y se lo compra. Dice la autora:“la información es valiosa, su coste es más bajo para el potencial adquirente y es imposible que éste perciba una prima de confianza. Sin embargo, no parece conforme a la justicia mantener aquí que el experto no tenga el deber de informar al lego del valor de lo que tiene; la solución, basada en consideraciones exclusivamente económicas debe con base en la buena fe”.

A mi entender, en tal supuesto, no existirá deber de comunicar el error ajeno, porque la imposición de tal obligación es desincentivadora de los procesos de búsqueda de informaciones que permiten una asignación más eficiente de los recursos. Lo que excluye la ilicitud de la reticencia y, por ende, su caracterización como dolosa. Ello no obsta a que el examen de las circunstancias del caso concreto puedan llevar al juzgador a la convicción de que el declarante incurrió en un error excusable y, por lo tanto, a anular el contrato, ya que la excusabilidad no está en función de que el destinatario haya obrado de buena fe, sino en función de que el declarante haya sido negligente. Sin perjuicio de que la mala fe de la otra parte contratante, de existir (lo que no ocurre, en mi opinión, en el supuesto que se examina) determine la excusabilidad de todo error, aun negligente, por aplicación del principio de compensación de culpas.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons