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Revista Ciencia y Cultura

versión impresa ISSN 2077-3323

Rev Cien Cult  n.9 La Paz jul. 2001

 

 

 

El pensamiento vivo de Medinaceli

 

 

Walter I. Vargas

 

 


 

Es imposible llevar a través de la
multitud la antorcha de la verdad sin
chamuscar aquí o allá una barba o
una peluca.

Lichtenberg

Si hay un año que en la vida de Carlos Medinaceli constituya algo así como un hito, es 1938. Había ordenado cuatro libros (uno de los cuales era un manual educativo, otro la célebre novela La Chaskañawi, un volumen de artículos de prensa juveniles, que titularía Páginas de vida, y el que es considerado hasta ahora el libro de crítica literaria más importante de la primera mitad de siglo en Bolivia: Estudios Críticos); con la esperanza de publicarlos, aunque ya no los sentía propiamente suyos, los encontraba terriblemente ingenuos y aldeanos. Y, por otro lado, fue invitado por un grupo de políticos e intelectuales potosinos a presentarse como candidato a senador en la Convención Constituyente que se instalaría ese año.

Así pues, el inteligentísimo hijo que nada más con un poco más de carácter y mundo está llamado al triunfo, como había sentenciado satisfecho su profesor Claudio Peñaranda en carta a la madre de Medinaceli cuando éste frisaba los 21 años; parecía en la puertas de acceder a eso que en Bolivia se llama éxito o triunfo, y que es la popularidad rebosante de recursos que proporciona la política local. El profesor de Estado, el periodista mal pago que durante casi veinte años había errado entre Sucre, La Paz, Potosí y los muchos pueblitos de la región, tenía ahora la posibilidad de solucionar su vida, en el sentido en que entendían esta solución muchos de sus amigos y parientes: hacer una carrera política y una familia.

La invitación revestía ciertamente el carácter de un homenaje a su trabajo intelectual, y a la postre resultaría muy indicativa de en qué medida Medinaceli no tenía el carácter aquel que le demandaba su profesor. Fue formulada por carta por uno de los primeros marxistas bolivianos, y si es posible detectar en la escritura el rubor y la incomodidad típicos del modesto ante una alusión a sus virtudes, léase la que por respuesta envía a su vez Medinaceli. El modesto suele hacer uso de alguna arma a mano para dislocarse del centro del tema, y Medinaceli lo consigue con humoradas. Pero a más de eso, también la carta permite ver su indisposición básica a prestarse a la creación de una imagen propia, acorde con la que usan normalmente los políticos de nacimiento. Y también deja ver una presciencia de su destino final que no tengo más remedio que llamar vocación para la derrota.

Cualquiera puede darse cuenta de su condición de pobreza, pero si además es intelectual en un país de analfabetos, puede vislumbrar con cierta facilidad que el camino para abandonar aquélla no es demasiado árido. En cambio, si de alguna manera se empieza a querer esa condición, se deja de ver de manera inconsciente una posible salida. Y aun si se la halla -para el caso la senaturía u otra posibilidad similar a las que optaron muchos de sus amigos cercanos- se la rechaza rápidamente como una amenaza.

La pobreza podía ser un motivo de queja permanente para Medinaceli, pero su contexto podía crear las condiciones de una posición privilegiada desde la cual mirar el mundo, una posición no exenta de cierta irresponsabilidad, pero dotada a cambio de mucha libertad. Ello podría eventualmente acarrearle problemas, como no poder procurarse un té con té, pero siempre era preferible a ver contenida su tendencia a decir lo que le parecía la verdad. En el caso de Medinaceli, tiene que haber jugado también un papel no desdeñable su temprana afición a estar borracho (vivo en comunión con la gran puta de la Naturaleza y con nuestro señor el Singani decía en una carta todavía juvenil), pues se sabe lo pregnante que puede ser el consumo de alcohol en una persona dotada de cierta taciturnidad.

Es irrelevante saber si su permanencia en la sombra durante los cinco meses que duró esa famosa reunión constituyente fue voluntaria o producto de su propia desorientacion en el tumulto de la política. Era natural que se perdiera y opacara ante la brillantez oratoria de un Céspedes, por ejemplo. Y que la rutina posterior del trabajo parlamentario le resultara anodina. Temería además de manera hasta simplemente intuitiva que estaba en riesgo la posibilidad de hablar libremente, ya de por sí golpeada por el simple hecho de existir en sociedad. Le era claro que la radical libertad a la que debe tender el escritor tenía como presupuesto el hecho de no representar sino a su persona: si acaso soy escritor, me represento a mí mismo: soy un escritor libre, nada más1.

Por lo demás, no hay que buscar mucho en sus propios artículos para entender que tenía una constitución intelectual, una sensibilidad kafkiana frente al poder, lo que lo alejaba de manera natural de éste y de su encarnación moderna par excellence: el dinero. El dinero no es una sustancia fabricada sólo en Londres, como comunmente se cree, y acumulada en los bancos, sino una materia hecha en los infiernos con el cobre de los calderos donde hierven las malas pasiones, y arrojado al mundo por Satanás. Los monederos de Londres y los banqueros de Nueva York son los agentes del diablo en este mundo. Donde se mezcla el dinero no hay cosa que permanezca pura: por el dinero se traiciona a la patria y se mete uno a político, lo que es lo mismo; por el dinero las doncellas púdicas se venden y los sacerdotes perdonan todos los pecados; por el dinero el marido prorratea a la esposa y un hijo es capaz de asesinar a su padre, por lo menos, hace lo posible para que se muera pronto, para heredarle, si es rico. Todo esto, por sabido, se calla. Por eso los hombres se meten a comerciantes, a turcos, a conferencistas, a parlamentarios, a martilleros, a políticos, a coroneles, a jueces, a doctores, a sacerdotes, en fin, a todas las profesiones lucrativas. Parece en verdad que uno estuviera leyendo la visión de mundo de un Celine, que no la de Medinaceli.

En cuanto toca a la necesidad de mundo, sabido es que jamás salió de las fronteras del país y deambuló por la región que amaba pese a denostar su murria una y otra vez. Cuando pudo salir como secretario de la embajada boliviana en Buenos Aires, no pudo hacerlo porque finalmente su nombre fue desaconsejado, debido a que hablaría mal de Bolivia. De todas maneras, quien así trabajó para que no tomara un poco de aire en el exterior, pudo emitir un discurso, seguramente rimbombante y dolido en la tumba del escritor cuando éste falleciera.

Qué hubiera sido de Medinaceli en Buenos Aires, entra en el terreno de lo incognoscible, pero nos podemos hacer una idea si ya dejar Potosí y salir a La Paz le había hecho mucho mal, como sostiene su hermana. De cualquier manera, no ocurrió. Y dado que no podemos aferrarnos a otra cosa, cabe conjeturar que no estaba en los planes de Dios que fuera un Mariátegui, menos aún un Sanin Cano.

De manera que si Medinaceli poseía la suficiente inteligencia, no tenía ni el carácter ni podría adquirir mundo a fin de desenvolverse mejor en éste. A decir verdad, la simpleza de Peñaranda no permite ver que en realidad Medinaceli carecía de una inteligencia un poco más práctica. No consideró, por ejemplo, me refiero a Peñaranda, que eventualmente ésta puede ser incómoda y dañina. Lichtenberg redondeó uno de sus preciosos aforismos al respecto, exagerando bastante pero encerrando la idea que me interesa: Era un hombre tan inteligente que no servía para nada. Esto en referencia, desde luego, a aquello para lo cual el mundo exige que se debe servir de manera primordial y destacada. Considerando las cosas con la perspectiva práctica que no poseía Medinaceli, se puede imaginar por ejemplo que podía haber aprovechado su posición de senador para publicar, pero no lo hizo. Prefirió hacerlo por cuenta propia y recibir un libro plagado de erratas, como es fama2.

 

El escritor en la aldea

Así pues, después de su breve experiencia como senador nacional, mientras marxistas y nacionalistas de toda laya preparaban el caldo de la revolución y dirigían la historia en el sentido que se la dirigió esos años de transformación social, Medinaceli optó por retornar a la aldea. Aunque no precisamente, porque esta vez, y hasta que murió a los cincuenta años, retornó y permaneció largas temporadas en La Paz. A continuar su vida para lo que estaba hecho: leer y escribir.

Y no se puede decir que en este aspecto careciera de resolución de ánimo. Después de extrañarse de que Moreno no se hubiera embrutecido después de haber leído tantos folletos bolivianos desarrolla el prólogo melancólico con el que recensiona la literatura boliviana que se había publicado en 1935: en Bolivia se produce tan poco digno de leerse, que yo he llegado a cobrar repugnancia al libro nacional. No tanto al antiguo sino al actual. Antes por lo menos, se escribía por dar desahogo a las malas pasiones.....Pero hoy sucede algo peor: hoy se publica por vanidad. Y las peores, naturalmente, son esas mujeres que escriben, a quienes les ha picado el morbo literario y se sienten plumíferas. Este sí que es un peligro social sobre el cual habrá que llamar la atención de la Policía Urbana.

No diré que estas palabras aún tienen vigencia (de hecho, en aquel tiempo aún las mujeres no publicaban), sino que ahora recién la han adquirido en su plenitud, y sin son injustas, sólo lo son porque no incluyen dentro de la admonición a la cantidad de mediocridades masculinas que se dan a la tarea de escribir en estos tiempos. Lo mismo, su irresistible actualidad, puede admirarse de su ataque a la máscara de la imparcialidad trás de la cual se esconde cierta manera de leer la literatura, y que muy luego, en nuestra actualidad, sería la divisa de la crítica literaria. Volveré sobre esto.

Es famosa la dureza con la que trató Medinaceli a algunos escritores o libros bolivianos, pero para desechar rápidamente la acusación provinciana de que semejante actitud estaba alimentada por envidia, maldad o espíritu destructor, habrá que rescatar esta otra frase cuyo mérito está en que se priva de cualquier comentario personal y en cambio nos proporciona una opinión general de cómo consideraba en realidad a la literatura boliviana: el panorama de la literatura nacional ofrece la visión de la parda uniformidad de una llanura donde no hay más que dos o tres cumbres de modesta altura, y el resto, montones de piedra y de tierra que, por algun error de perspectiva, parecen tambien, algunas veces, otras cumbres, pero que, vistos de cerca, no son más que eso.

Dos o tres. Una de ellas era con seguridad Moreno. Y no se puede sobrestimar en qué medida Medinaceli encontró en él la fortaleza necesaria para no renunciar a la posición que había asumido. La hizo explícita cuando luchó porque se publique una antología del escritor cruceño, en ocasión de su centenario, en 19363. Al tiempo que lo defendía frente a Tamayo, encontró en Moreno la autoridad que le facilitara una explicación de que sus denuestos, por difícilmente comprensible que resulte esto en Bolivia, provenían de un amor exacerbado por la patria.

Lo curioso es que este énfasis es más bien aislado en su obra. Al punto que el Medinaceli más popular es en todo caso el "bolivianista" avant la lettre, que se dedicó a tomar apunte de manera benevolente de la literatura nacional para mejor valorarla, según la tradición encomiástica y notablemente aburrida que se prolonga hasta ahora cultivada al alimón por creadores y críticos.

Porque a decir verdad, existe un Medinaceli muy dado a hacer esta labor de jardinero en una tierra eriaza. La incansable tarea de revistero que llevó durante los años cuarenta lo alinearía tranquilamente del lado de los egregios "parteadores de cultura", como gustan repetir su emocionados comentadores. Y no estaría mal, pues la cultura tiene después de todo un aspecto institucional del que el crítico literario, con mucha menos libertad que el creador, no puede desprenderse, especialmente en la Bolivia de la época, donde todo estaba por hacerse.

Pero la contradicción subsiste. Y quizá pueda resolvérsela en parte acudiendo a una suerte de versión literaria de la diferencia entre vida privada y vida pública. Pues sería extraño que, siendo parte de la vida social, la literaria pudiera prescindir de las reglas de la cortesía y la convivencia, de la amabilidad. Más aún en el caso de Medinaceli, cuya posición de desamparo económico y hasta cierto punto social, tenía que moverlo a un temor permanente de perder el apoyo y la colaboración de alguna gente en La Paz que "movía" los hilos de la actividad cultural, como le ocurrió con Diez de Medina. Y por qué no incluir también esto como causa de las varias veces que dedicó demasiada bondad crítica a los escritos de los amigos, que algunas de sus dolidas víctimas usaron para "comprobar" la mala fe que lo poseía4.

En buena parte de su epistolario, en especial en las cartas enviadas a su amigo de más confianza, José Enrique Viaña, se puede leer, pues, al verdadero y más divertido de los Medinacelis, al que pugnaba por salir en sus artículos periodísticos pero apenas asomando la cabeza, golpeada por el látigo de domador de la buena conducta literaria boliviana. Y no sólo divertido, sino agriado.

Liberado de la compostura y el espíritu constructivo que se le exige al crítico, podía desarrollar la verdadera relación con el lenguaje que quería y le gustaba tener. Su moralismo cuestionador, como los moralismos modernos, aparenta el propósito de cambiar las costumbres, pero de manera inconsciente recala en la sátira pura, como en la mejor tradicion novelística del siglo XX, con el aderezo de un humor quechua puesto a punto por el desengaño. No debe haber consideración literaria más conmovedora en su obra, que la que dedicó a la imagen del profesor de Estado, para lo cual naturalmente tuvo a la mano al modelo todo el tiempo: Qué he resultado en la realidad? Lo más pobre, precisamente, lo más despreciable, lo más femenino, lo que menos energía requiere, 'maestro de escuela' y todavía mal pagado, muerto de hambre y de envidia, con el terno deshilachado y el vicio del cigarro, que como vicio, es lo que está a la altura de todos, hasta de vicio, es mediocre, es municipal y espeso.

Fue su mejor y más moderno personaje, no hay duda. Que no haya llevado este aspecto tan valioso de su personalidad literaria hasta su propia creación novelísica, La Chaskañawi, recalando infructíferamente en la misma pobreza costumbrista que había censurado en Mendoza o Arguedas, es algo que, para salir del paso, se puede provisionalmente atribuir a lo que Angel Rama llama la diferente hora que marcan los relojes atlánticos; porque, como sabemos, Medinaceli bebió hasta las heces la lección de Flaubert, y resolvió el realismo de éste en la típica imposición del color local a que se ató la novelística latinoamericana de la época. Lo cierto es que su novela no logra escapar a la camisa de fuerza de un regionalismo que renuncia por programa a la universalidad.

Era plenamente consciente del problema, que las novelas bolivianas no valen como obras de arte en sí, como creación, sino como documentos. Y sin embargo vislumbró, en base a su teoría historicista de los géneros literarios, que la gran novela de esta parte del continente estaba asomando la cabeza en un difícil parto. Basta como prueba de su perspicacia en el tema, que treinta años antes que Carlos Fuentes haya concluido en que uno de los grandes problemas, si no el principal, de la novela boliviana sea en la época la absorción del hombre por la naturaleza, por polémico que sea el asunto.

En relación con Moreno, además, Medinaceli guardaba otra afinidad absorbente, y era la sensación del bibliotecario o el coleccionista de papeles y libros, que a fuerza de tratarlos encuentra en ellos más comodidad que con la gente, una especie de segunda naturaleza, más pelada que fértil, a la que gustaba dedicar, siempre que podía, una excursión por vía de paseo rural.

La borrachera que al vicioso le proporciona auscultar papeles viejos puede tener efectos útiles a la larga, pero en su origen es una actividad irresponsable y desprovista de finalidad que tiene algo que ver con el manipuleo infantil de los juguetes, con la adopción de un primer patrimonio de cosas, sin valor de cambio y levantadas del suelo. Y Medinaceli vivió la experiencia en un ambiente de filisteismo como era el boliviano, que secretamente era menos lamentado que gozado, alcanzando un aspecto de profundo y deleitable humor que, por ejemplo, se encuentra en el Prólogo de su selección de la prosa modernista boliviana, cuando cuenta cómo disputaba los papeles de la historia boliviana con chancaqueras, ancuqueras, bizcochueleras, mantequeras.

Algo más. A sus ojos, tanto el filisteismo nacional como la venerable misión de historiador que admiraba en Moreno podían fácilmente convertir esa erotomanía especial por los libros en una tarea edificante y útil, cuando en realidad respondía al conocido afán por disolverse como individuo en una escala histórica que sólo la literatura o la historia bien escrita pueden proporcionar.

La pobreza del medio nacional, y la pobreza del medio específico en el que Medinaceli se movía, el pueblo o las ciudades del Sur del país, hacían más intensa su pasión por el hecho de que el libro distaba todavía de haber alcanzado su avatar actual, mera mercancía desechable por efecto de su producción y reproducción inacabables. Tener un libro en aquellas circunstancias, en cambio, entraba en el dominio de la espera amorosa y poco realista. Podemos imaginarlo leyendo lo que buenamente le caía, devorándolo una y otra vez, y tratando de ordenar en su cerebro las malas traducciones de Nietzche o Marx. Si se nos permite hablar en términos de edades humanas, Medinaceli es uno de aquellos postreros habitantes de la humanidad gutenbergiana, uno bien latinoamericano, de naturaleza porosa ante la culta Europa y con mucha reserva respecto de la civilización norteamericana que triunfaría resueltamente después. En ese sentido, cuán más europeos seremos siempre que los norteamericanos. Medinaceli lo intuía claramente ya de joven, cuando adhirió emocionado a las posiciones arielistas de Rodó y al nacionalismo defensivo español de un Unamuno, denostando con la misma ingenuidad que el uruguayo la afrenta a la cultura que había infringido la aparición del mercantilismo capitalista.

 

Indigenista malgre lui

Defender la posición de Moreno fue tan importante para la ubicación personal de Medinaceli, que no lo perturbó la conflictiva noción de patria que había sugerido el historiador, y que fuera violentamente impugnada tanto por Tamayo como por sus estrictos contemporáneos, como Gamaliel Churata. No le llamó la atención, y es cosa que tiene que asombrar, la velada propuesta de solución definitiva que para lo indígena boliviano había propuesto Moreno, al alimón con Nicómedes Antelo, en el famoso ensayo que Medinaceli pudo ya leer en los años veinte. Igual se entregó rendido a la suerte de hegelianismo americano de Mariátegui y Churata, según el cual, Hispanoamérica era el período colonial, Latinoamérica, la república, e Indoamérica la parada final del calvario histórico de un continente, una estación cuyo perfil se resistía a salir de las tumbras porque involucraba de manera mixturada cosas tan disímiles como el socialismo o la utopía americana, tal como la entendieron esta última gente como Vasconcelos.

Ya en ocasion de la publicación del Itinerario Espiritual de Bolivia, de José Eduardo Guerra, había defendido un muestrario de obras indigenistas que hoy nadie leería, a tal punto suponían una visión estática de lo indio, perfectamente diseñada en los temas que Medinaceli encargaba a la "verdadera" literatura boliviana: la anhelante inquietud de cumbre y la ansiedad infinita de la pampa, un sentido sobrio y humano, ese fundamental estocismo y desdén del sufrimiento propios del indio. Todo, como se ve, perfectamente inscrito en el primer indigenismo del que a decir verdad, era difícil que se librara Medinaceli, debido a que la urbanización no había aún destruido la simplicidad maniqueista entre ciudad y campo.

La crítica literaria fundada en alguna de las versiones del nacionalismo defensivo tiene el inconveniente de que tarde o temprano se rinde al catecismo ciudadano. Medinaceli llevó las cosas tan lejos como para aprovechar su concepto de pesudomorfosis y descubrir el paisaje andino no sólo en los poemas de Freyre, sino en los del Tamayo de La Prometheida; y hay que decir que, por lo menos aquí, tenía razón Guerra cuando manifestaba su escepticismo al respecto. Dar un paseo por la sociología y los problemas sociales del país podría servir a algún propósito político cultural, pero el precio era la pérdida de la perspectiva literaria. Erraba y acertaba respectivamente cuando decía que El Alto de las Ánimas era una buena novela y que Marina era muy mala, pero en cualquiera de los dos casos, estaba en juego su criterio de lector y no los esquemas maniqueos del indigenismo y el anti indigenismo que aplicó en otras muchas oportunidades. El sociologo enterró con más frecuencia de la que nos hubiera gustado al excelente y exigente lector que fue Medinaceli.

Una vez que uno se instala en el púlpito del predicador culturalista, es difícil detenerse y la razón es llevada con agilidad en las alas de la profecía y el deseo. De esa voluntad no hay más que un paso hacia la programación de los temas o personajes literarios, lo peor del indigenismo y socialismo que nos dejaron sus contemporáneos. Mal latinoamericano, por supuesto, el de la urgencia de definirse ante el extranjero, y para ello recurrir a la autoctonía. Borges era un desconocido aún (aunque hay una nota que permite entrever que Medinaceli habia leído algo de él). Pocos habían recibido su lección de libertad al hacernos entender que se es fatalmente boliviano o argentino, y que esta condición republicana es la determinante en nuestra época, por encima de otros que el indigenismo andino gustaba de cultivar, como el de la presencia avasalladora del paisaje. Este dejaría en nuestra época de fungir de una manera tan pregnante, cuando los campesinos salieron en masa a las ciudades.

Afortunadamente, Medinaceli podía un día asumir una opinión tan estrecha como la comentada, y al siguiente que urgía occidentalizar lo más pronto posible al indio, para ponernos al nivel por lo menos de Argentina y Chile, que nos aventajan enormemente por su rápido proceso de occidentalización; podía decir en relación al indio, que no pudiendo ponerlo de lado como a modesto obstáculo, estamos obligados a transformarlo de inconveniente en beneficio.

Estas y otras muchas citas similares que suelen abundar en sus artículos no tienen mucha importancia hoy por hoy, pero su cita permite saber hasta que punto Medinaceli se movía desorientado ante las presiones del batiburrillo ideológico de la época. La comodidad, la facilidad con la cual se movía entre ambas posiciones extremas no es más que una prueba de lo mal planteado que estuvo el problema desde el principio, pero no hay que acusar de ello a Medinaceli sino a la época. Y en cambio, tal mareo tiene la virtud no desdeñable de que permite restituir una libertad crítica frente al devenir cultural, que arrojó como resultado el cultivo de terrenos más propicios.

Además de su propia autoconversión en el personaje profesor o el periodista esclavizado por la rigidez del mundo (Qué fatidica tarea. Dar la opinión, a diario, sobre todos los asuntos que no nos importan) están, por ejemplo, sus lecturas admirativas de Dostoievsky o Nietzche. Y está también una aproximación a la peculiaridad americana de la cultura a través de una suerte de teoría de la modernización avant la lettre, que en vez de juzgar y separar aguas entre lo verdaderamente nacional y lo antinacional, lee las obras como parte de un enorme proceso de mundialización. Así conecta auspiciosamente, por ejemplo, en un artículo escrito a propósito de la publicación del diario de Arguedas, la primera guerra mundial con la periclitación final de la cultura europea y el surgimiento de un nuevo concepto de cultura universal.

Medinaceli podía juzgar en otros momentos de manera mucho más aceptable la extraordinaria valía de la obra de Jaimes Freyre, (otra de las cumbres, sin duda), y en general el modernismo, como parte de la lírica moderna inaugurada por Baudelaire. Podía igualmente comprender el vanguardismo como una ruptura cultural que contaría en América con uno de los más asombrosos genios literarios, César Vallejo, y no como la aurora civilizatoria del subcontinente, como la posición americanista quería. De manera parecida a la de Borges, e incluso sin haber incurrido personalmente en alguna forma de escritura de estilo experimental, como hiciera el argentino, rechaza el vanguardismo poético asumiendo como la verdadera tradición poética a la que legó el modernismo. Para él, detrás de los fulgores de la vanguardia latinoamericana, florecen los siempre ubicuos oportunismo y falsedad que serán siempre parte de la literatura pasajera: el vanguardismo, diversificado en tantos 'ismos' como poetas hay, apenas reunidos en minúsculas capillitas o coteríes de bombos mutuos, desde el creacionismo del chileno Huidobro, el jitanjaforismo de Emilio Ballagas en Cuba, hasta el estridentismo de Maples Arce en Méjico.

Apenas es necesario decir que las empresas voluntariosas de escritores fugaces de la actualidad son igualmente individuales y ambiciosas, sólo que han cambiado la promoción del ismo por el marketing propio y el de su editorial o manager literario. Las palabras de Medinaceli son tan útiles hoy que incluso los esfuerzos para resucitar una vanguardia poética, de un Octavio Paz y sus muchos acólitos, pueden encontrar una lápida anticipada en la burla que Medinaceli hace de la ocurrencia de hacer poemas tipográficos, igual a aquellos poemas de la decadencia romana vesificados en forma de mesas, copas o huevos. Cabe, sin embargo, lamentar que lo que verdaderamente quedó, un Vallejo o el Neruda de las Residencias, no haya sido objeto de lectura por parte de Medinaceli.

Finalmente, la misma libertad irreconciliable sirvió para que tampoco cayera en las tentadoras redes de la comprensión histórica de la izquierda más política. No hay noticia de que hubiera leído Nacionalismo y Coloniaje, esa suerte de materialismo histórico para uso local que iluminó el camino no sólo de los nacionalistas sino de los marxistas, por ejemplo. Medinaceli bebía de la atmósfera, y quizá eso lo salvó de la impugnación que caracteriza a todo escritor que empieza a pensar ideológica y no personalmente. Su consumo desordenado y bulímico, a través de multitud de folletos y libros, del abC marxista, no llegó a permear el sentido de continuidad cultural que inconcientemente, o reprimido, tenía en su fuero interno de escritor. Por eso pudo escribir en los años cuarenta un par de emocionados artículos acerca de la relacion de sus familiares con los mineros Aramayo, uno de ellos biografiado por Costa du Rels esos años, toda gente no muy apreciada por los directores ideológicos de la época, como se sabe. La emoción provenía de la comprobación de que uno de sus antepasados había participado junto a Aramayo padre en una batalla en defensa del gobierno democrático de entonces. Y sobre todo, del descubrimiento conceptual de un cogollito hispánico, "la Gascuña boliviana", del cual provenía. Hasta qué punto la pérdida del sentido señorial del mundo proporcionada por esta cultura y la eflorescecia de lo mestizo e indio, fueron causas para Medinaceli del fracaso nacional, es algo que la imagen populista de Medinaceli ha reducido a las sombras. Y sin embargo, quizá sea el verdadero Medinaceli, el que tras el fragor ideológico sobrevivía indemne. No por nada ese homenaje a Aramayo fue lo último que escribió, en mayo de 1949.

 

La herencia

A despecho de muchos otros comentaristas, no diré que Medinaceli no debió morir a los cincuenta años y que el país lo necesitaba. Podría decirse más bien que no estaba hecho para vivir demasiado. En los últimos años en La Paz, parece haberse vuelto realmente agrio y prepotente con los "jóvenes" a quienes se les había ocurrido hacer una segunda versión de Gesta Bárbara, pero lo más probable es que no le importara demasiado, absorbido como estaba por el alcohol. Podía, según su querida hermana, pasar un mes tomando y sin comer demasiado.

Y sin embargo, como otros grandes bebedores, era en realidad episódico, y en cuanto se ponía a escribir, responsable. Esos últimos años siguió escribiendo sobre cultura y carteándose con sus corresponsales, lo que hace ver que vivía lapsos de abstención y trabajo febril desprovistos incluso de su habitual desasosiego personal.

Para cuando murió, el terreno de la revolución estaba abonado y estalló pocos años después. La novela y el cuento, aquellos géneros a los cuales Medinaceli exigía más como espejo estendhaliano de la realidad, poco pudieron hacer ante el hecho de que no pasaran de tímidos logros, como algunos cuentos de Oscar Soria. Y la crítica, languideció en las columnas de Monseñor Quirós hasta recluirse, ya completamente inofensiva, en el hospicio de una academia universitaria recién inaugurada.

El hecho ha sido observado más de una vez, y en ámbitos culturales más desarrollados, en Norteamérica, por ejemplo, de manera más autoconciente. En casa también, sin embargo. Leonardo García Pabón escribió en los ochenta un ensayito que puede fungir casi como un manifiesto tardío de la nueva crítica. Al releer éste, no se puede negar que la nueva crítica se presentó en su tiempo con credenciales de púber ansiosa de conquistar el mundo, pero, como le ocurrió a Kierkegaard, quizá nueve meses en el útero de las universidades norteamericanas bastaron para hacer de ella una anciana.

Por una funesta superstición, de la cual, ni la ciencia ni los sabios son culpables, se ha querido imponer forma científica a la literatura, se ha llegado a estimar tan sólo el saber positivo, La literatura se reduce a una seca colección de hechos y de formulas. Palabras de Lansón en crítica al positivismo de su época, pero que podrían perfectamente calzar en el ambiente académico literario de hace unos años en Bolivia. Comparado con el actual, se puede decir que hoy se ha recuperado cierto grado de sensatez, y valorar una obra literaria en base al gusto personal no es equiparado a una necedad de ignorante. Pero como bien reza la cita de Lansón, de la evolución de la cultura no son responsables los escritores o los filósofos, sino los que realmente hacen la historia, y la especialización académica y la descripción científica de las obras sigue su camino imperturbable.

Puede medirse el devenir último de la noción de crítica literaria comparando los artículos de Medinaceli con los trabajos del más importante de los críticos nuevos, Luis H. Antezana. Mientras Medinaceli intentaba pensar, Antezana cita. Si la cultura de Medinaceli se basaba en las pobres y medianas humanidades que un boliviano culto podía adquirir, la de Antezana está puesta a punto y no le falta nada, pero de un bazar disciplinario y temático que puede ir desde Wittgenstein a la compilación de cuentos futbolísticos de Valdano.

Así pues, en tanto la humanidad se dispone a encarar otro siglo de ruindad e injusticia, nos vamos dando cuenta que tendremos que hacerlo sin apelar a los libros, a las ideas de literatura y crítica literaria que eran connaturales a la vida intelectual de Medinaceli. Todo esto sobrepasa el propósito de este ensayo, que era el de exponer mi visión personal de la obra de Medinaceli, así que terminaré diciendo que un Medinaceli redivivo, en vez de reaccionar airado contra la crítica actual, quizá pondría un comentario al margen de la lápida de la literatura.

Notas

1. El celo, no sólo de su libertad sino también de la imagen de su libertad, podía llegar lo suficientemente lejos como para resistirse a escribir sobre Tamayo un comentario en el que quería elogiar su obra, porque en ese año éste era candidato a la Presidencia y podía tomarse ese comentario como una adulación interesada.

2. En realidad, el maltrato editorial en relación con Medinaceli recién estaba comenzando, y prosiguió especialmente luego de su muerte. Con la excepción de la preciosa edición potosina de Paginas de vida, de los años cincuenta, las ediciones posteriores de editoriales como Amigos del Libro, que en las décadas siguientes recogieron la obra no editada y que Medinaceli no pensó nunca en publicar, presentan horrores. Especialmente defectuosas son en este aspecto las ediciones de Chaupi Punchaipi Tutayarka y La reinvidicación de la cultura americana.

3. Medinaceli quería que se publicara sólo una antología de Moreno, mientras otros se esforzaban por hacerlo de las obras completas. Finalmente se encontró una solución bastante práctica: no se publicó nada. Al Parlamento se le olvidó incluir en su presupuesto anual el dinero necesario.

4 Se ha enojado el Fernandito diría, con visible preocupación y arrepentimiento Medinaceli luego de que descalificara uno de los primeros libros de Diez de Medina. Años después, la muy típica erupción cutánea que produce en los escritores bolivianos un comentario que retroceda un poco del elogio educado, se expresaría deliciosamente en el panorarma de literatura boliviana que escribiera Diez de Medina: a tiempo de admirar las dotes críticas de Medinaceli, lo describe como un ser moralmente pequeño y que se aproxima receloso, prevenido, a las personalidades definidas.

 

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